Introducción: La maestra de América

La suerte parecía estar en su contra. Gabriela Mistral nació en 1889 y se llamaba Lucila Godoy Alcayaga. Creció, como narran tantos escritos, en el Valle de Elqui, al norte de Chile, conocido por su espléndido y desasosegante paisaje andino. Al igual que la mayoría de los habitantes del valle remoto y escasamente poblado, la familia de Mistral era muy pobre. El padre y jefe de familia, Jerónimo Godoy, la abandonó en 1892. Mistral, su madre Petronila y su hermana mayor Emelina vivieron en una choza de dos piezas. Petronila trabajaba como costurera para mantener a las dos hijas. Con el tiempo Mistral se hizo maestra rural, como su hermana. La educación que recibió fue escasa y errática, y alcanzó, a lo sumo, un nivel básico. Fue, en esencia, autodidacta.

Todavía resulta asombroso que Lucila Godoy Alcayaga figurara entre los arquitectos centrales del nacionalismo latinoamericano del siglo veinte, que ganara el primer Premio Nobel de Literatura latinoamericano en 1945 y se convirtiera en Gabriela Mistral, una celebridad internacional. Dijo de ella el crítico chileno Fernando Alegría que era “una misión educativa andante”. La escritora chilena contemporánea Diamela Eltit, al caracterizar su impacto, habló de “una especie de útero que ha parido hijos para la patria”. No es posible subestimar el alcance de su fama y el impacto de su carisma en público y en privado.

Si bien Mistral devino un cuerpo que exhibía las políticas sexo-genéricas y raciales del latinoamericanismo, después de su muerte en 1957 su fama y su obra se descuidaron hasta quedar opacadas y, por largo tiempo, olvidadas. Emergió otro cuerpo, que podemos llamar discursivo, un cuerpo nacional que el epíteto de “La maestra de América” apuntala. Ese cuerpo es el verdadero autor del olvido de décadas. El país consagró a Mistral, la convirtió en ícono nacional, pero solo bajo condición de ser heterosexual, célibe, santa y sufriente. Ocupó un sitial en el canon literario latinoamericano únicamente por ser la Madre-Maestra de la nación. Su obra pasó a ser poco leída y lo que es tal vez peor, pasó a ser leída bajo el signo de la sorna y el desdén porque supuestamente solo le importaban las madres y los niños. Así fue que se enmarcó toda la obra dentro de un cuadro sentimental. Como se verá en lo que sigue, el público de Mistral era mucho más amplio. Por otra parte, el relato sentimental dista mucho de ser un género menor e incidental: el sentimentalismo fue eje esencial del proyecto nacionalista del Estado. Además, el sentimentalismo y la hagiografía en torno a Mistral persisten. Ni la fascinación por la supuesta vida torcida ni el morbo que ha permeado el relato nacional murieron con el siglo.

Mistral era lesbiana de clóset, por lo tanto, hay que preguntarse si la homofobia jugó un papel central en la omisión de su figura y su obra después de su muerte, antes de que irrumpieran las lecturas feministas del fin de la dictadura en Chile. Sin embargo, denunciar la homofobia no basta para dilucidar todo lo que está en juego a la hora de evaluar las decisiones de Mistral y la historia de su recepción. El sujeto homofóbico cree encontrarse separado del objeto que odia, pero Mistral provocaba afecto también, una especie de infantilismo nacional. A Mistral, sin duda, se la repudió, pero también se la amó, contradicción reveladora.

La vida de Mistral pasaba de lo sublime a lo trágico. Su apoteosis nacional ocurrió en Chile, pero solo en sus exequias fúnebres, luego de haber padecido largos años de enfermedad y de haber acumulado una gran amargura contra su patria. Miles de personas se volcaron sobre las calles de Santiago para rendirle un último homenaje, gesto inusitado si se tiene en cuenta el desprecio que Mistral tuvo que encarar en los años previos a su exilio en 1922.

En vida, recibió el Premio Nobel de las manos del rey de Suecia; fue la primera persona latinoamericana en recibir tal honor. Pero asistió sola. Vestía traje largo de terciopelo negro, sin maquillaje ni prendas, a diferencia de las damas de sociedad, que vestían de blanco, lucían joyas y otros accesorios, y circulaban, según se estilaba, del brazo de un hombre.

Su vida personal estaba hecha pedazos. Su hijo adoptado, Juan Miguel Godoy, había fallecido hacía solo dos años. Juan Miguel se suicidó de manera muy dramática, luego de una existencia marcada por los extremos emocionales que vivía sin tregua. Ingirió una dosis letal de arsénico que le causó una muerte muy lenta y penosa, como la de Emma Bovary, víctima flaubertiana de excesos de sentimentalismo. Se desconoce por qué eligió el arsénico. ¿Se imaginaba Juan Miguel el impacto que esta muerte tan literaria tendría en su madre y, a través de ella, en el mundo? Sin proponérselo, Juan Miguel suplió la tragedia que faltaba –por así decirlo– en esa fantasía nacional que representaba Gabriela Mistral: la pérdida incalculable que representa la muerte de un hijo. Ello acortó la distancia entre realidad y mito, entre lo privado y lo público. Esta muerte terminó de conformar el mito central de la iconología mistraliana –que la mujer sufre cuando no tiene hijos– mito que dura hasta nuestros días.

Mistral enterró a Juan Miguel en un cementerio en Petrópolis, Brasil, donde vivían por esa época. Parece extraño que no llevara el cuerpo de Juan Miguel al Valle del Elqui, donde ella misma quería que descansaran sus restos y donde fue, de hecho, enterrada, o que eligiera no trasladarlo a España, lugar de nacimiento de la presunta madre biológica de Juan Miguel. Tal vez era un gasto que no podía sufragar en ese entonces. Lo cierto es que la tumba de Juan Miguel Godoy permaneció en Petrópolis, sin recibir visitas ni oraciones, por más de medio siglo, mientras que a Mistral se la enterró sola en su Montegrande natal en una tumba rodeada de flores y frecuentada por turistas.

Resulta irónico que el personaje maternal, ese que parió a la nación y defendió la importancia de los lazos sanguíneos, chocara tan trágicamente con la maternidad real de Mistral, que se dio fuera de la reproducción biológica. El sentimentalismo que desplegó como dispositivo de afecto masivo coincidió de manera insólita con las circunstancias de la muerte de su propio hijo. ¿Será que tanto la incertidumbre del niño en cuanto a su origen biológico como su precaria pertenencia nacional tuvieron algo que ver con su muerte? No lo sabremos. Solo nos podemos preguntar por su relevancia, por las consecuencias que desató.

Igual que al cubano José Martí, a Mistral la han reclamado sectores tanto radicales como conservadores. Era excepcional, pero no se trataba de un sujeto puramente radical o, a la inversa, totalmente conservador. Por un lado, y a contrapelo de su discurso oficial, Mistral no se comportaba de acuerdo con el modelo femenino estatal. Por otro, no tiene sentido construir a una escritora lesbiana subversiva con una política feminista legible para los estudios queer. Sí podemos afirmar que fue la primera figura femenina transnacional de América Latina y que ejerció una influencia de alcance hemisférico.

Mistral creó un discurso público que defendía un rol conservador para la mujer dentro de las políticas de Estado. Sin embargo, en la vida privada Mistral se desvió de manera significativa de la normativa estatal. Por supuesto que esta bifurcación se puede interpretar de múltiples maneras. En Una madre queer para la nación, postulo que Mistral decidió anclar el proyecto nacionalista del Estado. No se trató de un simple azar del destino. Como toda decisión, la suya ocurrió en un contexto histórico. Reconstruyo el periodo a la vez que reescribo las narrativas en torno a ciertos aspectos clave de su vida.

Una mirada minuciosa a la prosa de Mistral (que abarca una cantidad asombrosa de cartas, discursos, artículos de periódicos e informes consulares) revela a una mujer ambiciosa y brillante que persiguió la fama internacional y el poder político. Logró sus tres ambiciones principales –renombre literario, reconocimiento internacional y un sitial político indiscutible– en lo que fue, sin duda, una vida extraordinaria.

Poseía una disciplina férrea y mostró una gran motivación a lo largo de trece años de empleo en varios puestos cercanos a su zona de origen en Chile, muy lejos de la capital. Desde estos primeros años, Mistral se ocupó de dos frentes, las publicaciones educativas locales y los periódicos literarios locales y regionales. A las primeras mandaba textos programáticos sobre el niño y la escuela; a los segundos, sus poemas. Eventualmente ascendió en rango al asumir una serie de puestos en escuelas chilenas de diferentes regiones, lejos de su pueblo natal. La secuencia de nombramientos culminó en el que la llevó a Santiago en 1921, un año antes de un exilio que duraría toda la vida. Tengamos en cuenta que a Mistral le tomó aproximadamente veinte años de carrera el crear su personaje de la maestra, tan exitoso.

Luego de este proceso de autopromoción, tan asiduo y desgastador, el Estado se fijó en esta “institutriz” que resaltaba tanto por ser algo varonil como por su poesía descompuesta, en nada parecida a las rimas corrientes de lo femenino. Ciertamente se esperaba que el personaje público de Mistral reforzara los roles tradicionales de la mujer, y ella se vendió al público como defensora del hogar y la familia, pese a no tener ni hogar estable ni familia heterosexual. Al Estado le interesaba promover el ascenso social de las mujeres a la vez c bvc que restringía su participación al sector de servicios dentro de la creciente economía industrial. Mistral se alineó con este proyecto estatal. Además de la necesidad de incrementar la mano de obra femenina, el Estado necesitaba reclutar a las mujeres para que se hicieran maestras, por razones bien estudiadas en trabajos sobre la educación nacionalista y el papel de la mujer en el nacionalismo. Este libro sigue otros estudios que buscan complicar el pensamiento nacionalista y presenta ciertas hipótesis que dependen de una mirada más atenta a la relación entre el Estado y lo queer y, en particular, la “rareza” [queerness] de las mujeres. Es ahí donde el papel de Mistral fue decisivo.

El proceso de autoinvención de Mistral comenzó muy temprano, y dudó sobre cómo presentarse públicamente. Mistral ensayó varias versiones de su nombre artístico, desde una mera “Y” mayúscula en sus primeros escritos de niña, tanteando seudónimos de género ambiguo como “Alguien” y luego nombres más femeninos como “Soledad” o “Alma” en la adolescencia. Solía usar “Alma” entre 1904 y 1908, cuando colaboraba frecuentemente en periódicos regionales. En 1911, Mistral publicó un cuento, “El rival”, y lo firmó con el seudónimo “Gabriela Mistraly”. El cuento presenta a un protagonista, Gabriel, acaso doble de Mistral, que habla melodramáticamente y en primera persona de sus pérdidas trágicas, todas de amantes mujeres. Lucila Godoy asumió su seudónimo final, “Gabriela Mistral”, en 1913. Incluso este seudónimo puede ser leído como signo de identificación masculina: aunque feminizados, tomó los nombres de dos hombres, Gabriele D’Annunzio y Fréderic Mistral.

Antes de partir de Chile, todavía usaba su nombre legal, principalmente en la correspondencia oficial y en artículos periodísticos directamente relacionados con temas de educación, pero en casi todo lo relativo a su carrera como escritora firmaba “Gabriela Mistral”. Después de 1922, Mistral dejó de usar su nombre legal por completo y el seudónimo pasó a ser su nombre, con la única excepción de informes consulares y otros papeles oficiales.

El primer triunfo de Mistral como poeta fue en 1914, cuando ganó el prestigioso Premio Nacional de los Juegos Florales (organizado por la Sociedad de Escritores de Chile) con su famoso ciclo poético “Sonetos de la muerte”. No cabe duda que este premio realzó su valor como la poeta nacional, así también como la “maestra-poeta”, personaje que cultivó durante sus primeros años en Chile. Los “Sonetos de la muerte” avalaban la historia morbosa de amor no correspondido, culminando en el suicidio del amante:

Del nicho helado en que los hombres te pusieron, 

te bajaré a la tierra humilde y soleada.

Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,

y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una

dulcedumbre de madre para el hijo dormido,

y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna

al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

Mistral aclaró (años más tarde, cierto es) que no había escrito esos versos a causa de su relación con Rogelio Ureta, un trabajador de ferrocarril chileno y amigo de la familia que supuestamente estaba enamorado de Mistral, y que Ureta no se había suicidado por desprecio de amante alguna. Mistral, no empece, no buscó desvincularse de esta historia durante la época en que cobraba una creciente notoriedad.

La joven Mistral ya dominaba, por lo visto, el arte de la publicidad; era consciente de hasta qué punto el retraimiento y la indiferencia podían provocar la curiosidad nacional. De hecho, no aceptó el premio de los Juegos Florales en persona. Se piensa que asistió a la ceremonia de incógnita, disfrutando de la entrega del premio a la vez que subrayaba su ausencia. Cabe recordar que ella no encajaba en la imagen de la mujer femenina, pese a ser la autora de versos sobre una desesperación maternal muy intensa. Mistral, sin duda, se daba perfecta cuenta de que, en la sociedad de élite de la capital, su dejo de masculinidad resultaría intolerable.

En un inicio, la pose de Mistral como madre nacional fue útil por cuestiones prácticas. Luego, el discurso maternal llegaría a ser central en su escritura por razones más complejas. Uno de los beneficios más evidentes de esta pose tuvo que ver con el apoyo económico. La República de Chile fue siempre su fuente principal de empleo, primero como maestra, luego como cónsul de por vida. La postura de institutriz nacional le permitió a Mistral abandonar Chile en 1922, donde se encontraba atrapada en una existencia burocrática que limitaba su crecimiento intelectual y le dificultaba el reconocimiento literario. José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública de México en los primeros años de la Revolución Mexicana, la conoció durante un viaje a Chile en 1922. Muy intrigado por la presencia de Mistral, la invitó a México para asistir en la creación de escuelas rurales que el gobierno fundaría tras la revolución. Gabriela Mistral llegó a México el 30 de julio de 1922. Tenía treinta y cuatro años.

Su viaje a México en calidad de representante del Estado chileno resultó crucial para su carrera como escritora ya que le posibilitó adquirir un perfil internacional. La Revolución Mexicana apareció en los medios mundiales a través de fotos e imágenes, tanto en la prensa escrita como en los noticieros cinematográficos. De hecho, fue uno de los primeros eventos mundiales que se experimentó a nivel mundial a través de los medios masivos. Además, el México moderno se erigió como nación por medio del espectáculo visual, en gran medida; no solo a través del trabajo de los tres famosos muralistas, Diego Rivera, David Siqueiros y José Clemente Orozco, sino también de las construcciones de obras públicas como el estadio de Ciudad de México y el estadio de Xalapa en Veracruz. A raíz de este viaje, y de su identificación con México y su Estado recién fundado, Mistral logró un gran acierto con la publicación de Lecturas para mujeres en 1922, texto encargado por el gobierno mexicano para utilizarse en las escuelas de niñas. Mistral, muy astutamente, incluyó varios escritos suyos en el volumen; suman casi un tercio del total de textos. Desplegó el “discurso sentimental” y colocó al sujeto femenino en el interior mismo del proyecto nacionalista latinoamericano; en esto último fue mucho más exitosa que cualquiera de las que la precedieron.

Otros países la cortejaban, en particular Argentina. Si Mistral hubiese viajado a Argentina en vez de a México, su perfil internacional habría sido notablemente distinto. Por ejemplo, no podría haber asumido con tanta facilidad ciertas políticas populistas y racializadas. Con toda probabilidad habría encarnado el ideal argentino nacional de blancura europea, ideal obviamente racista, lo opuesto de la imagen de armonía racial por la que apostaba el gobierno mexicano.

Mistral volvió a Chile tres veces después de 1922: en 1925, en 1938 y en 1954. Se convirtió en viajera internacional, mudándose con frecuencia por asuntos de Estado y aceptando las invitaciones que le llegaban por su fama cada vez mayor como modelo de la maestra-madre-poeta de todas las mujeres de América Latina. Una vez nombrada cónsul particular de libre elección, Mistral podía elegir dónde residir en cualquier lugar de Europa, América Latina o Estados Unidos. Fue cónsul en Madrid, España (1933); Lisboa y Porto, Portugal (1935); Niza, Francia (1938); Niterói, Brasil (1940); Petrópolis, Brasil (1941); Los Ángeles, California (1945); Santa Bárbara, California (1947); Veracruz, México (1949); y Rapallo y Nápoles, Italia (1950-1952), además de asumir cargos a corto plazo en otros lugares. En 1953, decidió instalarse con su compañera, la norteamericana Doris Dana que vivía en Long Island, N.Y., y solicitó un cargo de comisionada en las Naciones Unidas. 

Luego de dejar Chile, como modo de ganarse la vida (y respondiendo a las necesidades publicitarias del gobierno en muchas instancias), colaboró con los periódicos más importantes de América Latina, práctica que ejerció de por vida. Se convirtió en ensayista consumada; escribía sobre una diversidad de temas: geografía y costumbres, asuntos pedagógicos y temas sociales, celebridades, y religión, entre otros. No obedecía un solo criterio, lo cual complica la búsqueda de hilos rectores u opiniones consecuentes en su corpus. Sus posturas cambiaban estratégicamente. No se puede afirmar con certeza qué opinaba sobre cantidad de asuntos (el feminismo, por ejemplo). Su ambivalencia ante cuestiones de género, raza y pedagogía imposibilita trazar una trayectoria clara de su pensamiento social. A grandes trazos, se la piensa como defensora de los desposeídos, especialmente de los mestizos y de los indígenas. También se celebra su pacifismo; su labor en pos de la paz internacional y de los derechos humanos se cita a menudo como ejemplo. Se la conoce, sobre todo, como defensora transnacional de la maternidad y la crianza.

La carrera de Mistral está estrechamente vinculada a la Liga de las Naciones, institución a la que estuvo afiliada desde 1926. Luego de la desaparición de la Liga, Mistral se incorporó a las Naciones Unidas, desempeñando diversos encargos oficiales. Es posible que fuera una de las autoras de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Sus amistades y conocidos de entre las personalidades de la época incluyeron a Dag Hammarskjöld, Thomas Mann, Henri Bergson, y casi seguramente a Eleanor Roosevelt, entre muchas otras figuras. Gran parte de estos contactos surgieron a raíz de su trabajo en el Instituto de Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones, precursora de UNESCO, entre 1926 y 1934.

A la transparencia discursiva que requerían sus cargos oficiales se opone la poesía hermética de Mistral con sus vertientes pesadillescas. Incluso sus versos presuntamente más directos, los que tienen que ver con elementos de nacionalismo, los que elaboran símbolos y paisajes nacionales, se ven revestidos de una dimensión onírica que los separa de la eficiencia y el instrumentalismo. Mistral se rodeaba de y estaba rodeada por metáforas que remitían al silencio, a la vergüenza, al secreto. Gran parte de su obra poética gira en torno a un mundo privado difícil de descifrar, un mundo de pérdida y de desesperación, de escapes fantasmáticos hacia otras realidades. Muchos poemas mistralianos se tiñen de lo que Walter Benjamin denomina aura: una huella de un mundo que ya no existía al desarrollarse la sociedad industrial en Chile, pero que redoblaba en intensidad simbólica frente a la erradicación, deformación y pérdida de antiguos estilos de vida.

La naturaleza desconcertante de la poesía de Mistral puede explicar por qué Patricia Rubio, su bibliógrafa más importante, ha estimado que de las casi cuatro mil anotaciones bibliográficas que reunió en su libro, la mayoría se centra en el primer libro de poesía de Mistral, Desolación. No sorprende, dado que este primer volumen se presta más que los otros a leerse desde la narrativa de la madre estéril y frustrada, que perdió a su único amante masculino a temprana edad y lo llora por toda la eternidad.

La obra de Mistral consta de seis libros de poesía y varios volúmenes de prosa y correspondencia. En vida, publicó cuatro volúmenes de poesía. El primero, Desolación, se publicó en Nueva York en 1922, bajo el patrocinio de Federico de Onís, profesor de español de la Universidad de Columbia. El libro se dio a conocer inmediatamente. La Editorial Calleja de España publicó su segundo libro de poemas, Ternura, en 1924. Se reimprimió en tres ocasiones, para luego padecer una profunda transformación al reeditarse en 1945. Para esta edición final, Mistral sacó las canciones de cuna y los poemas para niños que se hallaban en Desolación y en el posterior Tala y los incorporó a la edición definitiva de Ternura de 1945. Agregó poemas que no figuraban en sus volúmenes impresos, algunos de los cuales diferían notablemente de sus anteriores celebraciones pedagógicas de la infancia. Ternura se convirtió en su libro más popular y de mayor venta. Su tercer libro, y tal vez el más importante, es Tala (1938). Dedicado a los niños vascos huérfanos de la Guerra Civil Española, el libro se publicó en la prestigiosa editorial Sur de Argentina, dirigida por Victoria Ocampo; Sur, además de editorial, era un centro de intercambio cultural importantísimo de la época. Tala se reeditó en 1947. Esta segunda edición es la versión definitiva que conocemos hoy; como he señalado, Mistral quitó todos los poemas infantiles de la primera edición y los añadió a la versión definitiva de Ternura, de 1945. El último libro de Mistral, Lagar, se publicó en Chile en 1954. También existen dos volúmenes póstumos de poesía: Poema de Chile (Santiago, 1967) y Lagar II (Santiago, 1991).

Mistral nunca recopiló sus cientos de textos en prosa con la intención de publicarlos; de hecho, aún siguen reuniéndose. Hay muchas antologías; brevemente subrayaré las más importantes para este estudio. Roque Esteban Scarpa, mistraliano notable, es responsable de haber compilado gran parte de la prosa de Mistral durante los años setenta: entre otros libros, La desterrada en su patria (1977), Magisterio y niño (1979) y Gabriela anda por el mundo (1978) presentan algunos de sus escritos clave sobre educación y cultura en América Latina. A Luis Vargas Saavedra le debemos un importante volumen, El otro suicida de Gabriela Mistral (1985), y el editar casi toda la correspondencia que se ha publicado en libros. Mistral escribió miles de cartas durante su vida. Le dedicaba varias horas diarias a la lectura de su correspondencia y despachaba misivas a todas partes.

El hecho de ganar el Premio Nobel en 1945 no hizo más que acrecentar el tren de vida agitado que Mistral ya llevaba, dada su fama internacional. Aparte de su trabajo consular, Mistral fue catedrática visitante en varias universidades de América Latina y Estados Unidos. Era una oradora de gran prestigio e impresionaba al público con su brillante estilo conversacional, solo en apariencia simple. Mistral cultivaba el arte de la conversación y, además, contrario a su imagen pública, le gustaba tomar whisky y fumar cigarrillos, todo lo cual la convirtió en compañía predilecta de círculos bohemios.

El éxito de Mistral, que apenas he esbozado, resulta tanto más extraordinario si se toma en consideración cuán alejada estaba de la apariencia y conducta “femeninas”. Aun cuando el Estado hiciera de Mistral el modelo transnacional, aceptable, de la conducta femenina, solía notarse su “usanza” masculina; reaccionar a su ambigüedad genérica; o, simplemente, describirla como “queer”.

Cuando primero publiqué este libro, no existían documentos “fehacientes” de su sexualidad. Sin embargo, siempre fue evidente para mí que el exilio de Mistral podría haber sido un exilio sexual, al menos en parte. Seguramente, haber asumido la imagen de la maestra se correspondía con su necesidad de autoprotección cuando estaba en Chile, del mismo modo que pasó con la correspondencia de “amor” que mantenía con Manuel Magallanes Moure, un escritor chileno que estaba casado por ese entonces. Algunos especialistas sostienen que Mistral vio a Magallanes en persona solo dos veces, en reuniones sociales. Otros insisten en un affair. Independientemente de lo que haya sucedido entre ellos, no se descalifican las cuestiones que examino a lo largo de este libro.

A la altura de 2002, no se conocían cartas de amor a mujeres, o diarios, que permitieran construir una confesión sexual de índole personal de parte de Mistral. Ninguno de sus conocidos o colegas había hablado jamás de manera abierta y en público, faltando así la “prueba” (por lo visto necesaria) de su sexualidad “diferente”. Todo esto cambió cuando emergió el archivo de Doris Dana, que su albacea, Doris Atkinson, sorpresivamente legó a Chile en 2007. Anteriormente, Elizabeth Horan había escrito: “los latinoamericanistas familiarizados con el extraordinario alcance de su trabajo, declaran estar dispuestos a rechazar la canonización kitsch de Mistral como ‘madre espiritual’, pero parece que hasta que no aparezca un detective literario con una documentación que sirva de ‘evidencia circunstancial del crimen’ (smoking-vibrator proof) del lesbianismo del sujeto en cuestión, pocos sostendrán por escrito aquello con lo que todos están de acuerdo en privado”. En la correspondencia con su amigo y compatriota Isauro Santelices, así como en las memorias de Pablo Neruda, aparecen referencias al chisme y a rumores sobre la soltería de Mistral. Ella misma menciona con regularidad las cartas anónimas acompañadas de insultos que la seguían a todos los rincones de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. El contenido de estas cartas no se ha comprobado. Algunos especialistas opinaron, en su momento, que se trataba de elucubraciones narcisistas y paranoicas de la propia Mistral. Yo siempre he pensado que muy probablemente recibió insultos y que estos tuvieron que ver con su diferencia sexo-genérica.

Es cierto que con frecuencia el tono de Mistral en su correspondencia sugiere que tendía a la paranoia. Además, sus cartas indican que observaba y analizaba agudamente los límites del discurso, y que le interesaba muy en particular el discurso que se urdía en torno a ella. A pesar de los miles de elogios que recibió por ser “la madre de América”, sus cartas nos revelan a una mujer insegura, a veces resentida. Mistral entendía que había logrado el éxito con mucho trabajo, y lo sentía frágil, acechado por todo tipo de peligros desconocidos.

Mistral no fue una madre y esposa frustrada; no le faltaron amores luego de su presunto affair de juventud; y no fue la defensora incondicional de los niños y de las minorías raciales. Sin embargo, estas autofiguraciones le son propias. Por supuesto que existe lo personal en el discurso mistraliano, pero no de la manera en que se ha pensado dentro del canon; he ahí el enigma. Una madre queer para la nación crea un contrapunto para estudiar cómo la manipulación inicial que llevó a cabo Mistral de los límites entre lo público y lo privado terminó por borrarlos y acarreó consecuencias personales y sociales.

La hagiografía que prevalece en la crítica mistraliana ha ocultado las consecuencias personales que afectaron a Mistral; las consecuencias sociales que afectaron a América Latina persisten hasta el día de hoy. He organizado los capítulos que siguen en torno a estos nudos público-privados, que se dan tan por sentado y que terminan siendo los menos comprendidos a la hora de discutir a Mistral y a las mujeres en la primera mitad del siglo veinte: el amor entre madres e hijos; el amor racial, sobre todo del indígena; el amor del maestro y de la educación; el amor a la patria; y el amor personal.

Dado que el corpus mistraliano es enorme, tuve que llevar a cabo un proceso de selección que respondiera a los argumentos centrales del libro. En lugar de ofrecer un análisis monográfico secuencial, el libro se centra en las áreas más contradictorias del discurso mistraliano. El método principal que he empleado a través del libro es el análisis discursivo foucaultiano. Algunas secciones se basan en conceptos psicoanalíticos, según los han reformulado la teoría queer y la poscolonial (sin reproducir, espero, la tendencia del psicoanálisis a la deshistorización del sujeto).

Como el libro se centra en la intervención de Mistral en las políticas de Estado, reúno primordialmente sus ensayos políticos, sociales y educacionales, en su mayoría o desconocidos o poco discutidos. La mayor parte de estos ensayos proviene de dos antologías: Magisterio y niño y Gabriela anda por el mundo. El libro también aborda sus poemas más conocidos, las canciones de cuna e infantiles de Ternura (1945), que son, sin embargo, los menos comprendidos de toda su obra poética.

El libro estudia la correspondencia de Mistral publicada hasta entonces (2002), así como cartas de amigos y colegas que al momento de la publicación en inglés –A Queer Mother for the Nation– solo se encontraban en un archivo de la Biblioteca del Congreso. Además, analizo una selección de fotografías de Mistral que dan cuenta de la amplia circulación de su imagen. El capítulo sobre el archivo fotográfico debe darles a los lectores una idea de su visibilidad e influencia como celebridad nacional e internacional. 

Nómade por naturaleza, Mistral viajó a muchos lugares. El libro toma en cuenta sus relaciones paradigmáticas con Chile, México, Brasil y Puerto Rico, con alguna mención de Cuba y Argentina. También se ocupa de las relaciones de Mistral con una selección de las figuras más relevantes de América Latina del siglo XX: los mexicanos José Vasconcelos y Salvador Novo, la cubana Lydia Cabrera, la venezolana Teresa de la Parra y los puertorriqueños Inés Mendoza de Muñoz y Jaime Benítez. Naturalmente, su relación complicada con Chile es un hilo poderoso, aunque no siempre sea evidente. El libro señala e interpreta este dato fundamental. 

Una madre queer privilegia los materiales disponibles que permiten abordar tanto la escritura y las políticas de Mistral como los debates y temas clave del latinoamericanismo de modo imprevisto o impredecible. El libro estudia la relación de Mistral con las políticas de Estado, enfocando los dispositivos raciales y sexo-genéricos de una “cultura nacional” de Estado, por lo que hay zonas de la vida y la obra de Mistral que no analizo en el presente trabajo. Esto no implica, sin embargo, que sean secundarias.

El lector puede pensar que la mirada insistente de este libro sobre los aspectos en ocasiones poco halagadores de Mistral es demasiado dura. He buscado hacerle justicia a la importancia de Mistral en tanto iconoclasta cultural, a la vez que desconstruyo su participación en el proyecto de Estado. He escrito un trabajo académico pertinente al análisis feminista, la teoría queer y la teoría de la raza, sin dejar de enfocarme en los textos de Mistral.

La intención no es acabar con Mistral, más bien todo lo contrario. El libro hace un reclamo por su centralidad en los estudios sobre América Latina y los estudios queer de nuestro hemisferio. Las acciones, las palabras de Mistral son, por veces, difíciles de aceptar, pero siempre he tenido la convicción de que tuvo una vida excepcional y fascinante.

Por Licia Fiol-Matta

 

Introducción de:

 

Una madre queer para la nación
El Estado y Gabriela Mistral
Licia Fiol-Matta
Palinodia
2024