Una familia de New England de la década de 1630 es destrozada por las fuerzas de la brujería, la magia negra y la posesión. En su primer largometraje, inspirado en los cuentos populares del siglo XVII, Robert Eggers analiza y pone en escena cómo la devoción a Dios, por más extrema que sea, también puede perderse. La excesiva religiosidad de los protagonistas será la causa de su exilio de la comunidad en virtud de una vida más humilde, que les permita acercarse mayormente a Cristo. La oración, el trabajo, el rigor en el respeto de la palabra de Dios y la confesión son los medios con los que los personajes intentan tejer un hilo que les asegure un lugar en el cielo. Sin embargo, esta veneración parece ser un fin en sí mismo. A partir de la ambientación y la estética, la película niega desde el principio hacernos creer que una entidad sobrenatural los esté escuchando. No hay ninguna respuesta divina. Al contrario, se palpa una presencia maléfica constante e indefinible, ya que no reside únicamente en la figura de la bruja, sino que se extiende a todo el entorno. No hay Dios en la naturaleza. Ella no da fruto, toda la cosecha nace muerta. La propia vegetación parece estar impregnada de maldad. Así como el bosque y la tierra donde vive la familia.
La fauna parece dar cuerpo a entidades malignas que inmediatamente dan lugar a interpretaciones de carácter bíblico/histórico. Comenzando con Black Philipp, un macho cabrío que en la cultura de las brujas se asocia con la figura del Diablo. Él parece ser capaz de hablar con los gemelos, hermanos menores de la protagonista Thomasin, y al hacerlo, se llega a creer que en realidad sean ellos los que adquieren un poder sobrenatural. Y este es solo el primero de los diversos eventos que la narración pone en marcha para crear misterio en torno a la historia. ¿En quién reside el mal? ¿En Thomasin? ¿O en los gemelos? ¿Es el macho cabrío realmente capaz de hablar? Más adelante, se encontrarán liebres, cuervos y cabras, todos animales que bien se prestan al simbolismo oscuro. El único que no entra en esta categoría es Fowler, el perro de la familia que, sin embargo, como casi todos los demás, fallecerá. Acercarse a una vida sin lujos no traerá ningún beneficio porque el universo fílmico en el que se inserta la familia es la exteriorización, en todos los aspectos, del mal.
La luz que ilumina la película, o más bien la oscuridad que la envuelve, contribuye además a negar cualquier posibilidad de salvación carnal y del alma. El sol, en las pocas escenas en las que está presente, ilumina pero no calienta. La única luz reconfortante proviene de las velas, por lo tanto del hombre, que busca desesperadamente la salvación, y no de Dios. Desde este punto de vista la obra razona partiendo de la oscuridad y no como se hace habitualmente, de la luz, concepto que luego el director llevará a las extremas consecuencias en The Lighthouse (2019), su siguiente proyecto.
The VVitch: A New England Folktale (2015) posee en sí misma un componente religioso importante, que se convierte en tal a partir de su negación. El Creador existe gracias a su ausencia, que no se evidencia simplemente en la fe de los personajes sino sobre todo en la presencia de su opuesto, es decir el mal, el Diablo. Sólo hay lugar y forma de lo que es malo, lo bueno, si existe, se expresa a través de los miembros del núcleo familiar y en las cabras que crían. En particular en los niños de los que podemos ver los obvios matices de carácter, pensamiento y acción. Ellos, y en particular Thomasin y Caleb, los dos hijos mayores, son conscientes de ser pecadores, pero los concebimos igualmente como una parte benigna de la historia.
El caso más extremo, el elemento más puro de toda la narrativa, es representado por el recién nacido Samuel, tan joven que aún no ha sido bautizado. Y será justo él quien tendrá el primer contacto, macabro, con la bruja, atraída por la inocencia y pureza que caracteriza a todo feto. La secuencia pone en escena el primer y verdadero evento espiritual maligno, caracterizado por una de las elecciones de dirección más importantes y contundentes de la película, es decir, la de sugerir y, por lo tanto, no mostrar explícitamente lo que sucede. Todo ello se lleva a cabo aprovechando las distintas posiciones de los cuerpos, la reducida profundidad de campo y el montaje que, entre una escena y otra, hace que el pasar del tiempo no sea irrelevante. No vemos directamente el cuerpo del pequeño Sam ser abierto, triturado y finalmente rociado sobre todo el cuerpo de la bruja, pero sin embargo entendemos que eso mismo fue lo que pasó. La puesta en escena, la ambientación, la banda sonora, la dirección y los movimientos de los cuerpos son más que suficientes para convertir estas escenas en horripilantes para el espectador. Al hacer esta elección, Eggers decide apartarse de la “banalidad” de la representación directa en función de una solución igualmente eficaz pero enormemente más elegante.
Todos los eventos extraños, la desaparición y muerte de los dos hijos, las acusaciones mutuas entre Thomasin y los gemelos hacen que cada uno de los personajes pierda gradualmente la fe. Cada uno encuentra su sentido de existencia en el cristianismo, el principal motor de sus decisiones en la obra. Sin embargo, la oración está representada sin ningún “adorno estético o formal”, es vacía pero sobre todo unívoca. La pantalla reproduce íntegramente esta sensación mediante el uso del silencio, que sólo es roto por los que están rezando, y sin ningún acompañamiento sonoro extra-diegético que, en cambio, está muy presente en otros momentos. Al no recibir ningún apoyo, ninguna respuesta, cada uno de ellos pierde el sentido de la vida. El único que se mantiene firme en sus ideales es el padre, que se niega a creer que son víctimas de alguna brujería, y que es una de sus hijas la causa de tales desgracias. Los demás, aparte de Thomasin, morirán habiendo perdido toda la fe ante los desastrosos acontecimientos, así como Caleb que ante el peligro de muerte invoca una última ayuda desesperada y tímida, recitando una oración en inglés antiguo:
«Oh God my Lord, I now begin
oh help me, and I’ll leave my sin.
For I repentant now shall be,
from evil, I will turn to thee.
None ever shall destroy my faith,
nor do I mind what Satan saith».
«Señor Dios mio escuchame,
si tu me ayudas no pecaré
Arrepentido acudo a ti,
aparta todo mal de mí.
Nadie podrá quebrar mi fé,
ni a Satanás atenderé».
Thomasin es el personaje que beneficia de los polos extremos de la experiencia mística. Ella, fiel sierva del Señor aún virgen, es dibujada como una persona limitada por este credo. Su cuerpo desea poder salir de su ropa. Debido a su edad, sus pechos comienzan a verse y su largo cabello rubio, atrapado en una especie de pañuelo, anhela libertad. Ella es consciente de sus continuos pecados y hace todo lo posible para ponerle fin, pero lamentablemente para ella, siempre está en el lugar y momento equivocados.
En el final, ella es la única superviviente de su familia y sin motivos para seguir viviendo. Y aquí se le presenta una oportunidad. Ve en la brujería una posibilidad de libertad. Se llega a pensar que tal vez todo esto no sea tan incorrecto, que después de todo, ella como los demás, tiene derecho a liberarse de la jaula impuesta por sus familiares. La experiencia mística cambia de interlocutor y significado: si antes se actuaba para recibir el perdón, ahora ocurre para finalmente poder cumplir los deseos. El más allá representa un escape de la vida rigurosa y rígida de ese tiempo, una posibilidad de dejar fluir todos los impulsos terrenales hasta ese momento apaciguados. Y esta confrontación con el Diablo, a diferencia de los anteriores monólogos con Dios, está llena de énfasis y emotividad. De hecho, la representación del momento en el que decide convertirse en bruja tiene una carga sexual y libertina muy fuerte, su cabello finalmente se desata y su cuerpo es soberano de sí mismo, libre de caminar desnudo, desvestido por las ropas terrenas que lo encerraban. Pero la película, si bien narra y muestra cómo a través de este contacto deseado con el mal, ella finalmente obtiene lo que realmente siempre quiso, se desvía de decir que este sea el camino a seguir. Ya que es cierto que todo está muy resaltado, pero lo es en función de hacer percibir el lado erróneo del hecho. Es una de las secuencias más inquietantes de todo el filme. Las imágenes de ella caminando desnuda por el bosque van acompañadas del sonido oscuro de ritos satánicos. Y de todos modos, históricamente, se sabe que las brujas son adoradoras y esclavas de Satanás, así que teóricamente ella no obtuvo ninguna liberación, todo lo contrario.
El máximo de la experiencia mística está representado en el final donde la protagonista, habiendo entrado en el bosque, ve a otras brujas enzarzadas en una hoguera en honor a Lucifer. En ese momento las mujeres, todas desnudas, comienzan a dar vueltas en el aire. Thomasin, asombrada y ebria, también comienza a levantarse. El hecho está completo, ahora es en todo aspecto una criatura ajena al ser humano. A la cámara, a nosotros, se nos permite acompañarla solo por un corto tramo de su elevación, luego de lo cual permaneceremos en la superficie, testigos de esta increíble experiencia satánica.
«[…] Tu spiri, o Satana,
Nel verso mio,
Se dal sen rompemi
Sfidando il dio […]
Te accolse profugo
Tra gli dèi lari
La plebe memore
Ne i casolari.
Quindi un femineo
Sen palpitante
Empiendo, fervido
Nume ed amante,
La strega pallida
D’eterna cura
Volgi a soccorrere
L’egra natura. […]
Salute, o Satana,
O ribellione,
O forza vindice
De la ragione!
Sacri a te salgano
Gl’incensi e i vóti!
Hai vinto il Geova
De i sacerdoti».[1]
«[…] Tú exhalas, oh Satán,
En mi verso,
Si desde el seno irrumpes
Desafiando al dios […]
Te acoge prófugoEntre los dioses lares
La plebeya memoriade los hogares.
Entonces un femíneo
Seno palpitante
Saciando, férvido
Numen y amante,
La bruja pálida
De eterno cuidado
Se vuelve a socorrer
La egregia natura. […]
¡Salud oh Satán,
Oh rebelión,
Oh fuerza vindicativa
De la razón!
¡Consagrados a ti se eleven
Los inciensos y los votos!
Venciste al Jehová
De los sacerdotes».[1]
1 Giosuè Carducci, Poesie di Giosuè Carducci, Bologna, Ditta Nicola Zanichelli, 1906, p. 377 – 385
Por Roberto Valdivia