Cuando éramos niños despertábamos con ganas de empezar el mundo. Sentíamos aquella fuerza posiblemente indescriptible en nuestro cuerpo, capaz de sacar sonrisas por la calle con un solo cruce de miradas. La vida entonces era distinta, aunque en realidad, al menos físicamente, la única diferencia radicaba en que éramos criaturas mucho más frágiles. Por otra parte, internamente, la diferencia estaba en la inherente consciencia de nuestro camino. Ese que puede estar trazado y que muchas veces olvidamos ante los estímulos de nuestra historia, la misma que nos contamos una y otra vez, como si eso la volviera eterna o no tuviéramos algo mejor que cargar que esa tremenda piedra en nuestra espalda. En el fondo sabemos que no es así, que podemos cambiarla y que de todas formas somos más finos que el polvo iluminado por el sol, pequeñas y hermosas esporas que viajan por el tiempo. Pero regresando a la idea ¿Qué tan distinto actuaríamos si supiéramos el camino exacto que debemos recorrer? ¿No lo conocemos acaso? ¿Qué olvidamos en la infancia que nos hace tanta falta? Cada vez que intento observar mi niñez recojo enseñanzas profundas de plenitud, sólo debo recordarme, ir más allá de la herida y la colección de momentos que trenzados el uno con el otro me tienen hoy escribiendo esto.
¿Podemos despertar todos los días con ganas de empezar el mundo? ¿Podemos ser leales a esta motivación por un día completo? Bastaría con recordarlo de vez en cuando, cuando más haga falta, cuando lo poco y lo mucho que podamos ofrecer lo hagamos sin esperar nada a cambio. El verdadero vacío, sin embargo, ese que debe ser enfrentado, radica en llenar las afirmaciones con la fuerza de la que hablaba al inicio, porque la historia puede contarse con palabras, pero aquello que la nutre en primera instancia siempre serán nuestros gestos y nuestras ganas de empezar el mundo.
Dicho de otra forma, debemos hacer presente nuestra sustancia, y afortunadamente la conocemos bien, es esa tímida emoción que se anuncia brevemente en los detalles rebosantes de honestidad, donde la vida es lo que es, posiblemente indescriptible, idéntica a la actual, distinta en nuestra percepción, incierta en los sucesos, segura en las respuestas, diversa en sus relatos, única en su abrazo.
Por favor, no tomen mis palabras como las de alguien cuerdo. En lo posible, siéntanse como cualquier transeúnte que camina con apuro por las calles, topándose de pronto con una hoja pegada en el muro o con un loco que, contra todo pronóstico, busca aprender una vez más a esbozar sonrisas en sus caras, con un solo cruce de miradas.
Fotografía y texto por José Miguel Frías R.