“La sociedad moderna se alimenta del peligro: la manufactura y distribución
de lo que amenaza al capitalismo es la bencina misma de éste”.
(Herbert Marcuse, El hombre unidimensional)
“La historia de Chile quisiera ser fenómeno de la naturaleza”
(Armando Uribe, “Caballeros” de Chile)
¿La virtud anticipadora de un autor incrementa o disminuye cuando la sociedad sobre la que recae el diagnóstico pareciera estar amarrada a su potencia conservadora?. No me queda claro —y en tanto pregunta retórica que abre un texto, poco importa—, pero creo que podría ser el caso de Tolerancia represiva y otros ensayos, escrito por Herbert Marcuse hace casi cincuenta años y también, de rebote y hoy, el caso de esta, nuestra larga y generosa franja de tierra en situación de intentar ser país, de nombre Chile.
Aunque me enfocaré en el primero y más extenso de los cuatro ensayos, La tolerancia represiva, aclaro de entrada que es este un libro escrito en filosofez estricto en el que se encuentra, más en los fundamentos que en el tono, el germen de cierta divulgación filosófica a la manera de Zizek y Byung-Chul Han (especificamente los fundamentos en torno a la captura del deseo y la progresiva descomposición psíquica del individuo¹). Ayuda bastante que Marcuse ponga ejemplos concretos luego de segmentos teóricos y, si uno ya tiene cierto sentido común psicoanalítico y maneja conceptos como superyó, represión y sublimación, la lectura se allana.
Pero antes de entrar, el paisaje de la obra marcuseana de la cual este texto es una ajustada muestra podría resumirse así: la dominación capitalista ya no requiere el mismo esfuerzo opresivo y unidireccional que en el modo de producción clásico, el juez ha sido interiorizado y ahora la dominación ocurre a través del manejo de la diversidad y el vaciamiento de las tecnologías. El deseo mismo sería un terreno en disputa (vamos perdiendo) y, gracias a la espectacularización de la política, casi cualquier esperpento cabría en el traje ajustable de la democracia. Es al interior de este esquema que Marcuse afirma que la tolerancia moderna es, antes que una conspiración, un refuerzo a dicha dominación de nuevo tipo. Propongo que, a través de un recorrido por recientes coyunturas nacionales y fragmentos escogidos del ensayo mismo, veamos por qué.
Un primer elemento es la tolerancia entendida como empate o exposición neutral del conflicto. Marcuse lo ejemplifica así: “Tratar con la misma imparcialidad a los grandes cruzadas contra el humanitarismo (como, por ejemplo, contra los albigenses) y las desesperadas luchas en pro de las ideas humanitarias significa neutralizar su contrapuesta función histórica, reconciliar a los verdugos con sus víctimas y desfigurar la tradición”². Y también así: “Una revista que publica, uno al lado del otro, un reportaje negativo y otro positivo sobre el FBI, cumple honradamente la exigencia de la objetividad (…) sin embargo, la tolerancia expresada en tal imparcialidad sirve para hacer aparecer lo más pequeña posible, o incluso para absolver, la intolerancia y represión dominantes”. Bien lo sabemos aquí, tierra fértil en recientísimos violadores de derechos humanos devenidos faros morales, columnistas que escriben en todas aquellas partes donde no los dejan escribir y perspectivas matinalescas para las cuales musicalizar la versión íntima del abusador es solo parte de esa otra mitad de la verdad. Aquí, donde a cada reiterada pero excepcional muestra de la violencia excedente del Estado le sigue un carabinero íntimamente escenificado en su propio living, en horario prime y con un nuevo peinado, contando que son sus intenciones las que valen —él no se levanta buscando dañar a nadie— y no el hecho de que le haya quitado la vista a alguien con su escopeta. Dicho carabinero podrá incluso lanzar un libro, y la retórica de mercado-demanda-democracia con que una cadena de librerías justificará prestarse para el lanzamiento de tamaño escupitajo será una muestra más de esa ruinosa imparcialidad señalada por Marcuse. “Semejante engañosa neutralidad sirve a la reproducción de la aceptación del demonio de los vencedores en la conciencia humana”, diría, si estuviera aquí.
Un ejemplo ejemplar de tolerancia represiva es la abominación que todos hemos presenciado cuando se menciona el ataque del siete de octubre a Israel y, acto seguido, lo que está pasando en Palestina, sugiriendo al espectador no solo una equivalencia cualitativa y cuantitativa de la masacre, sino la existencia predeterminada de una posición higienizada y apolítica que, hilando ya al interior de nuestra chilena potencia conservadora, es la misma de quienes consideran que un par de funas o una visita guiada a un museo son dispositivos refundacionales. La representatividad del espectro político entero está corrida, difuminada. Quienes adjudican planificaciones centralizadas allí donde la sociedad patalea como puede tienen un interés explícito en que las transformaciones no se produzcan y enturbiar la discusión es un recurso aparentemente válido. Y de nuevo: es al alero de la tolerancia represiva que estos descalabros pasan por una imparcial exposición del conflicto.
“La constitución del mundo se realiza a espaldas del individuo y, sin embargo, es su obra”, escribe Marcuse, enfatizando el carácter enajenante mas no directamente conspirativo de la dominación, pues antes que la elite en una habitación planeando el entramado comunicacional del mundo, lo que ocurre es que “el progreso cuantitativo milita contra el cambio cualitativo”, es decir, allí donde aumenta el bienestar crece también su cerco y a la represión necesaria para mantener engrasada la sociedad se le agrega otra, que denomina represión excedente, y que tendría que ver ya no con la conservación de un estado de las cosas sino del aparato psíquico que le es funcional a dicho estado. Puesto así, es decir, entendiendo que hay una contrarrevolución anclada en la estructura instintiva, habría que concebir que la liberación tiene también una dimensión orgánica. Dicho en otras palabras: junto al progreso de la civilización progresa también su capacidad para reprimir las alternativas que le amenazan, y esto ocurre en simultáneo: explícitamente desde aspectos político-policiales e implícitamente desde una trama, llamémosle, cultural. Todo esto es doblemente trágico, pues no solo habría una crisis objetiva de la representación, sino que los mecanismos mismos estarían oxidados, infestados subjetivamente de represión excedente.
Volvamos al paisaje chileno actual para reforzar este punto. Aquí y allá, en editoriales, cartas al director y paneles televisivos, el corrimiento a la derecha se justifica inflando mediáticamente una potencia de la cual el contrincante carece —no es que seamos de ultraderecha, es que ellos quieren ideologizar a nuestros hijos—, cuestión que funciona en la medida que dicha potencia conservadora es profundamente ahistórica y lleva toda discusión al terreno de la urgencia, el miedo y los afectos, caldo psíquico que, a su vez, es condimentado, revuelto y aumentado por medios de comunicación que se dan vuelta en los mismos rostros de siempre, modulando la discusión pública bajo conceptos generosamente donados por el espectro más reaccionariamente creativo de nuestra derecha.
Ejemplos, como se ve, sobran. En una más de sus deprimentes cartas, Warnken dice sobre el triunfo de Milei: “tal vez lo más cuerdo era hoy votar por un loco, tal vez sólo por echar afuera del poder a los ladrones y amos de la mentira y el miedo, valía la pena este riesgo”. Emocionalidad, urgencia, cinismo revestido de poesía. ¿Será que nuestro intelectual del orden ignora diagnósticos como el de Stefanoni³, o quizá son solo las reflexiones apuradas y perdonables de alguien que, por tener continuamente la palabra, confunde el fascismo con una canción de Andrés Calamaro? Visto desde un punto de vista marcuseano, el problema no sería Warnken mismo, que puede pensar y escribir lo que quiera, sino el hecho de que, de la variedad reflexiva que de hecho es Chile, sea justamente la porción conservadora la que acceda a la masividad. Los señores ofendidos que escriben columnas sobre lo woke y la cultura de la cancelación podrían entenderlo así de una buena vez: estamos hartos de verles cacarear no solo porque tengamos fundados desprecios individuales, sino porque la balanza está amañada y no vendría mal intentarlo con argumentaciones que proponen y prosas que no dan vergüenza ajena. “A la larga, el objetivo de Marcuse, como el de todo seguidor de Marx, es que nadie piense diferente”, dice el autor mencionado en la primera nota al pie. ¿Sabrá que el marxismo utópico no es la única lectura posible?⁴ A estas alturas, ¿qué más se puede decir de nuestro ya casi autóctono anticomunismo sin comunismo? Pues que es parte de esta doble tragedia en la cual, si bien hay concentración de medios, también hay comodidad, fraccionamiento y, sobre todo, dificultad para empujar voces que disputen; hay, si se quiere, cierta manera nacional de recostarnos sobre la represión excedente y su pulsión conservadora murmurando un: bueno, es que así es la cosa.
Pero así no es la cosa. La sugerencia de Marcuse por empujar lo estructuralmente reprimido es algo que la sociedad puede encarnar sin necesidad de leer ningún libro. ¿Significa esto que habría que apretar más a quienes ensucian la discusión y llamarlos por su nombre? ¿Significa esto que TVN debería tomar el rol que le corresponde? ¿Significa esto que necesariamente sustituiríamos a un tirano comunicacional por otro? El temor a jugársela es tremendo. Chile desea murmurando y de reojo. Si ya sabía lo que pasa cuando se intenta por la vía institucional ahora ya le va quedando claro qué ocurre cuando se propone más desde el ímpetu que desde la organización. La derecha clausura el futuro, al mismo tiempo que la izquierda, para no molestar a nadie, no se permite proyecto alguno.
Puede que nos parezca exagerado o conspiranoico cuando Marcuse entiende nuestra moderna tolerancia como “un medio de eternizar la lucha por la existencia y reprimir toda alternativa”, sin embargo, los ejemplos de desactivación del conflicto a través de la exploración superficial del mismo parecieran retratar cierto carácter nacional. Se levanta el secreto del Informe Valech y, antes que darle voz a sobrevivientes y sus familiares, tenemos a los mismos de siempre parloteando en televisión. Hace no tantos años hubo quien proponía un Museo que se opusiera al de la Memoria, para contar la otra cara de la verdad. Se filtran conversaciones en las que la separación de poderes muestra su sótano y los túneles que la conectan con los otros sótanos del poder, incluso dentro del mismo lodazal vamos viendo cómo se administraban cuotas extras de impunidad para violaciones a los DDHH en el estallido y, pese a todo esto, el foco queda puesto en la transversalidad del caso y, para sorpresa de nadie, en las posibilidades de mejorar que le ofrecen crisis como estas a la democracia. ¿Qué otra cosa es esto sino un impulso no necesariamente coordinado pero sí estructural respecto a reprimir toda alternativa? ¿Cómo vamos a forjar ciudadanos reflexivos si el paisaje mediático que ofrecemos es este excel mental con solo dos o tres ideas intercambiables rebotando en la misma habitación de siempre? Daniel Mansuy abre así uno de sus recientes minutos de confianza de Tolerancia cero: “«Puta, maraca, pero nunca paca», eso fue dicho por mujeres feministas, cuestión que yo nunca he llegado a entender”. Todo lo que sigue a una frase así es adivinable no porque seamos adivinos sino porque conocemos la minuta. ¿Será porque es doctor en ciencias políticas que no consigue entender algo tan sencillo como que el odio a ciertas instituciones se cocina a fuego lento y, aunque la guerra se vista de paz, perdura en el tiempo? ¿Le habla siquiera a los televidentes o más bien a los suyos? Más cercano a ser un promotor de lo que Andrés Scherman define como megaidentidades partidarias⁵ que a un mediador de posiciones políticas reflexionadas, su interés es preciso: empujar la tesis según la cual poner en escrutinio a las policías es debilitarlas. Tesis mañosa que afirma que son los tuits de autoridades respecto al actuar policial lo que las debilita y no la obscena acumulación de registros en los que, con o sin dictámenes judiciales, asistimos al carácter pandillezco del Estado. Misma tesis empujada por Lucy Oporto, filósofa de raigambre allendista devenida intelectual del orden que, con prosa barroco-reaccionaria, termina leyendo el fenómeno de la violencia con la misma rigurosidad que sus compañeros de Ex-ante. ¿Por qué tendríamos que seguir aguantando que se equiparen crímenes de Estado a insultos por redes sociales? ¿Dónde queda entonces lo intolerable? O, ya que se asocia intolerancia a violencia, ¿no podríamos ser tranquilamente intolerantes? Escribe Marcuse, como si fuera hoy: “En nombre de la educación, la moral y la psicología se escandalizan ruidosamente del aumento de la delincuencia juvenil, pero con menos ruido de la criminalidad de balas, cohetes y bombas cada vez más potentes, crimen ya maduro de toda una civilización”. El condenómetro de nuestra democracia, al igual que los límites de lo tolerable, se ajusta a sus intereses, es decir, a la alianza de inmunidad ya indistinguible entre democracia y capitalismo.
Una más. La última: en su columna Humanidades: una conversación, Sebastián Edwards escribe que “Los cultores de estas ideologías justificaron el que baila pasa, y hoy impiden a los académicos entrar a sus oficinas y dictar sus clases. Estampan marcas de tinta en los brazos de los profesores, sin entender que la simbología de esos rótulos viene de los campos de exterminación nazis”. El chiste se cuenta solo. Intentos honestos de entrar a diseccionar la violencia no hay. Antecedentes de lecturas mínimas al respecto tampoco. Para estos caballeros de Chile la historia es solo otro tipo de naturaleza. ¿Y no es acaso esta acumulación de ejemplos una muestra más de que ni siquiera estamos teniendo las discusiones que corresponden? ¿No hay acaso una manera oblicua de entendernos como comunidad (o como ausencia de la misma) a la que ya nos acostumbramos, sin esperanza alguna en producir maneras de comunicarnos que efectivamente y aunque sea en los últimos minutos de un mundo aparentemente ya perdido, comuniquen algo? ¿No hay acaso cierta tristeza cansada en nuestra ironía? Marcuse aporta con este ensayo, como mínimo, una cuota de razonable reinterpretación del conflicto.
La tolerancia así entendida es un paisaje cómodo para nuestra chilena potencia conservadora: el conflicto resulta siempre administrable, contenible —el conflicto circula, ordinariamente, dentro de sí mismo, diría Juan Rivano—; no hay conexión de un conflicto con otro, no hay historicidad: solo está el presente y su coyuntura infinita. Quizá sea porque “objetivamente, ¨en sí¨, la clase trabajadora sigue siendo la clase típicamente revolucionaria, pero subjetivamente, ¨para sí¨, no lo es”. Quizá sea que para volver a llamarse pueblo se requiere ejercer primero dicha experiencia. Ayudaría eso sí, para siquiera intentarlo, que las vías para que la sociedad pueda comprenderse a sí misma fuesen expeditas. Ayudaría, siguiendo a Marcuse, que la tolerancia tomara posición respecto a su propia historicidad, pues, “si la objetividad tiene algo que ver con la verdad y si la verdad es algo más que una cosa de la lógica y de la ciencia, entonces tal tipo de objetividad es falso e inhumana esa especie de tolerancia”.
La democracia en su esfuerzo inmunizador no solo se defiende de ataques sino que preventivamente va desarticulando a sus potenciales amenazas. Y pese a que hasta cierto punto esto ocurre interesadamente, existe una trama inconsciente en la que dicha represión excedente se comporta como si fuera natural. Este punto es crucial si uno pretende dejar atrás el horizonte del comunismo ilustrado -único espantapájaros argumental que conoce la derecha- y pensar en uno postilustrado en el cual, como decía cierto profesor de una universidad ya inexistente, ni somos los buenos ni venimos a sacar de su enajenación a nadie.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo modular el retorno de lo reprimido y dirigir su desordenada fuerza hacia las transformaciones pertinentes? Responde Marcuse: “no se trata del problema de una dictadura educativa, sino de quebrantar la tiranía de la opinión pública y de sus creadores en la sociedad cerrada”, pues “la liberación de los condenados de este mundo exige la opresión no sólo de sus viejos, sino también de sus nuevos amos”. Y agrega: “Allí donde el espíritu se ha convertido en sujeto-objeto de la política y de sus prácticas, la autonomía espiritual, el esfuerzo del pensamiento puro, se convierte también en asunto de la educación política (o más bien: contraeducación)”.
Y cierro ya esta chueca reseña con Tamara Tenenbaum que, en su columna La política consumida como chiste, lo dice mejor que cualquiera: “Supongo que solo podemos tratar que nuestras políticas (antes que nuestros políticos) estén a la altura de nuestras banderas y esperar que, en algún momento, pase de moda esta idea chabacana de honestidad que anima a todas las derechas globales, para la cual es mejor que nadie ofrezca ningún ideal ni espere nada de nadie antes que hacerlo y fracasar”.
¹Es este el aporte postfreudiano que hace Marcuse y no ser el padre de la ideología woke, conclusión a la que llega Josep Baqués en Marcuse y la tolerancia represiva: acerca de la libertad, de la democracia y de los derechos individuales, cuya lectura recomiendo a quien quiera echar un vistazo a la pequeñez interpretativa habitual de la mentalidad conservadora.
² Salvo que se especifique lo contrario, todas las citas usadas son de la edición Los libros de la catarata, del 2010.
³ ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Pablo Stefanoni (Siglo XXI Editores, 2021)
⁴ A quien desee darse la chance de imaginar un marxismo posible en vez de seguir masticando el espantapájaros conceptual del anticomunismo promovido por los medios encontrará argumentos suficientes en Para una crítica del poder burocrático, Comunistas otra vez, Carlos Pérez Soto (LOM-ARCIS, 2001)
⁵ Megaidentidades que define como “asociadas a la construcción de una identidad en la interacción con el grupo político con que nos identificamos y aquellos con que sentimos mayor distancia”. (Andrés Scherman, Un nuevo tipo de polarización, https://www.ciperchile.cl/2024/04/02/un-nuevo-tipo-de-polarizacion/)
Por Rodrigo Fernández