Pantalla

El cine es un arte virgen. Ha empezado en todas partes al mismo tiempo. Su handicap casi no cuenta. Cuando se nos habla de poesía o de pintura, sentimos, nosotros sudamericanos, el peso enorme de no tener ningún peso tras de nosotros.

En el cine las “huinchas” se han levantado para todos iguales. El cine es proporcionar a los pueblos jóvenes y sin tradición, la posibilidad de demostrar su valor artístico.

Ante esta posibilidad así ofrecida, en Chile se hace “pastiche” y pastiche malo.

Pasamos nuestra vida echándonos flores unos a otros. Cuando se imita, a base de lugares comunes, cualquier obra de calidad, se habla de maravilloso, de estupendo, de “esfuerzo”.

Creo que nada hay más lamentable que un esfuerzo inútil. Al aplaudir los “esfuerzos” nacionales, se dice que se hace obra patriótica. Es decir, la condescendencia y la inercia, es patriotismo.

Hay veces que es mejor ser antipatriota.

El cine es un arte de imaginación, de desbordamiento. Aquí, hasta hoy; se ha tratado de hacer un medio ilustrativo de argumentos más o menos mediocres.

Puede ser que de este modo una película produzca mucho, que haga un magnífico cartel. Puede ser que así se satisfaga al público. Bajo este punto de vista, nada puedo decir. Pero en resumen, nuestro cine demuestra falta de imaginación, falta de arranques.

Cada cual quiere fabricarse su pequeño éxito y lo consigue, por cierto. Cada cual ausculta la avenida Matta o a las señoritas solteras y hace cartel. Pero en ninguna parte un “esfuerzo” cinematográfico, ese esfuerzo desinteresado, ese esfuerzo de rebusca que se encuentra en cualquier poeta, en cualquier pintor, a pesar de que trabaje en artes que exigen una enorme tradición que aquí en Chile no se encuentra.

El arte que podría prestarse a todas las rebuscas y a todas las audacias, se hace pequeñito, imitando, repitiendo, el gesto de la última película americana o alemana. Es una manera chic de afrontar el fracaso.

Hay técnicos en Chile que conocen suficientemente la manera de filmar. Hay actores. Hay en Chile dinero para lanzarse en algún ensayo. Pero todos trabajan aislados, faltando siempre el fuego de un artista que se atreva a romper con el gusto de los arrabales. Así es que se sigue y se sigue con el pequeño film que se salva, más que no muestra nada de nervio, nada de imaginación, nada de juventud.

Ya parece fatal que nuestro único rol sea el de repetir, desde atrás, la imaginación de otros.

La réclame extranjera influye en este estado de cosas. Con gran bombo se anuncian, por ejemplo, películas tan detestables como Sangre y Arena. El público cree, luego, que es esa la escala para apreciar el cine.

En cualquier cine de barrio se pasan, anónimamente, cientos de películas mejores. No basta llamarse Valentino para entrar a matar un toro. El cine comienza; es un arte al cual todos pueden ir casi sin diferencias de posibilidades. Por esto mismo es lástima que, desde un principio, se le encauce por un pastiche tibio al alcance de todos los gustos.

Es una lástima que la primera semilla que se plante, lleve en sí un germen que no admite posibilidades. Ante el cine pareciera haber, por parte de la juventud, un entusiasmo sin límites y lleno de valor, en el sentido de la rebusca artística: tener el valor de fracasar en un intento audaz, antes que de triunfar de una manera fácil.

Tres mutilaciones en el cine

El cine es, generalmente, considerado -al menos aquí- como un arte inferior. En pocos sitios del mundo existe, como en Chile, una mayor jerarquía en las artes. Y dentro de esta jerarquía, al cine le ha tocado –Dios sabrá por qué– el penúltimo lugar; solo el circo está más bajo. La Ópera es algo superior, el drama, también; la alta comedia, más alta que comedia. Hacer cualquiera de estas cosas, es como adquirir un título de nobleza… artística. Mientras que el cine, es apenas un pasatiempo. Tal vez esta triste injusticia para con la pantalla, se debe a que pocas personas piensan que de existir una jerarquía en las artes, ella es dictada no por la clase de obras que se intenta hacer, sino por la capacidad del que las hace.

El gran pintor decorativo al Óleo, desprecia al dibujante.

El poeta de poesía pura, al periodista.

El compositor obsesionado por Bach, al jazz band.

Es éste un establecimiento de castas aún con menos fundamentos que las castas sociales, pero que miles de seres se afanan en mantener, pues la mediocridad de sus producciones es compensada con la alta esfera en que creen trabajar.

El cine sufre, en Chile especialmente, de ese estado de cosas. Podrá rebatírseme diciendo que las salas de cine están siempre concurridas, mientras que los tenores italianos se ven obligados, a menudo a lanzar sus agudos en el vacío, y los trágicos españoles a suicidarse en la soledad. Pero esto que aparenta ser un argumento en contra, es un argumento a favor, si bien se piensa: el público desconfía de óperas y dramas justamente porque tiene la idea preconcebida de que aquello es ARTE (con mayúscula), es decir, algo tan profundo, grave y solemne, que logra hacer una sola cosa con la “lata”, y como tales emociones exigen un desgaste enorme, se las dosifica con prudencia. En cambio, al creer que el cine es pasatiempo sin filosofía ni medicina, le otorga toda su confianza y concurre.

Parece que los empresarios, contratistas, organizadores y demás personajes de los alrededores del cine, se han dado justa cuenta de que para hacer ganancias, conviene mantener en el público esta idea de que el cine es tontería, algo de tan poca importancia, que cualquier sujeto de mal gusto puede estropear sin escrúpulos. Temen asustar a su público, y entonces, en vez de tratar de refinar los espectáculos cinematográficos, tratan de hacerlos lo más abyectos posible. De este modo, tienen concurrencia segura…
El hombre más indiferente en materia de espectáculos de arte, pondría el grito en el cielo (tal vez por simple costumbre; pero en fin lo pondría) si una romanza de Mascagni o Massenet o un arrebato declamado de Echegaray fuesen interrumpidos por un señor cualquiera, que, apareciendo en medio de la escena, asegurara al público que no hay mejores cigarrillos que los Mikits. En cambio, ni un solo hombre, ni aun entre los refinados, protesta cuando en el cine –arte a base de ritmo y continuidad– los films son cortados en cualquier parte y de cualquier manera, para recordarnos que no hay nada como los polvos de Persia para matar las pulgas… no sé, verdaderamente, qué hacen de su sensibilidad en tales momentos los espectadores.

La sensibilidad, en los seres que no la tienen, se muestra indefectiblemente ante los espectáculos que es de buen tono presenciar con exquisita sensibilidad; mas, si la moda en otros espectáculos no se ha establecido, pueden pasar ante sus ojos las más bellas visiones de arte sin que nadie lo advierta, mejor dicho, sin que nadie proteste si se las mutila sin piedad. Prueba de ello: la música. La música debe en el cine subrayar las escenas: debe ser su complemento. Sin embargo, aquí, pase lo que pase por la pantalla, el jefe de jazz band cumple indiferente y aparte su programa, colocando La Caretita en una catástrofe; Mon Homme en un suicidio; la Muerte de Asís, mientras diez policías persiguen a Chaplin.

En fin, todo esto no es el film mismo. Que a cada instante la continuidad se rompa y que a cada instante la música parta en sentido opuesto de las emociones que el film quiere dar, se debe tal vez a la general indolencia y al poco espíritu de perfeccionamiento. Pero hay una tercera mutilación más grave, que se hace directamente en la película: los letreros.

Los asiduos a espectáculos cinematográficos podrán fácilmente clasificar en dos clases los film, desde el punto de vista de los letreros: 1ª Los buenos films, en los cuales la parte de cine, propiamente dicha, es la principal, y el letrero solo un apoyo, un subrayado que aparece únicamente cuando la fotografía no puede reemplazarlo; 2ª Los malos film, los cuales son un conjunto de letreros que forman el núcleo y que luego la fotografía ilustra. Los primeros, son film concebidos, partiendo de una base visual; por lo tanto, de acuerdo con los elementos mismos del cine; los segundos, parten de una concepción exclusivamente literaria y las imágenes movientes pasan a ser en ellos lo que una ilustración en un libro, por lo tanto son obras que desconocen sus propios elementos.

Ahora bien, casi todo desconocimiento o incomprensión en arte (en cualquiera de las artes) reside principalmente en no querer aceptar su desenvolvimiento y su expresión con los medios que por lógica y buen sentido le corresponden y querer siempre subordinarse a lo que –a falta de otras palabras– llamaré reminiscencias literarias personales. De aquí nace el error ya sea ante la arquitectura, ya sea ante la poesía o la música o cualquiera manifestación artística.

Volviendo al cine, es indiscutible que un letrero redactado en literatura fácil y salpicado con filosofía barata, alcanza con mayor facilidad a los espectadores que quieren reconocerse en la pantalla, que las imágenes mismas cuyo valor estriba en su composición y ritmo. Es por eso que los empresarios, etc., tienen una marcada inclinación a aumentar el número de letreros explicativos e inútiles, aunque con ello despedacen la unidad de un film.

Se daría un gran paso hacia la perfección cinematográfica si se prestara atención a estas tres deformaciones: no romper las películas con avisos mercantiles; no permitir a las orquestas los caprichos de un director sin gusto; no prodigar, como hoy se hace, los letreros inútiles y cursis.

Por Juan Emar

*Pantalla fue publicado en La Nación el viernes 15 de mayo de 1925; Tres mutilaciones al cine fue publicado en La Nación el miércoles 9 de julio de 1924.

 

 

 

Juan Emar y el arte moderno en Chile – La Nación (1923-1927)
Edición y estudio Patricio Lizama A.
Alquimia Ediciones
Julio 2021
340 pp.
Precio: $17.900