El 2020 fue un año que probablemente pase a la historia como infame. La pandemia que azotó al mundo entero provocó que se vivieran tiempo extraños y oscuros, que hace mucho no se veían. Y, quizás, es inevitable que eventos de esta escala no afecten de forma directa o indirecta a las artes. En el caso del cine, pocas películas fueron estrenadas durante este cuasiapocalíptico año. Tanto porque los complejos cerraron, como porque las producciones se vieron forzadas a detenerse en su totalidad. Esto es en cuestiones de industria, pero artísticamente, las pocas películas estrenadas durante la pandemia del COVID-19, también contaron con una influencia pandémica casi aciaga. Un tono fatalista ha sido, incluso desde inicios de la década, un denominador común entre el grueso de los filmes contemporáneos.

Es por esto que, cuando una película como First Cow llega, se siente como una irrupción a esta pesadísima losa, como un bálsamo para el alma. A pesar de que la sexta película de Kelly Reichardt encuentra a la realizadora en su hábitat común (las amplias y áridas planicies del Noroeste de Estados Unidos), en esta ocasión se nota una mano mucho más sensible y que parece partir de una mayor ternura hacia sus personajes. Cookie, el principal de estos, es un hombre simple que tiene un anhelo que es tan noble como ingenuo: compartir con los demás el mágico sabor de un pastelito dulce. Y, esta misión de Cookie es directamente proporcional al de la directora norteamericana, que hace uso de una imagen y sonido armoniosos para poder transmitir sus buenas intenciones, para poder entregarnos su propio pastelito dulce.

Lo primero que vemos en pantalla es una toma de más de 5 minutos en la que no observamos más que un paisaje adornado por un lago, el cual es atravesado lentamente por un barco de carga. Es desde aquí que la película establece el tono melodioso y elegante que mantiene por el resto de sus 122 minutos y que comulga perfectamente con su temática y su estilo sereno y contemplativo. También, desde ese momento queda claro que este escenario natural que se nos presenta no se trata de un simple acompañamiento para motivos puramente estéticos o de decoración, sino que, a lo largo de la historia, juega un papel narrativo y simbólico activo y funcional. Este bosque de coníferas se vuelve, más que un medio, un complemento del buen Cookie, de sus aspiraciones y relaciones con el resto de las personas; una proyección de su estado anímico y percepción a partir de sus condicionantes.

Esta simbiosis entre el ambiente y Cookie se vuelve la base perfecta para que Reichardt establezca el eje central alrededor del cual toda la película se desarrolla silenciosamente: la bondad. Cookie es por primera vez mostrado a nosotros, recogiendo, de la manera más delicada posible, hongos en el mencionado bosque de coníferas. No sabemos absolutamente nada sobre este señor, y sin embargo, la puesta en escena y sus acciones nos sugieren una generosidad y un respeto por las setas que arranca del suelo que nos hace ver que existe una consciencia de comunión entre la naturaleza y él. Y, si por Cookie fuera, esta relación sería igual con sus compañeros de viaje. Sin embargo, estos solo están interesados en sus habilidades culinarias, no en su valor humano, rompiendo con la armonía interna del introvertido hombre interpretado magistralmente por John Magaro.

Y es, precisamente, con la vaquita de la que el filme toma su título, que estas relaciones llegan a su punto más prominente. Porque cuando estos dos personajes por fin se encuentran, no existe nada más que un vínculo casi sagrado, en la que ambos se respetan a un nivel que debería de ser la norma, pero que tristemente nos parece admirable por su singular escasez. El animal le brinda a su contraparte humana lo que necesita, y este por su parte, entra en un trance de apacibilidad y de respeto por el animal, consciente de que está recibiendo la bendición de gozar directamente de las riquezas de la madre naturaleza. Un honor digno de los reyes al alcance de un simple viajero errante de la década de 1820.  Un elixir otorgado por la gracia de su misión, pero más que nada, de su accionar, que nunca pierde la cautela y el cuidadoso esmero equivalente al de un niño que todavía se asombra por todo. Es conforme a estas relaciones que Cookie va teniendo con los demás, y en especial con King Lu, migrante chino al que le salva la vida desinteresadamente y que termina por convertirse en su mejor amigo, que descubrimos el camino de luz que First Cow intenta mostrarnos. La generosidad es, probablemente, una de las aguas de la que la humanidad está más sedienta, y sin embargo cuando la vemos representada en el arte se le cataloga como aburrida o naif.

Pero es por medio de esta desapegada bondad que Reichardt nos señala, tal vez no la solución, pero sin duda un sincero analgésico para poder sobrellevar las tragedias que los últimos años nos han volcado hacia la desconfianza y la perversidad. Pero, tampoco hay que confundirnos, la directora es firme en todo momento, tan así que la dura crítica al capitalismo y la destrucción de la esencia del sueño americano están más que presentes en la película. Una película bellísima y honesta en su representación de lo benevolente, que flota entre el espacio de la amistad y de los sueños inocentes que nos son arrebatados por el egoísmo, contada de una manera tan poética como certera. Una película que no sabíamos que necesitábamos, pero que era la que más falta le hacía al 2020.

Por Andrés Garza Escobar