El zeitgeist del morbo: sobre Réquiem seguido de Las voces de Hiroshima de Tamiki Hara, el true crime, Oppenheimer y otras cosas
«Empuñando una bola de arroz nerviosamente en su mano
semidesnuda camina una anciana por la calle»
Yamazumi Mamoru
Este tanka de Yamazumi Mamoru es una prefiguración inquietante –representante, quizás, de ese gusto por el enigma de la sombra al que tiende la estética japonesa que revisa Tanizaki en su elogio–, cuya imagen, de otra forma en descanso, se calibra hacia toda su potencia cuando se responde la siguiente pregunta: ¿en qué situación se observa a esta anciana que, semidesnuda, aprieta una bola de arroz en la mano como si se tratase de una colorida pelota anti-estrés –como si olvidara que la sostiene–, caminando por medio de una calle en la que deberían haber autos pero no los hay? Mamoru Yamazumi vivió toda su vida en Hiroshima, y como muchos de los escritores de esa ciudad que sobrevivieron a la bomba nuclear, su legado literario posterior se vio inevitablemente marcado, casi de manera unívoca, por esa experiencia. Se trata, por otro lado, de un poeta cuya obra no trascendió fuera de la escena literaria de su ciudad natal, del cual solo obtuve información después de encontrarme con este tanka solitario en una antología de tres páginas de poemas del Genbaku gunbaku, y de una igualmente breve biografía que traduje de una oscura página web japonesa.
El año pasado fui a ver Oppenheimer, largometraje que pertenece a esa clase de películas que, guste o no su director y origen de producción, moviliza a la gente en masa hacia los cines. La película me llevó a pensar en varias cosas, entre ellas el morbo, el fenómeno del true crime, y un libro que había leído hace unos meses. El libro se trata de Réquiem seguido de Las voces de Hiroshima de Tamiki Hara publicado a fines de 2022 en Chile por la editorial Noctámbula. Tamiki Hara (1905-1951) es una de las voces más representativas del llamado Genbaku gunbaku, o “literatura de la bomba atómica”, especie de género oscuro que agrupa la obra de escritores que sobrevivieron y respondieron con su escritura a las monstruosas detonaciones de la bomba nuclear que llevó a cabo Estados Unidos el 6 y el 9 de agosto de 1945. Su libro más conocido es Flores de verano, un conjunto de relatos ficticios que, con una calma perturbadora recrea la antesala a la caída de la bomba en Hiroshima, en los días anteriores de esa semana funesta. Réquiem, adentrándose al mismo espacio, toca una fibra más dolorosa, pues se trata de un relato autobiográfico crudo, que llega a ser indigerible a ratos: “Los ojos de los niños ahogados parecían bolitas que miraban, bien abiertas, desde el agua (…) Caídos bocabajo, de costado o bocarriba, en zanjas, al fondo de un abismo chamuscado, en las profundidades del abismo en que cayeron, miraban todos, tristes, hacia el cielo”. Ya pasando los ojos en una primera lectura, sea en las lineas de su inicio o abriendo el libro de forma aleatoria en cualquiera de sus pasajes, en Réquiem el tono que se acumula es el de la maldición, el cursed de la jerga internauta: “Claro, se nota que el planeta se ha roto. Las pozas reflejaban iracundas las sombras aserradas de los árboles chamuscados. Un enorme murciélago gritó apenado”.
Los libros del Genbaku gunbaku son pesados. Cargan con un peso implícito tanto en su contenido como en su historia; se trata de una literatura que fue censurada en Japón apenas emergió, de mano de las autoridades estadounidenses que entonces controlaban el país. El Código Especial de Prensa decretado por el Servicio de Información GHQ de las fuerzas aliadas se ocupó de acallar esas voces que, sin denunciar aún, intentaban dar cuenta de una experiencia traumática –algo que también pasó en la época, por ejemplo, con los primeros textos chinos que tocaron el doloroso episodio de las “mujeres de consuelo” o “de solaz”, eufemismo usado para referirse a mujeres chinas que sufrieron esclavitud sexual por parte de los militares japoneses en la guerra–. Los propios escritores japoneses de Ia época ningunearon el Genbaku, considerándolo una literatura impura y demasiado directa en su mímesis del horror y la catástrofe. Es decir, los autores del Genbaku, quebrantados por la bomba, después siguieron siendo rotos por la respuesta social a su oficio, al punto de que ya pasadas las décadas y suicidados la mayoría –entre ellos Hara–, se comprueba el estatuto maldito del grupo. Son representantes del estigma del sobreviviente, tal como sigue pasando a veces a quienes luego de pasar por traumas de lo violento, en lugar de recibir un abrazo, son desechados, porque están sucios y manchados. Tamiki testimonia acerca de esto en Réquiem, refiriéndose a la incapacidad de escapar a la experiencia del trauma que después vio calcado en el prejuicio del resto: “Entonces me alejé de allí y partí hacia una tierra lejana. Sin embargo, la gente de esa otra tierra solo veía en mí a un sobreviviente. (…) La gente me insultaba y me decía: «sobreviviente, sobreviviente»”. Pareciera que esto es algo que nació para ser visto con malos ojos, claro, porque no puede haber algo bueno en los hijos monstruosos de una tragedia así. Sin ir más lejos, el propio prologuista de Flores de verano retrata a Hara como un escritor que probablemente no hubiera destacado si no fuera por su experiencia en Hiroshima, ironía cruel que el mismo Tamiki no estuvo muy lejos de reconocer: “Originalmente, para alguien de tan escaso talento y capacidad como yo, quizás habría sido una osadía tratar de ganarme el sustento como escritor. Si la tragedia me impidiera vivir y me dejara sin aliento, no habría nada más que hacer. Sin embargo, mientras me quede algo de vida, obviamente quiero dedicar a ello todas mis fuerzas”. Me permito no estar de acuerdo. Más bien, diría que Hara se vio impedido por la experiencia, sofocado por su recuerdo. Así lo demuestran momentos donde su escritura logra un alcance que en verdad trasciende el prejuicio estereotipado que se pueda tener de él y los escritores de su condición, como este pasaje encontrado en Las voces de Hiroshima, segunda parte de la edición de Noctámbula, que compone un mosaico de voces esparcidas por el antes y el después de la explosión de la bomba: “«¿Será que el tiempo es temperatura?». Si bien había pasado mucho desde entonces, de repente se sintió extrañado al enterarse de que ya se había inventado un reloj que, gracias a las diferencias de temperatura, no se detiene nunca y anda para siempre. Y más raro se sintió al pensar que esa máquina era más sensible que él.” Aquí el relieve se empieza a asomar de mano a labores que operan por un amor al arte de la narrativa. Esa narrativa que estando en agonía y conectada a la plena perdición de la mente que escribe, no termina de perderse estéticamente; al contrario, parece encontrar gran fuerza cuando toca ese fondo, y es algo que se repite a lo largo y ancho del libro. Incluso tratándose de un texto sumergido en la angustia, la palabra de Hara logra distraerse cuando propone pequeños momentos de descanso, los cuales por su escasez son apreciables en mayor grado al hacer sus apariciones: “Yo iba camino a un centro comercial a entregar un pedido de costura. Entremedio del bullicio, vi por detrás a un antiguo amor. No podía ser. Hace tiempo que mi amante estaba muerto”. Son escenas que remiten a la cualidad casi ascética del arte de la novela del Asia oriental. Esa técnica depurada en lo sutil, en estas escrituras es combinada a lo descarnado y lo sangriento, produciendo un híbrido mutante, bipolar, infectado de radioactividad, que por supuesto chocó en su momento con la sensibilidad de la protegida tradición de un país como Japón. El efecto de esta hibridez resuena en el órgano lector cuando, en inmersión a remolinos abstractos de angustia, la constante que se descubre es un aterrizaje hacia la función medicinal de la lírica japonesa, en tierras del onirismo: “Caminé siguiendo aquello que se movía en oleadas. Me daba la impresión de que así, mientras lo hiciera, volvería a ser yo misma. Un día, sin darme cuenta, volví a serlo. Mi hijo me mostró un dibujo. Había dibujado la naciente de un río. De pronto me di cuenta de que yo tenía un hijo”.
La voz de Réquiem, a su lado, expone menos este interés por hacerse un espacio en la tradición, cuestión que trunca por una sinceridad más o menos cruel, pero equivalentemente provechosa en cuanto sondea el suelo marino de la noción de ser humano: “Si algo me emociona y me revive es todo culpa de los lamentos de ustedes. Eso sí, yo estaba absorto en el sonido de las campanas, las campanas que repiqueteaban en mi interior.” Creo que entiendo a lo que se refiere. Es, en principio, algo simple aunque de difícil hallazgo, uno de esos pensamientos mayores, rocas nodrizas, deltas naturales hacia los que desemboca la mente enfrentada a lo terrible y desbordante, cuando entra en el bucle, en el loop de lo tremendo. Quizás sea algo que yo como lector comparto con Hara si sigo la linea de reflexión en torno a la condición última de existencia de lo que es ser humano, como experiencia psicodélica de realización casi biológica, “la noción de ser humano”. En esas palabras lo pone Tamiki caminando por entre los restos de Hiroshima y sus cuerpos mutilados, “la noción de ser humano”, se repite sin parar. Cuando todos los pensamientos posibles se acumulan en momentos que bordean el presentimiento de la muerte, ese pensamiento mayor es la realización de que lo que más nos define es nuestro ser humano; casi obvio, es lo que somos, estos seres, pero es una metafísica que se nos escapa en el cotidiano, porque nos volveríamos locos si no dejamos de proyectarla. Luego, escuchar campanas también es una de las alucinaciones descritas como primordiales en la experiencia humana; personalmente lo experimenté en el peligroso internet sin regulación de los dosmil, con el hallazgo de sombríos audios de ruido blanco manipulado, con los que los usuarios intentaban sugestionar alucinaciones auditivas (gates of hell, les llamaban, hoy los he escuchado con el nombre de “drogas auditivas”). La alucinación más común que reportaban quienes se adentraban en estos archivos era la de las campanas. Yo mismo lo viví a los diez años, y escuché con nitidez esas campanas. En fin, en este libro parece haber una conexión con algo primordial que se escapa de un sesgo de calidad de texto o de obra; esto es mucho más real que eso. Por eso Hara anuncia un par de páginas después: “De pronto, todo me abruma con su realismo”. A fin de cuentas, el Réquiem y Las voces de Hiroshima provocan una inmersión estricta como pocas en las profundidades irremediables de la vida. Así lo dice él mismo: “me hundo hacia la profundidad de la vida”
Esta es una lectura difícil y escabrosa, pero me atrevo a decir importante, en especial ahora. Si retomo lo que apuntaba un poco más arriba sobre la censura al relato de la experiencia traumática, hoy pareciera, en cierto sentido, que la balanza se ha pasado hacia el otro lado, hasta llegar a la banalización del trauma, incluso a su goce. Esto es evidente si reparamos en que casi todas las producciones más vistas en Netflix son del género del true crime, o también, si analizamos la insólita capacidad de concentración lectora que pareciera que en algunas personas ya solo se manifiesta cuando se leen largas notas de celular de funas en Instagram a personas que ni se conocen. Entonces, lo que genera el tipo de lecturas que suscitan libros como Réquiem seguido de Las voces de Hiroshima, es una especie de re-sensibilización ante la regularización alienada de lo terrible: en un mundo digital que ya es incapaz de generar la concentración necesaria para alojarse en otras cosas, se consume con morbo, como una manera de suplir esa carencia, el horror de la vida real de otros. Los noticieros de las diez solo muestran las peores atrocidades de la semana, lo más visto en las plataformas de streaming y lo más escuchado en los podcasts son los crímenes más nefastos de los que hay registro. El zeitgeist morboso del true crime se ha vuelto un sensacionalismo antiterrorista que amenaza con absorberlo todo, y del cual no dudan en aprovecharse quienes pueden sacar ganancia de ello. Al salir del cine, me di cuenta de que Oppenheimer me había producido una desconfianza extraña que ahora comprendo mejor: creo que parte de su enorme éxito se lo debe a que, aunque de forma más matizada, también estaba chupándole la sangre a esa vaca distraída en el morbo.
Será que se nos muestra otra cara al escuchar y leer sobre el trauma y sus consecuencias en palabras de quienes en vida no consiguieron ser escuchados ni por sus pares ni por sus familias –y, no está demás decirlo, en un formato (el libro) que no es inmediato ni facilista–. Muy bien podría ser el contacto con estas palabras, en el punto en el que estamos, un elemento necesario para re-sensibilizarse ante el dominio del morbo. Tamiki Hara se lo pregunta en estos términos: “¿existirá en este mundo ese estremecimiento, ese estremecimiento tan acongojante que sentí en tus labios al ponerles con mis dedos una rebanada de pepino?” Hay un llamado en eso, una pulsión por encontrarse en un mundo en pérdida, así caminar entre los escombros con algo que intenta aferrarse en su perdición al encuentro de un tú, que estás ahí también conmigo: “Todo en mi interior… parece que me voy recuperando. Parece que de algún modo voy entendiendo donde vivo. Parece que no estoy solo vagando entre la multitud”. Me recuerda, y con esto cierro, a una linda canción del proyecto Oneohtrix Point Never de Daniel Lopatin, que toca por las mismas notas: I’m lost, but never alone (estoy perdido, pero nunca solo).
Por Enrique Paredes Bassi
Foto: Obra de Ogawa Sagami