Nuestras calles, nuestros rostros, recuperarán su aspecto normal. Con estas palabras, el presidente de España, Pedro Sánchez, anunciaba a mediados de Junio el fin a la restricción que hacía obligatorio el uso de mascarillas en exteriores. La mayor parte de los diarios españoles e internacionales que reprodujeron la noticia, omitieron parte de la frase y la resumieron con el parafraseo, nuestros rostros empezarán a recuperar su aspecto normal. De todas maneras, la relación que trazan estas declaraciones, entre calles, rostros y normalidad, no deja de ser reveladora. La obligatoriedad del uso de mascarillas y la espera del cese de esta restricción parecen encarnar en sí mismas el signo del estado actual de la pandemia, cuyo efecto más visible es el ocultamiento de los rostros. Si la lucha que se lleva a cabo en la trinchera médica es una imagen inaccesible, y los medios no tienen interés en mostrar los efectos sociales de la combinación entre pandemia y neoliberalismo: el hacinamiento, la precariedad y el hambre, entonces aquello que es puesto en primer término, como imagen de la pandemia, es el rostro cubierto por la mascarilla, en discursos públicos, programas de televisión, eventos deportivos, en la calle y el transporte público. Pero tras la mascarilla, está siempre el rostro.
Rostro y norma están profundamente conectados. La imagen del rostro es la imagen de la identidad a partir de la cual el Estado construye una serie de tecnologías de identificación y rastreo. La tecnología digital del reconocimiento facial, por ejemplo, no supone realmente una revolución, sino apenas un eslabón más de la cadena que surge con los documentos de identidad. En Chile, desde el 2013, la cédula de identidad contiene un chip con datos biométricos tanto del rostro como de las huellas digitales. Esta biometría corresponde a un conjunto de patrones y proporciones inherentes a cada rostro, o cuya variación con el paso del tiempo es baja. Son justamente estos patrones los que otorgan al rostro una de sus funciones predominantes, la individuación. No es coincidencia que, en medio de la revuelta chilena, hubiera una tentativa de penalizar el ocultamiento del rostro, con la infame Ley anti-encapuchados. Bajo la función de individuación, el rostro no está al servicio de su poseedor, sino de un circuito social de localización. La individuación siempre sucede al nivel de las coordenadas espacio-temporales. No solo se es individuo, sino que se lo es en un lugar y tiempo específicos. La calle llena de encapuchados, es (para el Estado) la invasión de los cuerpos ilocalizables, la pesadilla de una masa de cuerpos que se revelan como potencia, es decir, con su capacidad de estar y no estar, de estar ahí y en todas partes. De cierto modo, el abandono voluntario de la individuación nunca fue, como algunos teóricos de la conspiración que igualan mascarilla y bozal sugieren, un resultado del control y el silenciamiento, sino al contrario, una condición fundamental para la revolución en una sociedad de control cuyo refinamiento en las tecnologías de localización y seguimiento de los cuerpos, a través del rostro y la identidad, no tiene precedentes. Por esto el mandatario español está en lo correcto: espacios públicos con rostros al descubierto no sólo son un signo de lo normal, sino uno de los mecanismos necesarios de las estrategias de normalización de la sociedad, de recuperación del orden establecido.
Pero la individuación, como constante biométrica, no es la única función del rostro. Sabemos que nuestros rostros están en constante movimiento, no sólo alterados por subidas y bajadas de peso, maquillajes, cicatrices y cirugías estéticas, sino también, por una incidencia permanente de los afectos que los recorren y que los utilizan como medio de expresión. Estos movimientos, a veces mínimos pero perceptibles, otras veces intensos hasta el límite de la mueca y el horror, ocurren sobre una suerte de placa inmóvil, constituida por esas constantes biométricas que dotan de individuación al rostro, y en función de su intensidad son capaces de desorganizarlo hasta desvanecer estos parámetros individuantes. Esto es lo que sucede cuando decimos que afectos como la ira o la tristeza han vuelto a alguien irreconocible.
Un rostro que mantiene los contornos de nuestra individualidad, y que es recorrido por afectos que tienen la potencia de volverlo irreconocible. Esta doble articulación fue propuesta por Gilles Deleuze en sus estudios sobre cine, a propósito del primer plano cinematográfico y de la posibilidad del cine de llevar las funciones del rostro al límite de sus capacidades expresivas. La teoría cinematográfica de Deleuze toma como base las ideas de Bergson sobre la relación entre el cuerpo y el espíritu, proponiendo a partir de ellas una taxonomía de las imágenes del cine. Esto considerando que, en el pensamiento de Bergson, la relación entre cuerpo y mundo se produce justamente a través de imágenes. Por esto, los paralelos entre vida y cine, como los mecanismos de la percepción, la memoria y el montaje, con sus construcciones espacio-temporales, son parte fundamental de los planteamientos de Deleuze sobre un conjunto de películas que clasifica dentro de lo que llama el régimen de la imagen-movimiento, es decir, un sistema de imágenes construido en torno a una conexión sensoriomotora, un proceso que va de la sensación al movimiento del cuerpo como finalidad última. Según esta parte de la concepción teórica Deleuziana, nuestro funcionamiento cotidiano, en tanto cuerpos y conciencia en el mundo, es profundamente similar, sino paralelo al del cine.
Para desarrollar su teoría del primer plano, Deleuze realiza primero una definición del rostro, cuya característica principal radicaría en la presencia de dos polos. Primero, un polo contorno-cualitativo: justamente estas invariantes biométricas que conforman, como en un contorno, una relación de rasgos que, organizados, otorgan individualidad al rostro. Segundo, un polo intensivo: al interior del contorno, una cantidad enorme de pequeños movimientos, microsignos de los múltiples músculos faciales, reaccionan, de manera consciente o inconsciente ante las afecciones, produciendo la aparición de rasgos que, a menudo, entran en series intensivas hasta producir un estallido, como en el caso del llanto o un grito de terror.
La oposición entre organización limitante y desorden creador es una constante de la filosofía de Deleuze, y tiene también su aplicación en el rostro. El polo individuante del rostro aparece más fuertemente cuando se trata de un rostro que piensa. El rostro de quien piensa se organiza en torno a su pensamiento, por lo que podemos ver claramente emerger el pensamiento en él. El proceso a través del cual ponderamos las cosas ralentiza el rostro, y es esa lentitud lo que cristaliza la identidad de quien piensa. Consideremos, por ejemplo, que al tomarnos la foto para el documento de identidad se nos pide una expresión de seriedad. Esta seriedad es una forma de organizar el rostro, evidentemente ligada a la organización de un contorno. A nivel burocrático, se considera que nuestro rostro es más propio cuando no expresa nada, una especie de grado cero del rostro, una identidad fija a partir de la cual se producen algunas variaciones, como una sonrisa o un bostezo, pero que es en sí la forma original del rostro.
Pero luego también el rostro siente, y en el rostro que siente comienza a florecer el desorden. Los músculos que se contraen y se expanden, ya sea por sorpresa, horror o alegría, sacuden los cimientos organizadores del rostro individuado. Comienzan a aparecer nuevos rostros en potencia, expresiones que pueden llegar a parecer ajenas a una identidad que se desvanece rápidamente bajo este movimiento intensivo. Es aquí donde los afectos se apoderan del rostro, y su portador, el individuo, pasa a un plano secundario. La mayor capacidad afectiva del rostro aparece cuando este ya no es visto como porción de un individuo o un rol social, sino como un afecto que se apodera del rostro para obtener su expresión. Deleuze utiliza el término fantasma, para referirse a este afecto, que no existe si no es expresado, y que aparece para poseer al rostro. La existencia del afecto es virtual. No podemos mostrar el horror, la angustia o la pena, a menos de que apuntemos a un rostro en el cual estos afectos, en esencia virtuales, se actualizan y se expresan. La desaparición de los rostros no sería la desaparición de los afectos, sino su condena a una condición virtual y latente.
Lo interesante y anómalo del planteamiento de Deleuze, es que pone en pugna al individuo y el afecto. La aparición de uno implica la desaparición del otro. No es el individuo, identificable, localizable, el que está en posesión del afecto, sino al contrario. Es el afecto, que justamente por su carácter virtual, es ilocalizable e imposible de volver identitario, el que posee al rostro y lo vuelve su expresión. La superación de la identidad es, en la filosofía de Deleuze, lo que nos conecta con la cara virtual de la existencia, el plano desde el cual es capaz de emerger lo nuevo, lo diferente. La identidad es un requerimiento de la estructura social, que necesita trazar los límites y la posición de un individuo. El afecto es la expresión de algo que viene del más allá, algo que emerge de las sensaciones y las potencias que recorren el mundo, y que es capaz de revelar nuestro carácter múltiple, ya no individuos, sino seres atravesados y transformados por las corrientes afectivas siempre cambiantes y ocultas. Cuando el afecto se apodera de nosotros, se nos abre la posibilidad de devenir otros.
Podría pensarse que en una época de rostros cubiertos, los afectos están condenados a no ser expresados. Por otra parte, tanto la identificación como la legibilidad del rol social se ven obstruidas, al menos en lugares públicos. Una drástica división entre la calle y el hogar es delimitada por los rostros, que se descubren al entrar y se cubren al salir. Antes de las mascarillas, la calle era el lugar del rol social y el espacio de los individuos, de las identidades. Las cámaras de seguridad y otros mecanismos de vigilancia del exterior registran los rostros en busca de identidades. Estas máquinas son, al mismo tiempo, incapaces de registrar afectos. Pero basta con que alguien mire al rostro enmascarillado de otro transeúnte para que un afecto aparezca. Así como un afecto común, colectivo, recorría los rostros encapuchados durante las revueltas del 2019, otro afecto colectivo se expresa en las mascarillas.
Al cubrirse parte de ellos, los rostros se vuelven potenciales. Aquello que el rostro oculta puede ser aún más expresivo que lo que muestra. Sobre la parte virtual del rostro aparece otro afecto, el de la mascarilla. Todos los afectos singulares de las mascarillas, blancas, de colores, con diseños, gastadas o nuevas, etc. Al mismo tiempo, parte de ese afecto singular de la mascarilla siempre tendrá que ver con la potencia de la enfermedad, con la invisibilidad del virus, con el cumplimiento de la ley y el reglamento sanitario; es el aspecto colectivo de ese afecto. Ante la obligatoriedad de la mascarilla en el lugar público, rápidamente aparecieron los diseños personalizados, los diferentes estilos y materiales, como un intento de conservar la individuación. Así, el afecto puro y colectivo que atraviesa todas las mascarillas, convive con tentativas de individuación.
A diferencia de las mascarillas, mayoritariamente producidas en masa, las capuchas y las bandanas de la revuelta eran improvisadas, personalizadas, precarias, aunque a la vez, recorridas por otro afecto común. El afecto de la confrontación, de lo comunitario, pero también de la suciedad, de las lacrimógenas, del sudor y la contingencia. Su individuación, en la mayoría de los casos, no surgía de una búsqueda identitaria consciente, sino de una necesidad urgente de cubrirse el rostro con lo que hubiera a mano.
Cabe recordar las ideas de Spinoza sobre los afectos. Los habrían de dos tipos: los afectos tristes, que disminuyen nuestra potencia y capacidad de actuar, y los afectos alegres, que por el contrario, aumentan nuestra potencia. Es cierto que el afecto revolucionario de las capuchas de la revuelta es pura potencia, un llamado a la acción, expresado en rostros virtuales, enmascarados por la colectividad del afecto. Por otro lado, lo que los rostros con mascarilla expresan es un afecto triste, aunque no menos colectivo. De cierto modo, la doble condición de medida de cuidado personal y de colaboración colectiva, produce que la mascarilla sea un lugar de intersección de todos los afectos posibles de la pandemia, desde el miedo hasta la indiferencia, desde la obediencia hasta la desconfianza. Sobre un rostro que expresa, con la mirada, despreocupación y relajo, sigue estando la mascarilla que, entrando en el dominio afectivo del rostro, proyecta sobre él el signo de un estado de emergencia y alerta.
Lo que las mascarillas ocultaron no fue el polo afectivo del rostro, sino al individuo. En su lugar, aparece un afecto colectivo y triste, como el sustrato de todo lo que el orden establecido lucha por ocultar: un estado de catástrofe que no es un tropiezo azaroso, sino el fracaso de un proyecto de civilización global. La premura por recuperar los rostros en su aspecto normal, no hará desaparecer estos afectos tristes. Solo retornará su aspecto identitario y su rol social, algo que parece importar tremendamente a los mandatarios europeos que, en el primer mundo, intentan nuevamente simular un regreso a la normalidad. Los nuevos rostros descubiertos serán los verdaderos afectos enmascarados. Algo estará oculto bajo esos rostros desnudos. Tras un proceso de normalización se esconde siempre un ansia de organización, y cada anomalía de la historia humana nos demuestra que lo normal es un orden únicamente posible al nivel de las apariencias. Podemos fingir seriedad momentáneamente frente al fotógrafo del registro civil, pero debajo del rostro inmóvil siempre hay algo que busca emerger. Una vez dejamos de posar como identidades y roles sociales, volvemos a abrirnos al afecto, con su capacidad de transformarnos, de producir algo nuevo, conectado con aquello contingente y que nos recorre colectivamente.
Por Diego Soto
Fotografía por Dylan del Valle (@dylaaanalogo)