Cierto joven, llamado con el primer nombre de Luis que continuaba con el segundo nombre de Mario, había tenido que soportar demasiadas oscuras noches los sollozos de su anciano padre quién lloraba desconsolado por haber perdido a su primogénito e hijo favorito a manos de un vecino limítrofe que apretó su gatillo, en un momento nervioso, por allá cerca de un puerto llamado Luisa, en una isla llamada Lennox, por una guerra que nunca fue guerra, más bien, conflicto.

Los llantos del padre, llamado con el primer nombre de Claudio que continuaba con el segundo nombre de Julio, se paseaban fastidiosos por cada recoveco del terreno, que el viejo adquiriera años atrás – a su presente – en base a trabajos duros y un par de suertes del tipo herencia, que se situaba un poco más allá de las líneas del tren, un poco más allá de la casa de la familia Carrera. La residencia se distinguía blanca, el terreno triunfaba vasto y por ahí, por murmullos de hombres insaciables de talante pernicioso, se corría el rumor de tesoros enterrados sin celador. El hijo sabía lo que decían las voces y sentía miedo al saber que su hogar corría el peligro de ser arrebatado de sus endebles manos.

Luis Mario, nombrado así debido a su tatarabuela por parte de madre un jueves del siglo veinte después de Cristo, le rogó a su padre volver a entrar en sí con las rodillas tocando el suelo y sus manos juntas en signo de plegaria, pero no consiguió nada más que un gruñido y un débil golpe en la cabeza del tipo cachamal. El juicio del viejo estaba roto y solo bastaba su firma de circulares movimientos en un papel manipulado de forma nociva para perderlo todo.

Antes de partir al fin del mundo, en una aventura que le podía costar la vida debido a su canija estructura de piernas enjutas, vaga capacidad para tomar decisiones y brazos breves, le advirtió a la locura de su padre que no entregara todo por lo que habían trabajado. Se montó en el hombro un saco con ropa y los ingredientes suficientes para tres montinos, le besó la frente a su progenitor y lo dejó parado ahí, como cada día después del llanto, en la plaza al frente de la iglesia roja con su campanilla y su cartel que le cubría el cuerpo entero donde se delimitaba con signos de interrogación la frase: “¿Y quién me va a traer de vuelta los huesos de mi hijo Ruperto?”

Luis Mario, de tercer nombre Julián, había dejado la Villa de San Francisco del Monte, por el lado bueno de Chile, hacía un año ya y las anécdotas que había podido recolectar no se podían definir de otra forma, más que con el adjetivo de afortunadas. El enclenque individuo, que a pesar de llevar un año de aventuras seguía con un cuerpo del somatotipo ectomorfo, se había topado con ancianos de bondadosas características que lo habían alimentado cuando la comida se le hacía escasa. Había persuadido a ladrones varios, de egoístas intenciones, de no quitarle lo poco y nada que tenía con tan solo contarles su triste historia y  había rechazado, contra su voluntad, los embates de bellas mujeres de fantasía, que se le insinuaban acicaladas, con el objetivo de convertirlo en amante.

Había dejado la Villa de San Francisco del Monte hacía un año ya y hoy, tras navegar canales en disputa bajo las órdenes de un naval que si creía en la guerra, se erguía bajo la lluvia, protegido por un ñirre, frente a los huesos de su hermano Ruperto Pedro.

Se decidió a pasar la noche ahí pese al frío, pero cuando un sueño lo despertó antes de llegar a su fin como los sueños generalmente hacen, supo que era hora de volver rápido. Reemplazó todas las cosas que tenía su mochila por los restos de su hermano y, a pesar del terror que le causaba el lado malo de Chile, se determinó a cruzarlo porque ya no tenía más tiempo que perder.

Cuando se ubicaba entre el grado cincuenta y cinco y cincuenta y dos y sentado en un cabo húmedo en la popa de un barco solitario bajo una mortaja de niebla que destruía la visión común, Luis Mario Julián, divisó una silueta prominente e intimidante que se le acercaba lenta por babor. Con el corazón en la garganta, el aterrado montesino, trató de espantar al dibujo oscuro que se abría paso por el humo nuboso con un ineficiente chu. Cuando la sombra se plantó justo en frente de los hermanos, haciendo tronar su última zancada contra el esqueleto metálico de la embarcación, Luchito Mario se dio cuenta que era un hombre del porte de dos y que lo cubría de cabeza a pies un abrigo lúgubre con caperuza oscura que parecía ser de oveja negra. El hombre se presentó de manera escueta en una voz insondable y raspada y mirando directo a los ojos inquietos de Luchito Mario Julián, dijo:

  • Soy el capitán de los navíos perdidos, el guía de los espíritus del fondo. Mastico ballena a la cena y tripulantes cobardes al desayuno. Perdí una vez una vida pero más de mil he quitado. Nunca nadie pasa por estas aguas sin pagar el precio apropiado. Tú, diminutivo de hombre, ¿Tienes algo para mí?

Luis Mario apretó sus puños en señal de evidente cobardía, mientras su voz clamaba por el permiso de su superior para dejarse ir en un alarido mujeril que buscara cualquier tipo de ayuda, pero supo, por la mirada viscosa del hombre de dos pisos y por su fuerte olor a caleta porteña, que de nada le serviría. El tenebroso marinero acercó su húmedo rostro a la oreja de su pacifica presa y repitió la pregunta mostrando sus dientes amarillos y dejando ir un manifiesto aliento a calamar, “¿Tienes algo para mí?”.

En ese momento en el que el siniestro individuo tuvo que descender su parte superior para reincidir en su amenaza, Luchito Mario, avistó, por entre su abrigo de botones dentados, un pie izquierdo ausente reemplazado por una astilla mojada como los pies de los cuentos son, y así, moviendo sus brazos con cautela mientras los ojos de iris negra que seguían al nivel de su oreja lo perseguían, sacó de su bolso una tibia, y un peroné y varias falanges y varias cuñas del pie izquierdo de su difunto hermano y se las entregó al capitán.

Cuando el barco llegó a su destino, Luis Mario iba borracho en sangre de pez y lleno en carne de camarón. Miró hacia atrás y con el ademán típico del adiós, se despidió del marinero tenebroso que a la distancia vociferaba algún comentario borracho mientras zapateaba su regalo de hueso que reemplazara su pierna de madera y se prometió siempre siempre recordar a aquél capitán como el buen amigo que nunca tuvo.

Pasaron quince días para que Luis Mario Julián y los huesos de su hermano Ruperto Pedro, de tercer nombre Pedro, se encontraran a cuarenta y cinco coma cinco grados en el mapa de su país cuando tuvo que protegerse, dentro de un coloso de cemento abandonado, del octavo día de lluvia que le mermaba un poco más las ganas de continuar. Mojó las gotas de lluvia de su cara con gotas de lágrimas de sus ojos y entabló un monólogo de recuerdos de infancia con la calavera que arrancó del saco. Cuando el sueño ya lo vencía luego de recordar la vez que Pedro Pedro lo defendió de la banda de niños recolectores de papas, su agudo tímpano izquierdo escuchó una risa traviesa que venía de detrás de una cajas de madera cubiertas de manchones cafés. Juli, activó sus alarmas como un perro guardián, contuvo su respiración para ayudarse a escuchar mejor y no movió ni un solo musculo más que el del cuello. La misma risa se repitió por el lado derecho y parecía venir de una puerta cerrada bajo un ventanal que le informaba al asustado individuo que la lluvia no cesaría esa tarde.

La risa sonó a su izquierda. La risa sonó a su derecha. La risa sonó a su izquierda. La risa volvió a sonar a su derecha. La risa sonó más cerca. Avistó las dos sonrisas más tétricas que había visto en su vida a tan solo un par de metros de su asustada estructura.

Aunque tiritaba más que la cima de un gallo envuelto en nervios y no obedecía orden alguna que le comandara su cerebro, cuando las filas de dientes hermanas dieron un paso al frente y se asomaron a la poca luz que entraba por las ventanas, Luchito Mario pudo ver con la leve claridad, que la realidad le permitía, a dos individuos de precario largo y generoso ancho arropados con una bata de perfecto blanco que se sostenía en hilos de sus hombros y caía en cascada hacia sus pies. Los creyó gemelos, pero no podía estar seguro debido a las manchas rojas que empapaban sus rostros. La pareja se presentó al unísono en un coro de dos con la voz amenazante de un reptil y mirando directamente a los ojos tintineantes de Luis Mario Julián, dijeron:

  • Somos los guardianes matarifes de la cordillera de las lástimas. Protectores de la estatua de cuatro patas. Hace muchísimo tiempo hicimos un mal que ahora estamos condenados a enmendar. Derramamos simpatía a borbotones, pero no por ti, a menos de que haya algo para mí. – No, para mí –  dinos, ¿Tienes algo por ahí?

Luis Mario, recordando su encuentro con el capitán, buscó en sus enemigos algo que les pudiese faltar, pero no encontró nada. Aterrado hasta el punto en que olisqueaba su sangre aun oculta en el par de batas aun impecables, sintió en su estómago lo que es el auténtico miedo a la muerte. Las malignas copias se abalanzaron sobre la quieta figura de hombre vencido, posaron, uno en cada lado de la cabeza de Luis Mario Julián, un machete afilado de hierro oxidado y repitieron la misma pregunta de antes “¿Tienes algo por ahí?”.

En ese momento, al igual que con su amigo el marinero, el perplejo montesino divisó por el agujero que se abría, por entre los dos matachines de la cordillera de lastimas, dos muñones que interpretó ser culpa de dos manos cercenadas. Luis se giró lento, al igual que la última vez y robó de su saco, poco a poco, las falanges de las manos de su hermano muerto bajo un ñirre en una isla sin dueño, para dárselas a los gemelos y que así le perdonaran su existencia.

Contra su débil voluntad, los cancerberos sanguinarios usaron a Luchito Mario como su asistente personal y único público en un show donde le arrojaron facas que le rozaron cada parte de su delgado ser, lo acuchillaron entre los dedos de su mano en un juego que ellos llamaban sangrar o no  y le enseñaron el milenario truco de tragar una espada en su totalidad como había visto una vez hacer dentro de las inmediaciones de una carpa de circo. Todo en un extraño modo de feliz agradecimiento ejecutado por sus reemplazos calcificados de los que se sentían muy orgullosos. Mario se despidió de los matarifes con la típica palabra de despedida que usan los camaradas bienaventurados y reconoció como enseñanzas, disfrazadas en hierros afilados, lo que hicieran riéndose felices sus dos amistades. Catalogó lo vivido como una bendición porque ya no sentía miedo alguno. No sentía miedo en lo absoluto.

Luchito Mario Julián y lo que quedaba de los huesos de su hermano Ruperto Pedro Pedro, que compartían el cuarto nombre de Deivid, subieron enormes montañas, se hundieron en boscosos pantanos y soportaron la crueldad del clima del lado malo del país, pero en ningún momento se detuvieron. Luchito Mario ignoró a una dama cubierta de espeso fuego cerca de Chaitén, a un enano por Chiloé y a una viuda en Valdivia, en evidentes signos de brava bravura utilizada de manera correcta tomando en cuenta lo poco que sabía usarla.

El único descanso que Luis tomó, lo encontró más allá de Loncoche, más allá de Gorbea, más allá de Padre las Casas y solo lo hizo para contar los huesos de su hermano que en vez de ser doscientos y diez, se habían reducido a ciento y setenta. En el momento en que se alistaba para partir, escuchó una voz sintonizada en el tono de lo místico, una voz en una variedad de las lenguas, para él, desconocida. Una voz distinta a todas las egoístas anteriores. Una voz que le dijo algo a cambio de nada.

Ciento y cincuenta y cinco días menos le tomó a Luchito Mario Julián Deivid la vuelta a su villa natal, que muy poco y muy nada, había cambiado a pesar del pasar de las estaciones del tren y las estaciones del clima que hoy se exhibían nubladas e inciertas. Se adentró por donde estaba el puente y atravesó la plaza vacía, la chacra Santa Adela, la casa de los Carrera, las vías del tren, el terreno que antecedía al suyo y llegó en el momento justo para presenciar el espectáculo de santiaguinos y palas y picotas que se presentaban decididos y listos para derrumbar el hogar en donde había crecido junto a su hermano Ruperto Pedro Pedro Deivid y su padre Claudio Julio Juan Juan en el instante en que un capataz diera la orden respectiva.

Luis se acercó a un anciano que, hacía dos años atrás, hubiese reconocido de manera instantánea como el padre que cuidó miles de noches de llanto y lo saludó tal y como saludan los hijos ausentes. El viejo lo miró con ojos mojados llenos de culpa y dolor y le dijo en un tono de falsa esperanza que no se preocupara por nada, que confiara en él, que había vendido todo bajo el símbolo de una sincera sacudida de manos a un postor que había prometido traerle de vuelta en menos de lo que canta su gallo los huesos de un hijo Ruperto que yacían en alguna parte que ya no recordaba.

Luis Mario dejó caer el saco que se impregnara en su espalda como los dibujos de tinta de los marinos se impregnan y mientras giraba en círculo, dejando atrás todo lo suyo que era de alguien más y escuchaba la algarabía de un padre que quería a otro, es que todo empezó para terminar.

Uno de los hombres que sostenía una picota y se ubicaba cerca del ventanal que daba al living de la casa blanca, se vio influenciado por un apuro intrínseco santiaguino que lo hizo activar sus ganas de comenzar la faena. Al mismo tiempo en que un trueno hizo puuuj, retrocedió su instrumento de destrucción para saciar sus ansias de destrozo, pero cuando iba a ejecutar el movimiento que tenía en mente – pam – vio, con lágrimas en sus ojos, su brazo, que aún sostenía la picota, mutilado en el suelo de tierra. Lloró un poco más como los niños que pierden una muñeca hacen y sintió una puñalada, dos puñaladas, tres puñaladas, veinte puñaladas y hasta cincuenta puñaladas. Fue un espectáculo de sangre.

Los gritos espantados no se hicieron esperar y cuando Luis Mario Julián Deivid se dio vuelta para darle un sentido a los alaridos, vio a los dos matarifes que conociera una vez que riéndose zas, zas, zas, zas, zas, zas, le hicieron a un líder de cuadrilla que de lejos parecía un manantial y zas, zas, zas, zas, zas. Chorros. Splash, splash, splash. Era difícil saber si él estaba llorando también debido a toda la sangre que tenía en su cara, pero era lo más probable. De repente ra-ta-tá, ra-ta-tá, a la derecha de Luchito Mario le llamaba la atención una sierra a motor y ra-ta-tá, ra-ta-tá, la sostenía un santiaguino perteneciente a la clase burguesa de la ciudad que solo quería fingir que trabajaba, pero eso poco le importó al capitán de los navíos perdidos, que muy lejos del agua se encontraba. Tac, tac, lo tenía de la cabeza con su enorme mano húmeda y tac, tac, casi separa la cima del hombre del cuerpo del mismo y placatac, placatac, estuvo muy cerca de conseguir su objetivo cruel y lo miró, miró al hombre que tenía ojos azules de Jesús y orejas como la de Sor Teresita de los Andes o alguien bueno como ella y zaf, zaf, zaf, ahora sí, le desmembró la cara del tronco superior. Psh, psh, psh. Saltaba la sangre desde la separación de la yugular. Psh, psh, psh. Luchito Mario miraba el circo de rojo carmesí, perplejo. Uno podría haber confundido su pasividad con la cobardía de los colipatos, pero no, estaba esperando el momento indicado. A lo lejos vio como una picota se enterraba en el pequeño cráneo de uno de los matarifes. Un crac se oyó a kilómetros, crac, crac, crac y luego un silencio. Su hermano matarife perdió la cabeza, no literalmente y zas sonó de nuevo, zas, zas, zas, zas, zas, le rajó ambos tendones de Aquiles al asesino de su gemelo y este cayó como desarmado, como si se hubiese desecho, en el mismo sitio donde estaba. En el mismo sitio exacto. Zas, zas. Luchito Mario entró en la pelea para vengar la muerte también de alguien a quien consideraba un amigo. ¡Aaah! Gritó. Y luego un golpe por aquí, pam. Y después un golpe por allá, paf. Sangre caía y sangre caía y sangre caía. Luchito Mario no acertó ningún golpe y lo tuvo que sacar a rastras su padre que lo miró a la cara y en la parte más emotiva de este cuento, le dijo: “Gracias hijo mío por traer a tu hermano de vuelta, te amo” y se tiró encima de él, para protegerlo con su vida, de la lluvia de cuchillazos que los santiaguinos les propinaron en una ventolera de venganza. Zit, zit, zit, zit, zit, zit, zit, zit. Se enterraron los varios cuchillos de bolsillo en la espalda del viejo. Zit, zit, zit, zit, zit, zit. Esa vez no lloró. Luchito Mario comenzaba a sentir la claustrofobia de la muerte inminente cuando pum, pum, pum, la luz salió de la oscuridad y vio el rostro sonriente de un marinero agonizante. Psh, pum, psh. Se levantaron los dos amigos y miraron en dirección a la casa. Aún quedaban unos cincuenta contrincantes y se acercaban lento. Los dos compadres se levantaron del suelo, listos para dar un último esfuerzo en una guerra que no era guerra, más bien pelea. Los dos se despidieron del uno al otro cuando vieron los cuerpos de los gemelos muertos. El marinero corrió alto y fuerte contra la ola iracunda y pa-pa-pam, pa-pa-pam, se logró llevar con él a diez enemigos. Murió zapateando su pierna de hueso en modo de despedida o tiritando como pasa antes de partir al otro mundo. Era difícil de distinguir. Sangre clamaba el grupo. Sangre clamaba. Luchito Mario pensó darse por vencido, pero recordando su viaje pasado como uno recuerda en tiempos de grandes peligros, trajo a su mente las palabras mágicas que le enseñó el espíritu de un Lonco, en idioma Mapuche, a las alturas de Lautaro. Las relató con el ritmo necesario  y prim, prim, prim, los cuarenta cuerpos de los cuarenta santiaguinos que quedaban se retorcieron en claro signo de dolor. ¡Aaah! gritaban. Los santiaguinos ardían en un fuego santo que no quemaba con llama. Ardían en un fuego interior encendido por sus propios pecados y caprichos. Unos ardieron más que otros. Claudio Julio, padre de Luchito Mario, que aún seguía vivo de manera increíble, con sus últimas fuerzas le insinuó a su hijo que hubiese sido más adecuado si tan solo se hubiese acordado de esas palabras antes que comenzara todo. Cerró los ojos y murió definitivamente. Luis Mario Julián Deivid miró la escena horrorizado y lloró. Lloró como nunca lo había hecho antes.

Con la vista borrosa y a punto del desmayo, el único sobreviviente del combate más sanguinario que el actual pueblo del Monte puede recordar, acomodó su delgada figura en la tierra que le había vuelto a pertenecer luego de la lucha y se echó cansado hacia atrás apoyando su cabeza en un pequeño montículo que armó con sus últimas fuerzas. Con la vista nublada y dudando de la realidad que sus ojos le presentaban, vio a lo lejos, un negro manto que se movía lento y suave por entre la carnicería. Cuando lo tuvo al frente de sus narices, pudo apreciar que en la parte superior del atuendo había una pequeña mancha blanca que transformaba el vestido en uniforme, pero más arriba, nada más vio. La túnica estiró una mano para dibujar la señal de la cruz en la frente de Luchito Mario y dijo en una voz extraviada:

  • Soy el elegido fraile del Valle de San Francisco del Monte. Custodio de los tesoros escondidos de la comunidad. Solo unos selectos pocos devotos a la iglesia conocen mi verdad. Te he visto pelear con la ayuda de varios colegas y creo que tienes algo para mí.

Luchito Mario estiró una lastimada extremidad que crujía como los pisos antiguos crujen y de manera lenta y utilizando un gran esfuerzo de persona extenuada, sacó de dentro de su saco, que fuese la última felicidad de su padre, la calavera dentada de Ruperto Pedro Pedro Deivid. Reptó su brazo corto y se la obsequió al omnipresente fraile sin cabeza del Valle de San Francisco del Monte.

Ciento y cinco misas y ciento y dos entierros hizo el fraile de calavera ajena en un cementerio que hoy en día se cree oculto bajo capas de generaciones que ya no oyen cuentos. Dos entierros que acarreaban suma especialidad para el héroe de la historia y tres misas donde la triada de únicos amigos que iba a recordar para siempre, partieron santificados a alguna parte que solo conoce el viento.

El fraile, que aún se ve visitando las misas de domingo con una calavera en perfecto estado colgando de su mano derecha, cuida, junto a otros espíritus que se aparecieron luego de escuchar sobre la implacable “Pelea de las Cien Sangres”, las riquezas que por ley divina pertenecen a un pueblo montes que, a pesar de haber perdido protagonismo en las páginas de la historia del país, nunca desaparecerá del mapa.

Si no se cree ni una sola palabra de las tres mil que se han escrito aquí, vayan por su propia cuenta a este pueblo de cálidos colores y amables personas y pregunten por los espíritus que vigilan la tierra día y noche. O, si gustan y prefieren, caminen más allá de la plaza y la iglesia y más allá de la chacra Santa Ana y más allá de la casa de la familia Carrera y más allá de las vías del tren y toquen la puerta de la casa blanca del vetusto Ruperto Luis Claudio Mario Pedro Pedro Juan Juan Deivid Julián Soto, III. Descendiente directo de quien ustedes muy bien se imaginan.

 Por Anónimo