Durante 1925, Virginia Woolf recibe una propuesta de T.S Eliot donde se le invita a colaborar con el relanzamiento de la revista New Criterion. Woolf, imaginamos, acepta con entusiasmo el gesto del escritor, pensando ya de manera simultánea el modo y el tema de su ensayo. Con el paso del tiempo, Virginia trabaja a diario una serie de bosquejos que se alejan de su primera tarea. Cuentos, esbozos de novelas, cruzan las hojas de su máquina de escribir mientras la noche avanza, a la espera de que el sol asome en el horizonte de su pequeño Rodmell en Inglaterra. Y mientras los dedos de la escritora tejen un futuro texto, en su cabeza sigue palpitando la idea del ensayo que aún no escribe y que aún no sabe de qué tratará. Acaso, la repetición de este evento continuo se desmantela un 19 de agosto del mismo año, donde, en medio del cumpleaños de su sobrino Quentin Bell, Virginia se desmaya, cayendo dramáticamente al suelo y luego a una cama donde pasa un buen tiempo postrada. Y es precisamente a raíz de su desvanecimiento donde Woolf, presa de sus dolores de cabeza, escribe De la enfermedad, ensayo que, desde las primeras páginas, habla del acto de padecer como si de un lugar ignoto se tratara.
“Considerando lo común que es la enfermedad, el tremendo cambio espiritual que provoca (…) resulta en verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado su lugar con el amor, la batalla y los celos entre los principales temas literarios.”[1]. Evidentemente, desde una primera lectura, muchos de nosotros podríamos señalar una serie de obras que sí se hacen cargo de la enfermedad, tanto como tópico, como personaje e incluso como problema filosófico, pero lo que reclama Woolf no es precisamente que no se hable del malestar, sino que siempre se haga colocando a la afección fuera de lo que constituye a los grandes héroes de la literatura. Aquellos destinados a la gloria padecen y superan la enfermedad, pero en ningún caso pueden ser la mismísima enfermedad, como si de uña y carne se tratasen. Los malestares de la mente y el cuerpo son un otro perpetuo, un demonio que se apodera y trastorna el espíritu del ser humano.
Virginia señala que “la literatura procura sostener [,] por todos los medios [,] que se ocupa de la mente; (…) Mas lo cierto es todo lo contrario. El cuerpo interviene todo el día, toda la noche”[2]. Pensar siempre involucra un direccionar de los sentires del cuerpo, del mismo modo, la corporalidad está regida por una serie de versiones simbólicas de sí misma. Entonces ¿Cómo no hablar de la enfermedad, si es el punto cumbre donde cuerpo y espíritu se vuelven uno solo? Para Virginia, probablemente el héroe más completo es quien, poseído por la enfermedad, ahonda en ella, sacrificando su propia mente, su propio lenguaje, su propia individualidad. ¿Dónde está, entonces, la gran épica de la peste, de la podredumbre, de la muerte? Enrique Lihn, postrado en otra cama, en otro continente y en otro tiempo, responde desde su propia agonía.
Luego de ser diagnosticado de cáncer en 1988, el poeta chileno se propone articular, a lo menos, dos proyectos personales: una antología titulada Álbum de toda especie de poemas, donde Lihn hace una selección de algunos de sus textos más importantes, y Diario de muerte, una serie de poemas mortuorios que fueron escritos en su cuaderno personal, trabajo al que le dedicó los últimos tres meses de su vida. Durante los años que llevamos leyendo a Lihn, la crítica ha acuñado un término llamativo para referirse a su trabajo. “Poesía situada”, dicen los artículos, los papers acumulados bajo la sombra de sus textos, y ciertamente el concepto es esclarecedor. Óscar Galindo Villarroel, Doctor en Filología hispánica de la Universidad Complutense de Madrid, lo explica del siguiente modo: “La escritura situada parece querer conjurar el tiempo. No hay distancia casi entre el momento de la vida y el momento de la escritura, entre el momento de la enunciación y los hechos relatados.”[3], y es precisamente en Diario de muerte donde se puede apreciar esta metodología. Enrique Lihn, al filo de la vida, escribe sobre la inminente muerte que lo inunda vertiginosamente, o en otras palabras, el poeta escribe sobre y desde la enfermedad.
“La enfermedad imita a la vida. Este fenómeno se patentiza, hasta la alucinación”[4] dirá Lihn en uno de sus poemas. Para Enrique, la enfermedad es otra dimensión, otro islote de la historia donde, después de un tiempo, sujeto y realidad se difuminan hasta desaparecer, pero antes de que esto suceda, el lenguaje da cuenta del proceso de transformación destructiva al cual se está sujeto al momento de morir, como si con el delirio de la enfermedad, la vida ya no fuera como tal, sino más bien un reflejo contaminado o un espejismo fantasmagórico. Antes de la muerte, ya en territorio de los desahuciados, se deja de ser algo para ser otra cosa. La enfermedad es una especie de migración, pero con un sabor más parecido al exilio: “Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos / por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad / pero, a la larga, eso no tiene sentido”[5]. Curiosamente, para Woolf se trata de algo similar: “«Estoy en la cama con gripe» —pero [¿] qué transmite eso de la gran experiencia [?]; [explica] cómo ha cambiado de forma el mundo; los instrumentos del trabajo se distancian; los sonidos festivos son tan románticos como un tiovivo que se oye al fondo de campos muy lejanos”[6]. Para los dos escritores, cuando se está enfermo, el mundo se aleja irremediablemente. Ya no es posible mantener la misma relación de cercanía que guardábamos con el exterior. Acaso, nuestro lenguaje se debilita y por consecuencia se vuelve autorreferencial, y en los breves instantes donde se estabiliza lo suficiente como para salir, pareciera que las palabras que articula son las de un niño que descubre por primera vez de que trata la vida: “Existe, confesémoslo (y la enfermedad es el gran confesionario), una franqueza infantil en la enfermedad”[7], indica Woolf, destacando más aún los aprendizajes que podemos extraer del padecer.
Pero, ¿No hay un límite en todo esto? ¿Realmente la enfermedad es ese lugar prístino donde las cosas se conocen por su verdadero nombre? Tanto Woolf como Lihn reconocen la existencia de una muralla infranqueable. Para la escritora, el límite cognoscitivo que nos revela la enfermedad, no es signo de un final, sino de una ruta que necesita ser construida. Aún en la agonía, no es posible poner en palabras la esencia del dolor, del miedo profundo que provoca la muerte. A pesar de la claridad, de aquel infantilismo, el lenguaje sigue siendo un balbuceo que no habla de otro tema más que de lo vivo: “La vida no puede imitar a la muerte, por mucho que agonice patéticamente”[8] señala Enrique Lihn. Por tanto, para hablar del malestar, del sufrimiento, y así lograr salir de aquella “zona muda”, se hace necesario reestructurar el modo en que el ser humano se piensa a sí mismo. Woolf escribe lo siguiente: “no sólo necesitamos un lenguaje nuevo más primitivo, más sensual, más obsceno, sino una nueva jerarquía de las pasiones: hay que deponer el amor a favor de cuarenta grados de fiebre”[9]. Por lo cual, según esto, la respuesta está en la reivindicación de la enfermedad como elemento crucial del espíritu. Dentro de aquella dimensión que se desborda en sensorialidades y en corporalidades, se encuentra oculta la lengua del silencio, del dolor sin nombre. “La vida necesita muy poco del lenguaje”[10], confirma Lihn, pero al contrario, el lenguaje sí depende de la vida. La lengua, de algún modo, es una especie de cartografía de la existencia, en ella quedan registrados todos los acontecimientos del mundo. El poeta reflexiona, y escribe: “Qué otra cosa se puede decir de la muerte / que sea desde ella, no sobre ella”[11], y es en el siguiente verso donde logra hallar la respuesta: “Es una cosa sorda, muda y ciega / La antropomorfizamos en el temor de que no sea un sujeto / sino la tercera persona, no persona, ‘él’ o ‘ella’”[12].
Para Enrique Lihn, el límite es una señal de la derrota del pensamiento. Perfectamente, podríamos intercambiar la palabra que nos convoca en los versos del poeta: “nada tiene que ver la [enfermedad] con la [enfermedad] / Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas”[13]. No hay modo de hablar del sufrimiento, no hay modo de identificar el rostro del dolor. Estas son las palabras que resuenan en todos los poemas de Diario de muerte, pero no porque exista la intención de establecer una especie de pesimismo. Declarar la derrota significa también indicar la necesidad de recorrer otro camino, de forjar otra vía para la poesía.
La enfermedad, como tópico, no es interesante por su condición de antesala de la muerte, sino porque es un umbral, una especie de literatura fronteriza que nos permite fabular tanto el futuro, el presente como el pasado. El imaginario de lo vivo y lo muerto juegan en este espacio transitorio como lo harían dos niños, sin saber que aquel día era el último en que se podrían ver. El arte de la escritura condensa, de algún modo, esta misma imagen a lo largo de su historia: un punto de encuentro entre el saber y la experiencia que hemos acumulado como cultura a lo largo de los siglos, donde las ideas parecieran consolidarse mientras que otras se evaporan como si nunca hubieran existido, pero a larga, nada queda dicho de forma definitiva. Todo queda en un “ya veremos”, a la espera de lo que aún no se dice. Por esto, tanto para Woolf como para Lihn, “De 1os dos [de la enfermedad y la muerte], la imitación de la vida es el mejor espectáculo.”[14].
Por Víctor González Astudillo
[1] Virginia Woolf, De la enfermedad (Barcelona: Centellas, 2014)
[2] Ibídem.
[3] Óscar Galindo Virllarroel, «Mutaciones disciplinarias en la poesía de Enrique Lihn», Estudios Filológicos 37 (2002): pp. 225-240, https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0071-17132002003700014
[4] Enrique Lihn, Diario de muerte (Santiago: Universitaria, 1989)
[5] Ibídem.
[6] Virginia Woolf, De la enfermedad.
[7] Ibídem.
[8] Enrique Lihn, Diario de muerte.
[9] Virgínia Woolf, De la enfermedad.
[10] Enrique Lihn, Diario de muerte.
[11] Ibídem.
[12] Idem.
[13] Ibídem.
[14] Ibídem.