Sus manos no pueden golpear

lo que sus ojos no pueden ver

Muhhamad Ali

 

A las instituciones chilenas siempre les ha acomodado presentar el latrocinio que han armado de país como un escenario propicio para gestas épicas. Generaciones de chilenas y chilenos hemos sido educados y domesticados bajo la sombra de La Araucana, La Guerra del Pacífico, el combate al marxismo internacional, los guantes de Martín Vargas, la raqueta de Nicolás Massú y la musculatura de Vidal, Medel, Sánchez y compañía. Muchos se han comprado el cuento de la esencia del pueblo chileno, nacido de una geografía áspera que secreta gentes “granadas, soberbias, gallardas y belicosas” tal cual las describiera Ercilla, como si nos mereciéramos la miseria por naturaleza, dada nuestra chilena capacidad para levantarnos de cualquier pantano con mierda. Pero bien sabemos que no hay imagen que se esfume más rápido que ésta. Basta solo darse vueltas por una ciudad o pueblo cualquiera; la derrota es evidente y hiede como la peor de las pestes.

El boxeo en nuestro país se ha situado a caballo entre la idealización del sacrificio y la precarización de cualquier actividad que no sea lucrativa; su historia es jugosa en derrotas y esto es precisamente lo que rescatan los versos de Juan Carlos Urtaza en ¿Existe Dios después del diez? (2019, Editorial Aparte); versos que flotan como mariposas y atacan como abejas para dar cara en este “ancho y profundo cuadrilátero” que tenemos por país, donde “los días pasan imitándose / endureciendo como el pan / en los rincones donde no llega la risa ni el hambre”; donde “no existen reglas y se puede golpear por la espalda”.

Sobre boxeo se ha escrito en Chile; poesía hay muy poca, Canto a la derrota de Arturo Godoy de Floridor Pérez y A un viejo púgil de Jorge Teillier. Hasta Urtaza y sus ya tres volúmenes dedicados al boxeo: Knock Out (2009), No hay Mano (2012) y Bumaye (2019). Ante la carencia de voces poéticas que discurran alrededor del box, pareciera ser que Urtaza se vuelca hacia las imágenes de la televisión, cuando esta aun transmitía mitos que se diseñaban en vivo y en directo para fabricar memoria; imágenes que luego tensa con el mundo de la población, llegando incluso a superponerlas. Así, la caída del rostro de Tony Montana en una montaña de falopa y luego la caída de su cuerpo acribillado desde su balcón en la película de Brian De Palma es contrapuesta a un lugar donde la gente cae de verdad, sin posibilidad alguna de levantarse; los negros del Zaire gritándole a Alí, “Bumaye” que en lengua lingala significa “mátalo” se confunden con la gente de La Legua Emergencia “- todos negros/ pungas culiaos / poblacionales –“. El fracaso y la derrota en la competencia, los ídolos imposibles de emular, la disciplina de todos los días metaforizan tanto la práctica escritural como la vida cotidiana de miles de N.N. que están tan colonizados como cualquier habitante del África subsahariana, repitiendo una plegaria que por extraña ya no dice nada “Tatá wa bisó, ozala o likoló/ Padre nuestro que estas en el cielo”.

El antropólogo Pierre Clastrés, apunta que las sociedades primitivas son grupos humanos políticamente definidos y racionales, en los que la guerra y el combate son instancias estructurantes de su ser social, cohesionando así su vida política, dando forma a un ser político que se opone al UNO totalizante, articulando el NOSOTROS de la comunidad. Las sociedades civilizadas en tanto, a través de la guerra ejercen la violencia de la dominación, expresión de una sociedad intolerante a lo diferente e incapaz de reconocer a un otro que no le devuelve una imagen especular, lo que la ha hecho devenir etnocida. Urtaza, tal cual lo hiciera Cassius Clay (AKA Muhammad Alí), que también jugaba con las palabras dentro y fuera del cuadrilátero, se enviste con el poder de un nosotros/otro para intentar una lucha precaria contra el oponente más duro, el de la realidad capitalista que lo engulle todo, hasta los sueños.

Alí era un reconocido defensor de la lucha que las comunidades negras levantaron contra la violencia racial, perdiendo incluso la licencia para boxear al negarse a participar en la  Guerra de Vietnam años antes. Durante el año 1975, en una conferencia dada a alumnos egresados de Harvard, Alí declamó el poema más corto en habla inglesa; “Me.We” eran las palabras que lo componían; jugando solo con invertir la grafía de las letras M y W, lanzaba una consigna de lucha en nombre de la comunidad de la que era parte ante un público casi enteramente blanco y letrado, muy distinto al de los zaireños que lo vieron derrotar a Foreman solo un año antes. No fue esta la única vez que Alí declamó en público; era una práctica usual en sus intervenciones televisivas. Solía cantarse a sí mismo, con versos rimados, urdiendo palabras que buscaban ser divertidas, declamando de memoria; era disléxico y evitaba leer. Aunque a veces también se tomaba en serio el asunto, es cosa de revisar su presentación en la televisión de Irlanda en la que presenta un poema que pensó en memoria de las victimas de la masacre en la prisión de Attica en 1971, en la que murieron más de 40 personas luego de que los presos negros se amotinaran producto del asesinato de uno de los suyos días antes a manos de los celadores del estado. Urtaza parece recoger esta especie de tradición abierta por Alí, no con la misma pompa por supuesto. Así luego de unos versos en los que el hablante lírico repasa a las figuras masculinas de su familia y sus respectivos fracasos lanza “ por eso/yo solo soy la mano/ la mano/ de todas esas manos truncas/ el nudillo de esa quebradura/ la fisura en el paño familiar”, una suerte de golpe dado en representación de todos los caídos, protagonistas de la anti-épica de las familias chilenas y sus cuerpos tendidos sobre la lona.

Los versos de Urtaza tienen ritmo y tienen timming, como en el box y creo que esto es lo más disfrutable de su poesía; el traspaso de la sintaxis pugilística a la escritura de poesía, entendiendo esta como un combate abierto, potencialmente infinito donde lo que importa no es la totalidad del combate, ni siquiera la de un round, si no la del verso como una combinatoria de golpes, que finalmente son las palabras.  De esta forma, las manos son reemplazadas y representadas como una herramienta epistémica; dar golpes y esquivarlos implican una forma del pensamiento tal cual  la escritura de poesía o el ejercicio del ensayo “yo no conozco del mundo más que estas dos manos:/amanecen y se duermen conmigo” dicen los versos de Urtaza en Las manos me las regaló mi padre. A veces algunos poemas forman un valle dentro de la intensidad del combarte, se baja el ritmo solo para volver a arrollar con algunos golpes muy bien dados en la mandíbula lectora. Urtaza parece comprender que el estruendo en la jungla, como Alí bautizó su pelea con Foreman en Zaire, es el día a día de millones de fracasados que deambulamos por las calles de este país-cuadrilátero, cruzando poblaciones a pie mientras echamos manos con nuestras sombras, invisibles, porque no se puede golpear lo que no se puede ver.

 

por Miguel Masías

Fotografía de portada por Enrique Aracena