Fue el 19 de octubre del 2019 cuando descubrimos que Chile no volvería a ser el mismo, porque nosotros ya no éramos los mismos. Fue a eso de las 17:00 horas del mismo día cuando entendimos que de la contingencia no se debe ser espectador, se debe vivir.
El recuerdo de aquella tarde, no tan lejana, me transporta al metro Zapadores, rodeado de personas que se manifestaban contra el alza del Metro de Santiago. Allí las banderas chilenas y del pueblo mapuche abundaban, las cacerolas sonando, los improperios y gritos contra el presidente también. Pancartas y lienzos con frases como “Renuncia Piñera” eran vistos en las cuatro esquinas de Avenida Zapadores con Recoleta, todo ello en contra del sistema que el gobierno adoptó y cementó en la injusticia.
Recuerdo que percibíamos el sentimiento de enojo común, pero ello significaba el inicio de una unión que el sistema no podría quebrantar y nosotros lo sabíamos, porque ya nos habíamos encontrado y no nos alejaríamos otra vez. Fueron aproximadamente dos horas de concentración, hasta que llegó la policía. Los gritos aumentaron y las banderas comenzaron a desaparecer rápidamente, quisimos mantenernos más tiempo, sin embargo, nuestros ojos y garganta ya no aguantaban el tóxico gas lacrimógeno.
Cuando la gente del barrio comenzó a dispersarse para evitar a la policía, me di cuenta de que la mayoría de ellos eran niños y personas de la tercera edad, personas características que se han visto violentadas por este sistema que abandona al adulto mayor e ignora los derechos de la infancia y ahí, en Recoleta, el asunto no variaba. Las persecuciones y las bombas lacrimógenas se prolongaron por una hora, mientras sólo nos quedaba compartir nuestros limones y escondernos entre pasajes lejanos a la avenida, pues ya no podíamos volver al metro, inundado de vulneración.
Aquella tarde nuestro retorno a casa fue duro, sentíamos el peso de la injusticia sobre los hombros y el desagradable ruido de los helicópteros policiales, pero nuestra unión nos reconfortaba a ratos, podíamos imaginar el gran telar de sociedad justa y digna que estábamos hilando en conjunto.
Con todo, la televisión nos espantaba, la idea de “Chile está en guerra”, los chalecos amarillos, los anuncios del presidente, el toque de queda y la censura se apoderaba de las pantallas. Sin embargo, fuimos fuertes, pues en nuestras comunidades sacamos a la luz aquellos olvidados pedacitos de un pueblo unido por la sangre, idea olvidada que recobró en dicha tarde sentido y firmeza. El pueblo no daña al pueblo, el pueblo construye con el pueblo. Sin el pueblo, el telar no se termina.
En esas cuatro esquinas de Recoleta evidenciamos que no estábamos en guerra; que mi par no me hará daño, porque somos iguales; que existen otras maneras de informarnos, como la calle. En esas cuatro esquinas vivimos el reconocimiento del otro, nos dimos cuenta de que habíamos cambiado, ya no dejaríamos que nos pasaran a llevar otra vez. Nos dimos cuenta también de que las pantallas ya nos estaban cansando e intentaban cegarnos, igual que el gobierno y la policía.
Desde aquel día la rabia y unión se apoderó de nuestros cuerpos, desde aquel día no hemos parado, ya no creemos en la televisión y quizás nunca lo hicimos, porque la verdad es que mi pueblo es mi par. Mi par que busca la igualdad. Mi par que busca bienestar y reconocimiento. Mi par que busca dignidad. Mi par que buscó y obtuvo eso que la televisión nunca nos mostró de la calle: la unión sincera con su otro para la lucha.
Esto no ha acabado, la lucha permanece y he logrado entender que, si llega el humo de la lacrimógena y confunde mis sentidos, mi par evitará la mentira por mí.
Texto y fotografías por Loreto Espinoza Marchant