En virtud de la trascendencia filosófica y estética de los tópicos dramáticos de la muerte y del lenguaje, es posible formular una poética de la figura literaria específica de los “muertos hablantes”. Un acceso simbólico e ideológico actual y masivo a ellos lo ofrece el “zombi” como motivo argumental, agente dramático y tópico iconográfico. Destacan para el análisis de esta figura tanatológica el cuento El Cazador Gracchus de Franz Kafka, escrito en 1917[1], y la novela Perelandra, un Viaje a Venus de C.S. Lewis (1941). Ya ha sido dicho, las inadecuaciones de la muerte que relacionan a estos muertos parlantes con los zombis son respectivamente la muerte y el habla y la muerte y el comer. Facultad e impulso más reñidos con la muerte que el caminar porque antropológicamente la muerte es un sitio.
En las convenciones del drama cinematográfico el zombi representa una forma lenta. Tal lentitud es la expresión dinámica de la mortificación que afecta a un cuerpo que se desarma pese a su reanimación. La vida anómala del muerto antropófago no alcanza a nutrir plenamente sus miembros y por eso los arrastra, la muerte misma es su lastre, pero la nueva vida restringida al ansia devoradora de humanos lo impulsa implacablemente. Ya sea como efecto de una acción de necromancia o como el resultado de una enfermedad exótica que no deja morir plenamente o que reanima al cadáver de modo parcial, lo que conjuga en los filmes de zombis el temor con el suspense, es la lentitud del monstruo, su improbabilidad física, y su obstinación animal[2]. De los viejos esquemas dinámicos de las teratologías cinematográficas originarias, el zombi refleja la movilidad torpe de la creatura formada con restos de muertos diversos, o de la momia reanimada con una magia oscura; pero al mismo tiempo reproduce en su insistencia voraz la euforia, la desmesura de lo físico de los monstruos zoomorfos, mamíferos, anfibios. La reanimación como nueva vida que representan los zombis convencionales del cine, que integran su lentitud clásica a una manifestación masiva, al tópico iconográfico arcaico de la invasión de los muertos, es más la mezcla entre la reserva de vida animal, motivada exclusivamente hacia la alimentación, y la muerte incompleta, como animación orgánica a medias, que la combinación entre muerte y vida humana. El misterio del zombi es el del origen de su reanimación.
A fines de los años sesenta el cine estadounidense de segunda categoría productiva se permite congeniar en los muertos vivientes la fobia colectiva a la invasión soviética-espacial con la demonización del sujeto de la cultura del consumo, ávido y enajenado. El ingrediente argumental de la ciencia ficción explica en muchos casos el origen extraterrestre del virus que levanta a los muertos y lo desarrolla a través del motivo biológico actual de la pandemia por contacto orgánico, en este caso por la mordedura de esta especie de hombre-fiera[3]. El derrotero filosófico, biopolítico, del irremediable fin de las inmunidades, ampliará el drama audiovisual del contagio hacia el plano de lo social, lo cultural y lo informático. En el contexto de la más alta tensión bélica atómica entre el bloque capitalista y el comunista, las imaginaciones apocalípticas reavivan el pensamiento de las masas expuestas, a su desaparición, por ejemplo, en El Hombre Omega (Sagal, 1971), donde la condición irónicamente ideal del último hombre se afirma tanto por la desaparición súbita de la humanidad como por su plena disponibilidad de los productos de consumo, o en El planeta de los simios (Schaffner, 1968), donde se formula la distopía involucionista de la civilización humana reemplazada por la de los simios. En todos los casos la exposición de las masas, exposición como presentación tópica y riesgo, constituye una inquietud regresiva, de ahí su contacto analógico con lo animal. La involución hasta el animal irracional, que comporta culturalmente la sostenida serie cinematográfica argumental del zombi, está determinada por el hambre caníbal, precisamente antropófaga.
Las imágenes del hambre están presentes en los medios de comunicación de masas que consume el primer mundo a fines de esa década, provienen de los reportajes fotográficos sobre las hambrunas de la guerra entre Biafra y Nigeria (1967-1970), y de la guerra de Vietnam (1955-1975). Tales imágenes, que forman parte de las aprehensiones occidentales, particularmente estadounidenses por el Tercer Mundo, y que, en el Nuevo Cine Latinoamericano, contemporáneo a la génesis fílmica de los zombis, constituyen la evidencia del hambre[4] como condición de originalidad estética e ideológica del sub continente refractario al colonialismo, son resignificadas en el régimen del espectáculo y en el de la propaganda política revolucionaria. Para una y otra intención retórica la corporeización exhibitiva de los seres humanos individuales y la figuración de las masas, implica una atracción y una aversión controladas según distancias y duraciones estéticas.
El pensamiento del hambre, que inauguraba el siglo XX europeo con la novela Hambre (1890) del Nobel noruego Knut Hamsun y luego con el relato Un artista del hambre (1922) de Kafka, se expresaba coexistiendo con la sobreabundancia de comida, y en un régimen de artistas asalariados o de artistas allegados al negocio de la prensa. El hambre y su contrario ya eran productos del control de lo real. A fines de los sesenta en Estados Unidos el interés por las imágenes del hambre en el tercer mundo y la fantasía del zombi coinciden con la escena plástica del Arte Pop que piensa el consumo jerarquizado del mercado de los alimentos y los efectos corporales de esa determinación social como un estigma cultural.
La estandarización de los productos de consumo incluye en el Arte Pop la imagen de la comida chatarra misma y del cuerpo deformado por su ingestión desmedida. El cuerpo de la afamada Lady Supermarket (1969) de Duane Hanson es correspondiente a las hamburguesas[5] y pasteles monumentales y desinflados como sillones baratos de cuero sintético de Claes Oldenburg. En el primer mundo de fines de los sesenta, a la inversa de lo que pasaba en América Latina, África y parte de Asia, la obesidad era la marca corporal de la pobreza, la avidez de comida que justifica el carro de supermercado rebosante era la compensación de la ropa barata de la mujer y de su vulgaridad que los tubos para rizar el pelo no podían resolver. El tamaño natural de la obra y su hiperrealismo con materias sintéticas operaban como una prueba material objetiva, de nuestra coexistencia o identidad con ese tipo de personaje señalado por el estatuto de lo residual. En el circuito iconográfico que conecta la prensa gráfica, la televisión y las artes visuales mediante un itinerario de mímesis, banalización y resemantización, las fotografías de los hambrientos de Biafra, nutren con objetivos políticos diversos los modelos de Oldenburg, Hanson y la invención inagotable del zombi de George A. Romero.
Ahora bien, la imagen de la masa de los muertos es anterior a los tópicos iconográficos y argumentales de los cuerpos hambrientos o de los cuerpos sobrealimentados contemporáneos. En Masa y Poder Elias Canetti (2007) plantea que toda masa, como forma arcaica o constante social de fundamento antropológico, se piensa como relativa a otra antagónica, por ejemplo, a la masa de guerra, a la masa que detenta el poder que se disputa, pero también a esa masa refleja que siempre supera en número a la propia y que atrae irremediablemente, la masa de los muertos:
En todo lo que sucede en torno a los que se mueren y de los muertos, es importante la idea de que en el más allá actúa una cantidad mucho mayor de espíritus, entre los que al fin encontrará cobijo el difunto. El lado vivo no entrega de buen grado a sus integrantes. Su pérdida lo debilita y cuando se trata de un hombre en plenitud de sus facultades, se la acusa como especialmente dolorosa por la gente. Se resisten a ello lo mejor que pueden, pero saben que su resistencia no les sirve de mucho. La masa a la que se enfrenta es más fuerte y numerosa y el hombre es atraído hacia ella (Canetti 74)
Un hambre no corporal sino metafísica es la que caracteriza a los muertos que envidian la vida de los vivos y que por eso quieren arrebatarlos a su mundo de sombras. De acuerdo a esta sicología de los muertos de Canetti los sobrevivientes irritan a los muertos:
Cada muerto es pues alguien que ha sido sobrevivido […] Porque los mismos hombres que tienen razones para lamentarse son también supervivientes. Como portadores de una pérdida se lamentan; como supervivientes, experimentan una especie de satisfacción. Por lo común no confesarán este sentimiento indebido. Pero sí saben muy bien qué es lo que siente el muerto. Él tiene que odiarlos, porque ellos tienen la vida que él ya no tiene. Piden que vuelva su alma para convencerle de que no deseaban la muerte (Canetti 311).
Esta odiosa economía de la envidia entre vivos y muertos justifica infinidad de representaciones plásticas donde la muerte, que es al mismo tiempo un lugar, el de la muerte, y el muerto, un ejército de muertos, el esqueleto, ese hombre residual más tolerable a la vista que aquel en estado de descomposición, es un destino ontológico, pero también un castigo. En tiempos de miedo al juicio de dios, a su castigo, tiempos de la afirmación providencialista del devenir colectivo, los ejércitos de esqueletos son lo más parecido a las hordas de zombis, por su masividad y por su intención de imponerle a los vivos una muerte que es lo bastante dinámica como para conducirse hasta el reino de la muerte, o como para integrar un ejército.
En el enorme cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, El triunfo de la muerte, de 1562, los ejércitos de esqueletos conducen violentamente a los vivos a la muerte. Los accesos a ese sitio son cuevas en laderas yermas de un paisaje costero: en el horizonte, un cilindro como una torre por cuya apertura superior ingresan comprimidos los vivos, y un túnel artificial que tiene más de ataúd gigante que de cueva, por su forma de cajón y por una cruz pintada en su superficie. Las huestes de la muerte trabajan coordinadamente, conducen a los condenados presionándolos con escudos, hiriéndolos con espadas, guadañas y lanzas, y en el paisaje apocalíptico que dominan las multitudes se dan el tiempo de recordar que la muerte es también un acontecimiento individual. Algunos esqueletos operarios arrojan a los vivos al agua para que se ahoguen, otros, con sus rodillas descarnadas los retienen en el suelo y los degüellan con puñales y espadas, más al fondo, cerca de la playa, las figuras de hueso contemplan con gravedad a los ahorcados, los cuelgan y descuelgan. Aunque pavorosa, la invasión de los muertos en Brueghel no es caótica y su actividad es absoluta, sistemática, adecuada a la caracterización dramática e iconográfica de una determinación existencial.
En el mundo cinematográfico de los zombis, ya sea en La noche de los muertos vivientes de George A. Romero, en sus secuelas, desde El amanecer de los muertos (1978) hasta La reencarnación de los muertos (2009)[6], hasta Guerra Mundial Z, de Marc Forster (2013), la irrupción patológica, escatológica de los no-muertos, a pesar de su globalidad, se expresa como un caos. Al componente mitológico, religioso, socio económico de esta imaginación, hay que agregar el político. Los zombis permiten ensayar en el plano inocuo de la ficción cinematográfica, una resemantización fantástica de las imágenes mediáticas de las reacciones subversivas de las poblaciones reprimidas por la autoridad en el mundo desarrollado y subdesarrollado, reacciones de turbas desocupadas, de masas de minorías raciales, de inmigrantes desesperados, dueñas provisionalmente de las calles diurnas y nocturnas deslumbradas por los fuegos de los incendios y las barricadas. En ese sentido La noche de los muertos vivientes es también la noche de la turba de saqueo.
La transformación de la revuelta contemporánea en una fantasía necrológica de causalidad imposible, y antes, la traducción estética del fundamento político y la figura contingente del hambre en un drama necrófilo, permiten sostener que un cierto conservadurismo, una reacción cultural, anida en la poética del zombi. Un buen ejemplo de esa doctrina que en el cine de Hollywood se manifiesta demonizando a los pueblos paradigmáticamente antagónicos a Estados Unidos, se expresa en Guerra Mundial Z donde la pandemia del zombi surge de los laboratorios militares de Corea del Norte, eventualmente como una descontrolada arma biológica. En el filme, que se caracteriza porque los no-muertos corren a velocidades vertiginosas, tan desmesuradas como su ferocidad, innovación esta del espectáculo cinematográfico fundada sólo en la simpleza de la relación perfectamente proporcional entre hambre y velocidad, las hordas de zombis rodean las murallas de Jerusalén y construyen, unos sobre otros, torres de asalto, escalas humanas para invadir la ciudad santa. La disputa de Jerusalén, la amenaza circundante a la ciudad judía, el muro de segregación y el control interior de la ciudad provisionalmente inmune por el ejército israelita, permite pensar la analogía entre la masa de zombi y la masa de palestinos, de árabes en escenarios como la Franja de Gaza.
No hay en estas pesadillas fílmicas, como hay en los relatos míticos, un lugar para la muerte, un reino de los muertos, un límite, pero sí hay conjeturas argumentales sobre el origen de esta enfermedad de la muerte, de la muerte incompleta. En Yo anduve con un zombi (1943) de Jacques Tourneur, la coexistencia del melodrama de blancos colonos con africanos que practican y padecen el vudú asimila la cinematográfica isla de San Esteban a Haití. En La noche de los muertos vivientes los informes radiales especulan que el fenómeno mundial de los resucitados antropófagos podría deberse a un agente extraterrestre, a un virus venido en un satélite desde Venus. La verosimilitud histórica, la fantasía científica o la parodia geopolítica administran las sublimaciones cinematográficas de los tabú conjuntos de no morir y de comer hombres. Sea cuál sea la tierra de origen de estos males es un sitio nefasto y los vivos, los sanos, los sobrevivientes, no tienen otra posibilidad que la inmunidad, del propio cuerpo y del espacio vital. El patrón ideológico de la inmunidad y la figura de la casa-cuerpo exige variaciones cuando el espectáculo de las tecnologías se infiltra en su matriz argumental.
En Guerra Total Z el sueño de la inmunidad es el sueño de la insularidad, de una isla tecnológica. Eso es la flota de barcos militares donde conducen a los estadounidenses sanos, libres del mal de los muertos furiosos, particularmente donde llevan al personaje que interpreta Brad Pitt, a su mujer y a sus dos hijos. Desde el Génesis el lugar de la técnica es la sede del mal, en ese sentido la isla tecnológica no es un paraíso estable. Si el protagonista, un guerrero de elite, se niega a entrar en el corazón de la muerte, en Corea del Norte, para encontrar el origen de la enfermedad, él y su familia serán expulsados del edén, del refugio naval. La escena ya comentada del muro de Jerusalén, especie de anillo santo vencido por los muertos, o aquella otra, la más intensa del filme de Foster, la del súbito brote de muertos vivientes en un avión comercial, son exaltaciones por defecto de la isla flotante, del barco fortaleza como reserva de civilización, ecos de Daniel Defoe, Julio Verne, H.G. Welles, de William Golding. Al pensamiento del hogar lo asedia la muerte. Ya dijimos que se trata de la relatividad y de la dialéctica entre dos hogares, dos mundos.
Otra dialéctica neurálgica en este sistema es la de comer y hablar. Los zombis no hablan porque no son inteligentes. Su movilidad, confundida con ese saber encontrar el camino de los vivos, es algo así como un instinto de supervivencia, el paradojal instinto de supervivencia de los muertos, una inercia literal, nunca la expresión de una voluntad. Pero lo cierto es que los muertos vivientes no hablan y devoran, callan, gimen, gruñen y muerden. No hablan porque su boca está ocupada por la tarea de los dientes. No es un asunto de modales, es un asunto orgánico, no se puede comer y hablar al mismo tiempo. Lo plantean Deleuze y Guattari en Kafka. Por una literatura menor (2001).
Al consagrarse a la articulación de los sonidos, la boca, la lengua y los dientes se desterritorializan. Hay pues una especie de disyunción entre comer y hablar; y aún más, a pesar de las apariencias, entre comer y escribir: sin duda se puede escribir comiendo, más fácilmente que hablar comiendo; pero la escritura transforma en mayor medida las palabras en cosas que pueden rivalizar con los alimentos. Disyunción entre contenido y expresión. Hablar, y sobre todo escribir, es ayunar. Kafka manifiesta una permanente obsesión por los alimentos, y por el alimento por excelencia que es el animal o la carne, y por el carnicero, y por los dientes, grandes dientes, sucios o dorados (Deleuze y Guattari 33).
Deleuze y Guattari se refieren a la dialéctica entre comer y hablar que afecta a ciertos animales en los relatos de Kafka. En Informe para una academia (1920) e Investigaciones de un perro (1922), un chimpancé y un perro, respectivamente, experimentan una regresión pulsional que se traduce en la objetivación crítica del modo de ser de sus respectivos pueblos, como especies para estudiar, modos de existencia que merecen ser analizados por uno de sus individuos que se aleja de su propia naturaleza a través de la investigación. El paradigma del científico es el referente de estos investigadores y la facultad de la palabra su primera o su última conquista instrumental, la reflexividad de la conciencia empírica o la consistencia nominativa y sistemática de sus ideas. La palabra, manifestación codificada de su pensamiento es también la distancia de la mundanidad orgánica, sobre todo de la forma digestiva, la del comer. La dialéctica kafkiana entre animal y persona se literaliza reflexivamente como la tensión entre comer y hablar, un esquema dramático en virtud del cual hablando el animal deja a los animales.
Pero en Kafka hay otras formas de la relación animal/hombre. En el sentido del sujeto que deviene bestia uno reconoce con nitidez los argumentos de La Metamorfosis (1912) y de El artista del hambre (1922). Casos intermedios se descubren en Josefina la cantora o el pueblo de los ratones (1924), donde el asunto de la súbita elevación animal a otra jerarquía identitaria no es exactamente a través de la palabra sino del canto, no de un canto particularmente bello, pero sí irrepetible y el único canto en ese pueblo. En el relato Chacales y árabes (1917) sólo un chacal habla, en mitad de la noche, como en un sueño, es el vocero de la jauría que rodea al protagonista y quien le pide a nombre de todo el linaje de los chacales que mate a los árabes, a quienes odian ancestralmente, que los libere de su presencia con una tijera oxidada que guardaban desde siempre para su persona. La ilusión mesiánica de las palabras del chacal toma forma como el cristal raro de las numerosas y sostenidas ilusiones de una especie que sigue aullando, comiendo carroña, y huyendo del hombre. El animal que habla o que canta o que investiga es siempre único.[7]
Frente a los muertos animalizados por la unicidad dramática de comer hombres están los muertos que hablan, unificados con los vivos por la propiedad del lenguaje. Si la muerte viviente es una enfermedad, la pérdida del juicio y la pulsión antropofágica son los correlatos morbosos del zombi cinematográfico. En cambio, la posibilidad del muerto parlante es como en los mitos, según Eliade, Cassirer, o Levi Strauss, un error metafísico, o una falla ontológica. El muerto animal es un recurso iconográfico y argumental del cine industrial, en cambio el muerto parlante es un caso más propio de la literatura. Se podrá objetar que en la filmografía del siglo también hay notables muertos parlantes, por ejemplo, la madre y los dos hijos en Los Otros (2001) de Alejandro Amenabar, trasposición de Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James. Sin embargo, descartamos el argumento puesto que en ambas versiones los difuntos, corporeizados, dinámicos, parlantes, están del lado de la muerte, sólo que no lo han advertido. Tampoco valen las alusiones a filmes de asunto espiritista, por ejemplo, Julieta de los espíritus (1965) de Fellini, donde las voces del más allá son fenómenos leves y discontinuos, incomparables al uso del habla del cazador Gracchus del cuento homónimo de Kafka o del científico Weston de la novela Perelandra, Viaje a Venus de Clive Staples Lewis.
En uno y otro caso tan importante como la propiedad de la palabra, encarnada en el modo mítico del narrador, o en el argumentativo inclemente, luciferino, del tentador, es la presencia corpórea del muerto, que cubre la distancia hasta los vivos y problematiza la manifestación somática de la voluntad porque estos relatos se refieren a entidades trasladadas por algo superior. En la imaginación literaria también los muertos vienen de lejos y quizá por lo mismo, por la lejanía que los define, pueden hablar, tienen algo que contar, tal vez en este sentido Kafka y Lewis compartan el espíritu de la tesis de Benjamin en el ensayo El Narrador (1936): “«Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo», reza el dicho popular, y se representa al narrador como alguien que viene de muy lejos” (Benjamin 61).
El Cazador Gracchus es un muerto que “hace muchísimos años” se desplaza en una barca sin timón por mares exteriores y aguas interiores, hasta que la mañana que ocupa el relato llega al puerto de Riva donde cubierto con una tela floreada es desembarcado en angarillas y trasladado hasta la casa del Alcalde a quien le confía su suerte:
Hace muchos años, deben de ser muchísimos años[8], me despeñé en la Selva Negra (eso queda en Alemania) mientras perseguía una gamuza. Desde entonces estoy muerto.
-Pero usted vive también –dijo el Alcalde.
-En cierto modo –dijo el cazador-; en cierto modo también vivo (Kafka 90).
Por ahora, más que la razón de la incertidumbre del estado existencial queremos llamar la atención sobre el traslado del muerto que desarrolla Kafka y que ocupa casi la mitad del relato. La narración como una especie de montaje cinematográfico de coexistencias presenta la actividad de diversos personajes en las inmediaciones del muelle: niños que juegan con dados, una muchacha en la fuente, un hombre que lee un diario, el tabernero que dormita. Entre esos planos figura la entrada de la barca del muerto: “Una barca se deslizaba silenciosa, como si la llevaran por encima del agua, entrando al pequeño puerto” (Kafka 88). Después se describe el descenso con las angarillas, el paseo grave por entre las casas, el acceso a la casa del alcalde por un patio, la ubicación del difunto en una habitación con cirios encendidos, el descubrimiento de su rostro (“bronceado, de barba y pelo salvajemente revueltos”), y al fin, la intimidad entre el yacente y la autoridad, entonces: “Inmediatamente, el hombre de las angarillas abrió los ojos y con una sonrisa dolorosa volvió el rostro al señor y dijo: – ¿Quién eres? Sin mayor asombro, el caballero se incorporó y contestó: -El alcalde Riva” (Kafka 90). Esta dilación de la entrada en escena del muerto-viviente-parlante, también con sensibilidad cinematográfica, mantiene correlatos fílmicos contemporáneos al texto de Kafka: la secuencia del traslado marítimo del vampiro en Nosferatu (1922) de Murnau, que Werner Herzog prolonga en su propio Nosferatu, Fantasma de la noche (1979), y para conectar con nuestro propio imaginario, la larga secuencia fílmica del traslado en 1910, en barco, carroza, tren y carroza otra vez, del cadáver del Presidente de Chile Pedro Montt desde Bremen a Valparaíso y a Santiago en la actualidad cinematográfica Los funerales del Presidente Montt (1911).
Aunque la antigüedad y dispersión de esa imagen del viaje funerario afirma su carácter arquetípico, también pertenece a una poética específica de Kafka. El viaje o el traslado del muerto kafkiano, que corresponde a la forma del que no sabe completar su traslado ultraterreno, llegar a la tierra de los muertos, que equivocó el camino, o el procedimiento, o la regla, es parte de sus argumentos de frustración de la voluntad ante la hostilidad de la ley, argumentos del relato Ante la ley (1919) o de las novelas América (1912), El Proceso (1925) y El Castillo (1926), entre otros, donde la analogía entre existencia y reglamentación luce por un desajuste. Esta incapacidad del personaje de completar la muerte, y de concluir las fatigosas y solitarias tareas de una vida prolongada, recuerda la condena del personaje de la leyenda del “Judío Errante”, Ahasvero, condena de errar hasta la Parusía, hasta la escatológica vuelta de Cristo, sin embargo, en la fórmula del relato se expresa con una simpleza que esquiva la leyenda:
-Mi barca mortuoria equivocó el viaje, un falso movimiento del timón, un momento de distracción del conductor, un rodeo a través de mi patria extraordinariamente bella, no sé qué fue, sólo sé que permanecí en la tierra y que desde entonces mi barca surca las aguas terrenales. Así, yo, el que sólo quiso vivir en sus montañas, viajó por todos los países de la tierra.
– ¿Y no tiene un lugar en el más allá? –preguntó el alcalde arrugando la frente.
-Siempre estoy en la gran escalera que conduce hacia arriba –contestó el cazador-. En esta escalinata infinitamente amplia estoy siempre en movimiento hacia arriba, hacia abajo, a derecha, a izquierda, siempre. El cazador se volvió mariposa. No se ría. (Kafka 91).
En la técnica narrativa de Kafka, en las constelaciones figurativas que surgen de sus descripciones, la dilatada marcha fúnebre inicial es una cifra dramática e iconográfica de la navegación sin fin del muerto viviente. El relato del muerto, de su singular periplo existencial contiene la inquietante evidencia de la ignorancia. El privilegio de la recepción por la máxima autoridad que le brinda Riva al Cazador Gracchus no es correspondida con una revelación trascendental, con la gracia de una información sobre el porvenir, apenas corresponde al conmovedor relato de su doble infortunio de muerto, de matarse en una cacería y perder el camino a la muerte. El efecto dramático del personaje es más la pena, la conmiseración, que el temor.
La novela de Lewis también relaciona al muerto parlante con el traslado espacial como un efecto del destino. Perelandra: un viaje a Venus, es la segunda parte de la Trilogía Cósmica, la precede Más allá del Planeta Silencioso (1938) y le sigue Esa horrible fortaleza (1945). En las dos primeras el filólogo, Ransom, alter ego del autor, Clives Lewis, agente del bien, y Weston, un físico reputado, agente del mal, son trasladados a Marte y a Venus con el propósito de incidir en el devenir trascendental de esos mundos. En estos relatos, que como en el Génesis, se presenta el drama del enfrentamiento entre la ley de dios, el orden, y la libertad de sus creaturas, la divinidad suprema es Maleldil y los Eldiles son los ángeles. Entre ellos también hay un Lucifer, el “Eldil caído” que directamente o a través de agentes procura sabotear la armonía original de “Perelandra”, Venus en lengua cósmica, corromper la vida en “Thulcandra”, la Tierra, y precipitar a la extinción a los seres de “Malacandra”, Marte.
En el primer relato Weston, oficiante inconsciente del Eldil caído, rapta a Ransom y lo traslada en una nave de energía solar hasta Malacandra para incorporarlo como víctima sacrificial en un plan de apropiación de las riquezas de oro del planeta que precede a otro de invasión terrícola. Sin embargo, el filólogo logra huir, por su especialidad filológica consigue dominar las lenguas del planeta, entabla relación con las diversas razas y es contactado por los eldiles virtuosos y acogido por el gobernante celestial de Malacandra, Oyarsa. Estos pormenores argumentales son relevantes porque permiten comprender la metamorfosis de Weston desde la primera a la segunda novela como el tránsito de una figura del mal mundano a la de un mal mitológico o metafísico.
Perelandra, un planeta casi completamente acuático donde sus criaturas habitan islas flotantes, vive su tiempo edénico, hay una Eva y un Adán expuestos a reproducir el drama del paraíso terrenal. Si en la primera parte de la trilogía el viaje de Weston, con Ransom secuestrado, es posible por su inventiva técnica, por su alto dominio de la física, por una razón instrumental sin límites éticos, en Perelandra, la voluntad de traslado desde la Tierra a Venus, la intromisión, es por obra del Eldil caído quien quiere tentar a la Eva venusina, la “Dama Verde” a través del físico Weston, mediante un asedio de palabras, un asalto monológico destinado a que esta hembra arcaica desobedezca a Maleldil, a Dios, y por lo mismo descubra su libertad, la correlativa posibilidad de ser, y caiga con ello en su propia conciencia.
Las palabras del filósofo Rüdiger Safranski en El mal o el drama de la libertad (2013), referidas al sentido de la transgresión original, perfilan el sentido analógico del drama de Lewis, un cristiano converso:
En la historia del pecado original somos testigos del nacimiento del “no”, del espíritu de la negación. La prohibición de Dios fue el primer “no” en la historia del mundo. El nacimiento del no y el de la libertad están estrechamente anudados. Con el primer “no” divino como agasajo a la libertad humana, entra en el mundo algo funestamente nuevo. Pues ahora el hombre también puede decir “no”. Dice “no” a la prohibición, la pasa completamente por alto. La consecuencia será que él también pueda decirse “no” a sí mismo (Safranski 26).
Hay que decir que la inventiva de Lewis es más gráfica o más sintética que la del Génesis puesto que conjuga la parte diabólica, la que persigue “escindir” al Hombre de Dios, con la muerte, el efecto mayor de la negación de la prohibición divina.
El físico Weston no está plenamente vivo, en la perspectiva de Ransom, quien también es puesto en Venus para contrarrestar con su palabra la influencia del mal sobre la Dama Verde, el filólogo advierte progresivamente los síntomas de mortificación en el científico. Si el efecto final del mal es introducir la muerte en Perelandra entonces su emisario Weston es quien primero la despliega sobre sí y luego la difunde ontológicamente mientras desarrolla su actividad lógica, de palabra y de palabra argumentativa torcidas. Antes de acometer al asedio retórico a la hembra primigenia de Venus, Weston y Ransom protagonizan un largo diálogo sobre sus propósitos, en éste el físico describe progresivamente su identificación disparatada con lo trascendente, revela que a través del fenómeno de la “conducción” ha sido convertido en un “recipiente” que acoge saberes como el de la lengua cósmica. Desde esa imagen paródica del Emisario, que es más bien la de la reificación del agente divino, Weston salta a la de la apoteosis, entonces, en un arranque de furia señala:
Idiota- dijo Weston. La voz era casi un aullido […] Mientras yo sea el conductor del empuje central hacia adelante del universo, yo soy Él. ¿No lo entiendes pedazo de idiota cohibido y escrupuloso? Yo soy el Universo. Yo, Weston, soy el Dios y el Diablo del que tú hablas. Convoco esa fuerza en mí totalmente… (Lewis 133).
A pesar de la declaración, que incorpora en el drama de Lewis el tópico genético de la infatuación, de la hybris trágica, la actividad de confusión que despliega Weston en la Dama Verde es más propia de un muerto animado por un dios que de un hombre. Las impresiones de Ransom confirman ese cambio, dice, sucesivamente “la voz del rostro de Weston habló súbitamente”, “dijo la boca de Weston”, “dijo el cuerpo de Weston”, “dijo la boca cadavérica de Weston”. La insistencia infatigable de este “Antihombre”, según la denominación concluyente de Ransom, en que la mujer desobedezca la orden de Maleldil de vivir en tierra firme, implica la convocatoria de la muerte, como castigo, pero como parte de las negaciones que contiene la libertad. La mujer primigenia de Venus reconoce como anomalía esa intención del habla:
-Me pregunto si toda la gente de tu mundo tiene la costumbre de hablar sobre la misma cosa más de una vez –decía la voz de la mujer-. Ya te he dicho que nos está prohibido vivir sobre la Tierra Fija. ¿por qué no hablas de otra cosa o dejas de hablar?
-Porque es una prohibición muy extraña- dijo la voz del hombre-. Y tan distinta a los modos de maleldil en mi mundo. Y él no te ha prohibido pensar en vivir en la Tierra Fija.
-Eso sí que sería extraño: pensar en lo que nunca ocurrirá […]
-El mundo no está hecho sólo de lo que es, sino también de lo que podría ser (Lewis 143).
Mal y muerte se expresan dramáticamente combinados en esta particular imaginación literaria como la producción de la finitud, la conversión cadavérica del cuerpo, pero también la práctica de matar y hacer sufrir.
Desde que aparece Weston en Perelandra-Venus ya no tiene el aspecto que le conocía Ransom en la Tierra-Thulcandra o en Malacandra-Marte, la síntesis de todos los juicios sobre esa nueva apariencia se encuentra en la de la falta de expresión del rostro, en la des-animación facial cuyo correlato de habla es la monotonía y su insistencia mecánica. Pero la plenitud de la muerte corporal del personaje y el carácter posesivo, invasivo del discurso trascendental corruptor, se expresa como el ataque final de una enfermedad cuya fuente no es un órgano interior sino un agente exterior remoto, incierto pero efectivo.
Como en los filmes de zombi donde es importante ver la muerte plena que sigue a la mordida y la reapertura de los ojos inexpresivos de la muerte incompleta del muerto-viviente, o en El cazador Gracchus donde es dramática y estéticamente decisivo ver tanto su horizontalidad y amortajamiento inconfundible de muerto como la apertura de sus ojos y el acceso a la palabra, en Perelandra es tan necesario ver morir a Weston como verlo reanimándose en la forma de un cuerpo cuya expresión se ha reducido a la actividad mecánica de la boca, que no alcanza a ser órgano de modulación sino sólo el parlante de un discurso inhumano. Este vuelco ocurre precisamente cuando a la violenta declaración del Universo, Dios y el Diablo en sí mismo, expresada por Weston, le sigue un estertor de muerte que describe Ransom:
Entonces comenzaron a pasar cosas terribles. Un espasmo como el que precede a un vómito agónico retorció el rostro de Weston volviéndolo irreconocible. Cuando pasó, durante un segundo algo parecido a Weston reapareció, el antiguo Weston, con ojos aterrorizados y aullando “¡Ransom, Ransom! por el amor de Dios no los dejes…”, y de inmediato el cuerpo giró sobre sí mismo como si lo hubiera golpeado la bala de un revólver, cayó a tierra y se quedó allí babeando, entrechocando los dientes y agarrando el musgo a puñados (Lewis 133).
Esta usurpación definitiva del cuerpo por el Mal se expresa como una inversión de los endemoniados evangélicos, en este caso el alma de la víctima se precipita expresivamente hacia el interior, es ella la que habla perdida en una dimensión de la que su cuerpo es la puerta hasta que en el modo diabólico habitual surge la voz de la confusión. Pese a estas variaciones la iconografía teológica de Lewis conserva notas de una caracterización demoníaca de la naturaleza, o de una zoomorfización del mal, cuando Ransom describe al Weston residual, cadáver parlante, vocero de herejías, como la fiera que masca el gollete de vidrio de la botella con la que el protagonista quiere auxiliarlo con agua durante su ataque, o cuando en una pausa de la tortura retórica a la Dama Verde lo descubre aullando como un perro. Así es como, pese a la comisión teológica de este muerto parlante, y a la sustitución de la función digestiva de la boca por la función superior del habla, el Weston de Lewis comparte con los zombis de las diversas fantasías descritas rasgos elocuentes de animalidad silvestre y doméstica.
En cuanto a la inquietud de si estas correspondencias estéticas tienen más que el sello de una poética autoral y guardan relación con imágenes exteriores, no hay certezas sobre eventuales influencias de los respectivos climas de época o de las imágenes históricas contingentes en las fantasías tanatológicas de Kafka y de Lewis. Sin embargo es posible especular sobre las figuraciones del muerto parlante y dinámico si consideramos que El Cazador Gracchus fue escrito durante la Gran Guerra y Perelandra a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Aunque poéticamente melancólica en el caso de Kafka y espantosa en el de Lewis la facultad de hablar de los muertos, de relatar su propio deceso o de producir la muerte a través de una intervención metafísica, niegan la evidencia de millones de muertos que no tienen nada que decirles a los sobrevivientes de 1919 o de 1945. La capacidad fotográfica o cinematográfica de testificar con rigor técnico la medida y el estado de los difuntos por estas grandes conflagraciones choca contra la frustración de no poder reanimarlos, de no poder darles voz desde su forma exterior o su sitio interior.
Benjamin en su bello ensayo El narrador, de 1936, advierte como una impresión actual pero también como una admonición, que en el mundo contemporáneo la narración es reemplazada por la información, que los soldados de la Gran Guerra volvieron a casa sin nada que contar, sin poder contar nada, diría Ranciere, a pesar de que regresaron de aquel lugar donde lo único que no cambió fue la forma de las nubes. Jean Louis Comolli en Cine contra espectáculo (2011) conjetura que los nazis no hicieron películas del exterminio porque se dieron cuenta que el cine estaba hecho para promover masas dinámicas y no masas inertes y porque el cine estaba destinado para exaltar hasta la apoteosis la singularidad de los sujetos y no para testificar su desdibujamiento, su desfiguración. En todos los casos el pensamiento apunta que mientras más abrumadora y espectacular es la muerte real menos tiene que decir a la conciencia, y respecto a esa frustración histórica, ontológica, resulta admisible como una irritante compensación poética la posibilidad literaria de la muerte incompleta y de la palabra como índice más provocador de la subsistencia parcial.
Otra eventual variable histórica autobiográfica en la imaginación poética de estos literarios muertos incompletos es la de la religión. Elias Canetti en El otro proceso de Kafka (1969), o Deleuze y Guattari en Kafka por una literatura menor, se refieren al judaísmo del escritor como una matriz poética de figuras normativas que exponen de modo abrumador la burocracia, los deberes de la filiación e incluso las relaciones con el sexo opuesto como conjunto de determinaciones existenciales. Aunque sabemos que la figura del judío errante, ya asimilada a la del cazador Gracchus, es una demonización cristiana medieval de los judíos, ésta puede pertenecer a las sublimaciones kafkianas de la propia religión en el sentido subjetivo del tópico argumental de la exclusión del sitio trascendente, del lugar de la ley. Más aún, puede identificarse con sus dramas cartográficos-ontológicos donde los límites de los mundos físico y metafísico se desdibujan de forma inquietante, a la manera de la imagen de la invasión del imperio como en el relato Un viejo manuscrito, de 1919, o como traslados geográfico-existenciales, presentes en las novelas América y en El castillo[9], diversas formas de la Metoikesis, ese cambio-tránsito de morada (oikos) según Sócrates[10] y de acuerdo con la ampliación conceptual de Sloterdijk en El extrañamiento del mundo (1998).
La fantasía de la imposibilidad de la muerte plena o de la negación de una morada final podría ser en el escritor checo un signo poético de una crisis de fe o de la evidencia histórica de un proceso de secularización, pero seguro es una forma de exposición dramática de la necesidad contemporánea de la errancia, el fin imprevisto de nociones territoriales o el veto a espacios de sentido.
La función mesiánica sostenida del personaje Ransom en la primera y segunda novelas de Lewis, reflejo en la ciencia ficción de Aslan, el león de las Crónicas de Narnia (1950-1956), serie novelesca en clave de género maravilloso, integran el traslado y el enfrentamiento con el Mal en el sentido de la Providencia, de las misteriosas razones de Dios, las que por momento tienen ese aspecto irracional de la razón divina, que, por ejemplo, según Kierkegaard, en Temor y Temblor (1843), y proponiendo ejemplarmente las exigencias disparatadas que hace Yaveh al patriarca Abraham, constituyen la “locura de Dios” y hacen del hombre de la fe aquel que “da el salto”. En tal caso el mal, cadáver parlante, variación del Diablo del Edén y del retiro del desierto de Cristo, potencia parlante tentadora, es un desarrollo estético de una noción religiosa de Lewis, una función dramática para argumentar el sentido de la libertad y de la necesidad de Dios, razón literaria para quien, pese a su origen cristiano irlandés, pasa en su juventud desde la argumentación del ateísmo a la argumentación acerca del sentido de Cristo. Es probable que a su manera las formas de la vida y de la muerte enfrentadas sean argumentos literarios cristianos tan válidos teológicamente en La Trilogía Cósmica, o en Cartas del Diablo a su sobrino (1942), como en Argumento a favor de un cristianismo (1942).
Ahora bien, en Perelandra las figuras angélicas de los eldiles y diabólicas del Eldil caido, son hipotéticamente figuras divinas, aunque sus facultades las califican como entidades metafísicas, bien podrían llamarse criaturas extraterrestres, alienígenas, seres cósmicos. Este escenario que es posible en conformidad a todos los componentes que permiten integrar a la novela al sistema de la ciencia ficción contemporánea, no es una desviación secularizante del drama cristiano del Bien y el Mal, pero sí puede ser una operación de distanciamiento de los elementos dramáticos arcaicos, míticos del relato paradigmático en consecuencia con la abrumadora amplitud de la crisis de los valores del humanismo y de la contemporánea sistematización técnica del exterminio de hombres y pueblos.
Casi en el final, una última advertencia estética sobre el examen de las identidades dramáticas e iconográficas entre los muertos parlantes de estas obras literarias y el prototípico modelo cinematográfico de la invasión del zombi: la prioridad iconográfica y dramática del asentamiento elemental de la muerte imperfecta, devoradora o parlante, la sede natural de su manifestación: agua, tierra, aire, fuego.
En la creación cinematográfica, tanto como en la literaria, el origen ambiental, el medio de surgimiento, de la anomalía existencial define una poética de los elementos de carácter axiológica. En la imaginación mitológica como su precedente el Bien, o las formas de Dios, se identifican con el aire, con el éter, pero también con el agua: en el origen el Espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas. Y el mal, dotado de la palabra, del argumento, y causante de todos los déficits ontológicos del ser Hombre, pertenece a la tierra, se arrastra, y aunque comparte con el hombre la comunidad del barro, las piernas del animal semejante a Dios lo elevan, aunque sea parcialmente hacia el cielo y le otorgan un dinamismo que contiene provisionalmente la suspensión en el aire.
Sin pretender agotar las formas míticas de las relaciones entre el Bien, el Mal y los elementos primigenios, basta señalar que los relatos literarios de los muertos parlantes privilegian como medio dramático el agua, aguas oceánicas de Venus, aguas interiores continentales en el Cazador Gracchus, podemos imaginar el Rhin, el Lago Constanza, puesto que el condenado afirma haber muerto en la Selva Negra, pero la referencia al puerto de Riva hace pensar en aguas marinas, en el mediterráneo. Es obvio que la geografía de Kafka es poética, vagamente referencial, pero las posibilidades de los dos órdenes de aguas navegables justamente en virtud de su inverosimilitud indican que la navegación es metafísica, y que su concepción ilimitada torna el medio transicional del drama entre la vida y la muerte como una estancia sin acceso al plano ulterior. En Perelandra la incitación a la desobediencia a Dios, al Gran Eldil, que propone Weston, el cadáver parlante, el Anti-Hombre a la Dama Verde, consiste específicamente en transgredir la norma de no dormir en tierra firme, en ignorar el mandato de vivir regularmente en las islas flotantes, formaciones insulares de vegetales que ascienden y descienden según el oleaje de Venus. El tiempo edénico privilegia la vida acuática que se define según la descripción de Lewis por su movilidad, levedad y cambio. Frente a ello la rigidez de la criatura monstruosa, sin expresión facial, habitado por un discurso de infatuación, es coherente con la tentación de reemplazar la movilidad del agua por la fijación de la tierra. No podemos identificar variables históricas contingentes en esta identidad simbólica, y la condición británica, insular de Lewis, y el refuerzo aflictivo que el hostigamiento alemán hace en 1941 de esa situación de isla, no puede clarificar la imaginación axiológica de islas flotantes e islas fijas.
El elemento del zombi devorador, de acuerdo al corpus cinematográfico atendido, es el terrestre. En la forma paradigmática de Romero o en la caricaturesca de John Landis, el muerto viviente proviene de los cementerios, su aparición se relaciona con la mano descarnada o el cráneo desgreñado que asoma de la lápida, de un sitio subterráneo donde la transición corporal degradante, viscosa hacia la tierra ha sido interrumpida por la enfermedad de la vida como hambre infernal. El surgimiento del zombi del túmulo de tierra hay que relacionarlo con aquellas conjeturas propuestas por los antropólogos de la muerte Phillipe Aries o Edgar Morin relativas a que la lápida o el túmulo, más que ser hitos indicativos de un entierro, son recursos para contener al muerto bajo tierra, para que no se escape. Pero la tierra es el elemento poético del zombi, no sólo porque plantee desde la figura dramática de un medio que no contiene a la muerte la posibilidad de la consideración ontológica de la muerte como hecho absoluto, de la necesidad de su ocurrencia plena, sino que también porque la movilidad desgarbada pero siempre aterradora del muerto-viviente, lentísima o veloz según la historia, requiere de suelo, de tierra firme.
En El libro contra la muerte de Canetti encontramos confirmaciones proverbiales de todas nuestras hipótesis estéticas sobre la obstinación de los muertos: “para unos la muerte es un mar; para otros, dura como una roca” (Canetti 54).
Bibliografía
Benjamin, Walter. El narrador. Santiago: Metales pesados. 2008.
Canetti, Elias. El libro contra la muerte. Barcelona: Galaxia Gutenberg. 2017.
Canetti, Elias. Masa y poder. Madrid: Alianza. 2007.
Comolli, Jean, Louis. Cine contra espectáculo. Buenos Aires: Manantial. 2010.
Deleuze, Gilles, y Guattari, Felix. Kafka, por una literatura menor. México: Era. 1999.
Kafka, Franz. “El cazador Gracchus” . La muralla china. Buenos Aires: Emecé. 1962.
Lewis, C.S. Perelandra. Un viaje a Venus. Buenos Aires: Minotauro. 2006.
Safranski, Rüdiger. El mal o el drama de la libertad. Buenos Aires: Tusquets. 2014.
Por Pablo Corro
[1] Parte del libro de relatos La muralla china, publicado de manera póstuma en 1931.
[2] Otra forma de figurar el estar en el medio como en el ánimo o como está el animal en el mundo “como el agua en el agua”, según la imagen de Georges Bataille en Teoría de la Religión (1973). La euforia puede ser una forma del estar que incluye una variación en el medio.
[3] No es la bestia humana, como tipificación criminal, que interesa a Foucault en Los anormales (1975), lo que estamos describiendo, aunque la sacralidad de la ley y su desorden tengan que ver con este hombre-fiera. Al menos en la literatura es siempre la distorsión pre-científica o mítica de la que surgen hombres animales, mezclas desafortunadas en la novela La isla de las almas perdidas (1896) de Herbert George Welles, o producto de la magia en el cuento Los hombres fiera de Roberto Arlt, parte de El criador de Gorilas (1941). La fiereza de nuestros personajes convoca acaso injusta, patológicamente, la imagen de la animalidad por su inagotable, desesperada voracidad, por esa voracidad paradojal que sólo masca, que entraña una voluntad orgánica más esencial, la del contagio.
[4]Estética del Hambre, manifiesto propuesto en 1965 por el cineasta del grupo cinema novo Glauber Rocha es referencial como discurso programático, literal y simbólico de acción audiovisual en el que se enfrentan el hambre brasileña de alimento y el hambre brasileño de visibilidad cultural.
[5] Por ejemplo, Soft sculpture, 1962.
[6] Entre ambas, El día de los muertos (1985) y La tierra de los muertos (2005).
[7] Otro asunto es en Kafka el del animal único. El relato más nítido en este sentido argumental e ideológico es Una Cruza (1919).
[8] “Hace mil quinientos años”, precisa el propio personaje en un breve texto posterior al relato en cuestión denominado simplemente Fragmento para El cazador Gracchus integrado también contemporáneamente a la antología La Muralla china.
[9] Ambas publicadas de manera póstuma, en 1927 y 1926 respectivamente.
[10] Como acontecimiento del alma en el diálogo de la muerte de Sócrates El Fedón.