El Santiago en el que vivimos ahora es completamente distinto a la ciudad en la que vivieron nuestros padres y abuelos. Esto pasa por cuestiones obvias, factores culturales, económicos, políticos e históricos. Hay una etapa de Santiago que el cine ha representado una y otra vez, el periodo de apogeo de la Unidad Popular y luego la época de dictadura cívico-militar. El Santiago de la Unidad Popular es visto como una ciudad en pugna, donde confluyen distintos puntos de vista a partir de pensamientos políticos divergentes, no es en vano el rótulo puesto a La Batalla de Chile, documental de Patricio Guzmán, Santiago en ese entonces parecía un campo de batalla.

A partir del análisis de cinco películas ubicadas en Santiago entre los años 1967 y 1985 trataremos de ver cómo la ciudad ha mutado, y sobre todo, cómo parece ser que el Santiago de la Unidad Popular es inaprensible a través del cine ficción, tanto en el plano de lo cinematográfico como en el lenguaje. Las películas son: La Batalla de Chile de Patricio Guzmán, Palomita Blanca de Raúl Ruíz, Largo Viaje de Patricio Kaulen, Machuca de Andrés Wood, y Cabros de Mierda de Gonzalo Justiniano.

Creo que hoy el Santiago de la Unidad Popular es irreproducible, solo imaginable desde el archivo (narrativo, audiovisual etc.) o la oralidad. Palomita Blanca muestra una ciudad diversa, en pugna, pero desde un punto de vista subjetivo, una ciudad que está poblada, en la que el contexto social interpela a sus habitantes, se diferencia con La Batalla de Chile en un montón de cosas, partiendo por ser una ficción y además una adaptación casi satírica de una novela que retrata el conflicto de clase desde el punto de vista de un romance, tal como hoy lo hace la TV chilena con telenovelas como “Dama y obrero” o “Pobre y rico”, sin la sátira por supuesto. La ciudad es mostrada por Ruíz desde el punto de vista -siempre subjetivo- de los personajes, al contrario de La Batalla de Chile, donde la ciudad parece ser el protagonista principal, una ciudad en disputa constante entre las personas que están, a diferencia de hoy, involucradas directamente en el devenir político del país. En Palomita Blanca y la filmografía de Ruíz hay además un foco puesto en el lenguaje, en el cómo se dicen las cosas, más que en el qué se dice, más en el significante que en el significado, los personajes y la ciudad se expresan de una manera claramente distinguible.

La Batalla de Chile es también una batalla lingüística, y se da tanto en el espacio público como en el privado. A través de más de 6 horas de película Patricio Guzmán nos acerca la pugna de las calles santiaguinas desde los momentos previos a la elección de Allende hasta el Golpe de Estado, a partir de entrevistas, simulando ser de un canal de televisión, o simplemente metiéndose en distintos recovecos de la ciudad. Aquí el punto de vista lo sostiene la óptica documental que intenta utilizar la realidad para extraer de ella su intimidad, y Guzmán lo logra –siempre lo hace-.

Largo Viaje, es una película que acaba de cumplir 50 años, dirigida por Patricio Kaulen, narra la historia de un niño cuya madre está embarazada esperando un niño. A partir de la sucesión de cortes rápidos y breves presentaciones de personajes nos adentramos en la historia. El niño nace muerto y se realiza el ritual del angelito, luego de esto llevan al hermano al cementerio y él se queda con las alitas del hermano, las cuales según el abuelo sirven para ir al cielo. El niño se pierde por Santiago tratando de que no le roben las alitas. Pasa por un montón de lugares, La Vega, el Mapocho, el centro lleno de escaparates, y no sabe cómo volver a su casa. Finalmente termina perdido y sin las alitas de su hermano. En la película el punto de vista es el del niño extraviado en esta ciudad, que al igual que en Palomita Blanca y La Batalla de Chile, tiene mucho movimiento, está alborotada de gente en las calles, y es una ciudad en pugna constante. Al igual que en la película de Ruíz el lenguaje de los personajes es de una riqueza impresionante.

Machuca, película taquillera de Andrés Wood, se cuenta siempre desde el punto de vista subjetivo, se explica su éxito en taquilla porque aspira a representar a toda la población que vivió la dictadura, y plantea una realidad en la que todas las personas de alguna manera “sufren” la dictadura. Así el niño de la clase alta, el cuico, sufre el oprobio de los personajes de la clase baja, y los personajes de la clase baja experimentan el sufrimiento -a estas alturas obvio- de los distintos elementos represores, autoritarios y fascistas empleados por los militares y su reproducción en la actitud y valores de la burguesía nacional.

Machuca nunca se posiciona realmente con un discurso, no tiene por qué hacerlo, es una ficción del siglo XXI, Andrés Wood logra lo que quiere, que una película sobre la dictadura sea la más vista de la historia (hasta ese entonces), poder hablar de la dictadura sin posicionarse directamente a favor o en contra de la Unidad Popular o la dictadura cívico-militar, y no sé si es por su punto de vista excesivamente subjetivo o por incapacidad narrativa-técnica, pero en Machuca no existe el mismo Santiago que en La Batalla de Chile o Palomita Blanca. En Machuca hay demasiado siglo XXI, demasiada social-democracia, demasiada política de los acuerdos y demasiada transición, en este sentido, Machuca ejemplifica la visión de la anhelada reconciliación-país propuesta desde el PS a la derecha, y no sé si lo hace a propósito. Incluso si lo llevamos al plano técnico, mientras Guzmán, Kaulen y Ruíz tenían una propuesta técnica clara y al mismo tiempo arriesgada, Wood hace simplemente lo que pide la galería, un drama en tres actos centrada en la psicología de los personajes, en sus falencias y virtudes, y cómo estos chocan tanto en su relación entre pares como con la sociedad. Además busca reeditar el lenguaje de la dictadura y la Unidad Popular para dar más realismo y coherencia a la película, pero ¿es acaso pertinente o siquiera alcanzable este propósito? Creo sinceramente que Wood repite la fórmula del drama pityful gringo, busca emocionar, busca hacer que la gente vuelva a hablar sobre su vida en ese tiempo, busca reeditar vivencias en pos de una especie de saneamiento secular de la sociedad, no en vano es la película chilena mejor punteada de IMDB, el establishment por excelencia.

Cabros de Mierda es la última película de Gonzalo Justiniano, estrenada este año (2017). Narra la historia de un misionero estadounidense que llega a La Victoria en plena dictadura. Lo acogen en su casa una familia amplia compuesta por mujeres y niños. La película es, en definitiva, lo contrario de Machuca, se posiciona claramente con una visión de la dictadura, desde la visión de la resistencia en las poblaciones en los 80. Sin embargo propone un punto de vista extremadamente cerrado, una resistencia perfecta, donde no hay disidentes, no hay dudas, sólo hay convicción y lucha en la población. La película está a cada segundo intentando develar desde qué posición política se aborda, y lo dice a gritos. Y a pesar de tener un posicionamiento muy distinto al de Machuca, cae en los mismos lugares comunes. Uno de ellos es el amor prohibido que tiene el misionero gringo (interpretado horriblemente por un chileno) con la pobladora, “La francesita”, la cual en el día parece una mujer “normal” y en la noche se organiza para pintar los muros de la población. Además Justiniano intenta reciclar videos de protestas filmados en su juventud y los hace pasar como si fuesen del misionero gringo en la ficción, un ejercicio horroroso teniendo en cuenta que no es lo mismo que te filme alguien conocido, propio de tu población, que un misionero gringo recién llegado, menos si se trata de una protesta, menos en un país en dictadura, un insulto al ejercicio documental. Estos factores configuran que Cabros de Mierda sea a título personal la peor ficción que hay sobre la dictadura, sólo comparable a un lavado de cerebro, no hay necesidad de que sea una película, mejor sería hacer un libro, una performance, una conmemoración. Al cine no le aporta nada. Es cine para convencidos, un panfleto que no interpela a nadie de los que se busca interpelar. Justiniano entrega todo masticado, no deja al espectador nada por hacer, solo tragar su testimonio.

En definitiva, la ficción sobre la dictadura deja mucho que desear, solo el documental ha logrado ahondar en esa época sin distorsionarla en el intento, en parte se debe a que en el documental pueden ser las mismas personas que vivieron esta época las que hablan, narran y vuelven a vivir (por ejemplo en La ciudad de los fotógrafos, Nostalgia de la luz, Él botón de Nácar, Guerrero, El color del camaleón, El diario de Agustín, etc.), quizás por eso parece ser Patricio Guzmán quien mejor puede hablar de la época. No es que la ficción sea incapaz de revisitar temas históricos y hacerlo bien, los alemanes en eso son escuela, tanto La Caída como La Vida de los Otros son tremendos ejemplos de ficciones que se meten justo ahí en el modo de sentir y pensar una época, en su mismo espíritu, no intentan hacerlo desde el presente, no muestran la hilacha de querer ser wannabe’s en Berlín o Venecia, hacen simplemente lo que tienen que hacer.

La Batalla de Chile nos demuestra cómo el debate cívico actual está completamente empobrecido respecto a los años de la Unidad Popular, y eso lo vemos en el plano de la argumentación. En cuanto a la expresión pasa lo mismo, Palomita Blanca es ejemplo de ello, así como otras películas de la época como Tres Tristes Tigres, Valparaíso mi Amor y Largo Viaje; la riqueza del espectro de expresión que contenía la globalidad de la sociedad chilena de la época no es nada comparable a la de hoy, sociedad que se expresa a través de abreviaciones e imágenes más que en un lenguaje anclado en la territorialidad. Los memes, los chats y los “emojis” son signo inequívoco de esto, la gente no se esfuerza por expresarse de manera clara a través de palabras, sino que priman modos de representación que son aceptados socialmente y que tienen significados unívocos. No es raro ver que la comunicación entre personas puede darse simplemente a través de íconos, signos y símbolos que no forman parte del lenguaje, por ejemplo, poner un dibujo pixelado de un corazón y una “carita feliz” basta para decir “estoy contento y siento alguna especie de querer/amor por ti” sin tener que entrar en emplear tonos, gestos o palabras, algo que hasta hace 20 años era totalmente ajeno a la comunicación interpersonal. Hace poco se estrenó una película que se basaba en la personificación de los “emojis”, siendo personajes dentro de una trama bastante tragicómica. También el cine chileno y su paulatina incorporación de elementos de las redes sociales en su narrativa es una señal de que los recursos cinematográficos y narrativos se han vuelto menos sofisticados que antes, tal y como sucede con la comunicación humana en su contenido. (ej. películas de Nicolás López, Sebastián Badilla, Fabrizio Copano y su séquito, etc.)

Parece ser que el Santiago de la Unidad Popular y la dictadura es inabarcable para la ficción actual, ni Machuca con su grandilocuente producción para escenificar marchas, ni Cabros de Mierda reciclando grabaciones de la época, logran llegar a un Santiago parecido al que retratan Ruíz, Kaulen y Guzmán. No lo logran ni en la manera de hacer cine ni en el plano del lenguaje.

Para concluir, hay reminiscencias de la dictadura en el lenguaje cinematográfico y artístico chileno en general, puede considerarse el periodo como una interrupción radical en el desarrollo artístico e intelectual del país, no es casualidad que los militares quemaran libros en las calles, es una señal simbólica pero sumamente directa, como decía el dictador: “a la universidad se va a estudiar” y hasta ahí no más. Luego de esta categórica interrupción, es difícil o casi imposible, volver a evocar el modo de sentir y pensar una época que es tan distinta a la actual, más aún en una ciudad que se ha renovado en una dirección que lo que menos quiere es recordar. Quizás el pasado es esencialmente inaprensible.

Por Miguel Ángel Gutiérrez.