La pregunta de si es posible una fantasía radical presupone, como lo hace cualquier pregunta sobre la fantasía, una primera interrogante fundamental sobre la diferencia entre ésta y la ciencia ficción. No se trata de un problema académico o escolástico, ya que los lectores, con unas pocas interesantes excepciones, son significativamente distintos y no toleran los gustos del otro grupo. Una manera de investigar el asunto sería entonces encuestar a los lectores, ideando ingeniosas preguntas que lleguen al centro de la cuestión (el deseo o anhelo utópico del lector). Se trata de un proceso delicado: es trabajo sociológico de campo, que exige su propia formación y experticia particular, y solo existen unos pocos modelos lo suficientemente exitosos para unos cuantos géneros¹.

Pero hay otras aproximaciones a la pregunta, que no necesariamente involucran la pura intuición o los espontáneos destellos de genialidad crítica en el vacío. Uno puede, por ejemplo, examinar las teorías ya existentes de esta diferencia genérica: ya que, sin importar qué tan bien o mal fundadas estén, ellas efectivamente revelan la presencia de ciertos patrones y creencias ideológicas profundamente arraigadas, y éstos siempre son síntomas significativos que apuntan en una dirección, incluso cuando la realidad de la búsqueda siga estando por determinarse.

Al comienzo de una investigación de ese tipo, veo surgir dos temas persistentes. Uno tiene que ver con una mitología del bien y el mal sobre la cual volveré en un momento, limitándome por ahora a la aseveración de que la ética en este sentido –la ética binaria– es incompatible con la historia. El argumento supondrá entonces la afirmación de que la ciencia ficción en su mayor parte ha evolucionado en el modo de la conciencia histórica o historicista, aunque también quisiera dejar un lugar para cierto tipo de huella histórica en la fantasía.

De hecho, una temática histórica informa ya la segunda distinción general entre la fantasía y la ciencia ficción; aquí la afirmación es que el paisaje de la fantasía, con sus calabozos y magos, sus dragones y sus combates mano a mano, es esencialmente medieval o, mejor aún y de manera más abarcadora, premoderno (pero por lo general no urbano). La ciencia ficción, por otra parte, incluso cuando involucra modos de producción no sincrónicos (como en Qué difícil ser Dios, de Arkady y Borís Strugatsky, 1964) o visiones puramente históricas de otros periodos y otras formaciones sociales (como en Duna, de Frank Herbert, 1965), siempre necesariamente incluye a la modernidad en su perspectiva temporal. Aquí lo “premoderno”, ya se trate de un Imperio Romano galáctico o de sus ramificaciones cristianas o islámicas, aún es implícita y negativamente definido en términos de un estándar de la modernidad como tal. La fantasía rara vez incluye esta perspectiva; solo el mundo premoderno existe, y por lo tanto no puede ser definido como premoderno. La trilogía de Rocannon de Ursula K. Le Guin bien puede corresponder a la primera, dado que los visitantes del Ekumen son modernos, pero nada en la pentalogía de Terramar nos permite seguir encontrando ya esta perspectiva doble.

El otro tema en cuyos términos la distinción a menudo se representa es el de las máquinas versus la magia. Incluso si la ciencia ficción ya dejó de ser tecnológica en el espíritu de su “edad dorada”, sigue habiendo marcadores y objetos delatores que dan testimonio de un mundo vital maquínico en algún estadio de desarrollo o, en otras palabras, de un ambiente construido en el cual la naturaleza (junto con las herramientas) ha sido suplantada por la maquinaria, sin importar cuán fantástica pueda ser ésta.

Las formas y el poder motor de la fantasía son orgánicos y mágicos: el dragón funciona, sin duda, como un equivalente de las naves espaciales, los aparatos teletransportadores y demás, pero es un ser vivo y la narrativa debe lidiar de manera central con la relación humana con él (como ocurre de manera más interesante en Le Guin, Samuel R. Delany y Anne McCaffrey)². La relación de la ciencia ficción con la nave espacial en tanto inteligencia artificial (como en 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, 1968) o con otros tipos de tecnología, como la casa inteligente³, constituye un desarrollo relativamente lateral o marginal, y se vuelve central solo con la temática de los robots y los androides (y posteriormente con los cyborgs). Pero los androides de la fantasía solo pueden ser otra especie (u otros poderes supernaturales).

Creo, de hecho, que estos representan dos perspectivas definidas y relativamente incompatibles, pero para demostrar eso tenemos que observar la tierra de nadie genérica que los divide y en la cual se mueven seres ambiguos. El viaje en el tiempo es relativamente pensable de esta o aquella manera einsteniana, pero por lo general se concibe junto con una forma específica de tecnología de la cual es la extensión. Más difícil es imaginar en qué podría consistir una forma orgánica de viaje en el tiempo, aunque uno podría postular varios fenómenos galácticos (siendo el famoso agujero de gusano el más convencional) o si no alguna catástrofe natural/sobrenatural como en 1632 de Eric Flint (2001). Pero, en realidad, esto es un nuevo tipo de novela histórica, en la cual dos periodos históricos se enmarañan. De modo que el viaje en el tiempo pone en peligro el marco fantástico en la medida en que permite que la ciencia irrumpa en el mundo de la magia; uno podría pensar que es solo cuando se permite que la magia haga sentir sus poderes en los representantes de la ciencia que la fantasía madura. ¿Pero es Un yanqui en la corte del rey Arturo (Mark Twain, 1889) una novela fantástica? ¿Y qué hay de Highlander (Russell Mulcahey, 1986)? Las tradiciones de vampiros son tal vez un caso de prueba aún mejor, ya que demuestran la manera en que la lógica de la fantasía debe confinarse a un enclave dentro de lo realista/moderno para preservar su poder y generar nuevas formas de horror. Mientras tanto, aunque efectivamente hay proyecciones en las cuales un viejo mundo de supersticiones y creencias y costumbres pretecnológicas supera al nuevo mundo tecnológico o lo corta de raíz –pensemos en Pavana (1966) de Keith Roberts o en el así llamado “steampunk”–, estas, con su foco en la historia alternativa y las dinámicas de la historia como tal, ciertamente coinciden con las categorías estándar de la ciencia ficción. Es cierto que hay historia y cambio histórico en la fantasía, como veremos en un momento, pero es bastante distinto a esto.

Pero consideremos un “fenómeno” aún más ambiguo: la telepatía (junto con su panoplia de variantes, precogniciones, etc.). En el mundo real actual, sin duda existe una diferencia fundamental entre las sociedades para la investigación y el testeo de la telepatía y las varias formas contemporáneas del aquelarre de brujas y la adoración al diablo. Bien puedes invocar al diablo, pero no se supone que le tomes medidas o lo pongas a prueba. De cualquier modo, ciertamente hay una zona de la ciencia ficción (pensemos, por ejemplo, en Scanners (David Cronenberg, 1981)) en la cual la telepatía se acerca mucho a ser un poder mágico, mientras que en la fantasía va de suyo que no se necesitan mayores explicaciones cuando un escritor quiere dotar de poderes telepáticos a un mago (o de hecho a alguna otra especie).

Por otra parte, uno puede intentar entonces recuperar la dimensión de la magia para los poderes cognitivos: en La estación de la calle Perdido, por ejemplo, el conocimiento implica una relación entre tres puntos: lo oculto/taumatúrgico, lo material, y lo social/sapiencial, donde lo oculto “incluye las varias fuerzas y dinámicas que no tienen que ver con la interacción de elementos físicos, y que no son meros pensamientos o pensadores. Espíritus, demonios, dioses, si quieres llamarlos así, taumaturgia”⁴. Mientras tanto, las técnicas taumatúrgicas (lo que Lévi-Strauss habría llamado l’efficacité symbolique) abren un vector a lo social; mientras que “el aspecto físico: los hechizos y encantamientos […] las ‘partículas encantadas’, llamadas taumaturgones” abren otro a las ciencias materiales. Uno se pregunta dónde encuentran su lugar el psicoanálisis, la psique y el deseo en todo esto (como se lo preguntó el propio Lévi-Strauss), hasta que nos damos cuenta de que las emanaciones y la captura de los deseos y las fantasías de otras personas están, de muchas maneras, en el centro mismo de esta narrativa, que, pese a los monstruos, puede inscribirse en la tradición de las varias teorías de la cultura de la imagen, el simulacro, la sociedad del espectáculo y demás. (Esta sería la dimensión de crítica social de la novela, y de su radicalidad, pero quisiera volver sobre esa pregunta más adelante).

Ahora bien, salvo por las filosofías new age (y quizás es una salvedad muy grande), no es tan frecuente que las ciencias y una visión de mundo materialista y cognitiva sean recuperadas por la perspectiva idealista y espiritualista. Me parece, de hecho, que aquí el problema es el materialismo, y sería una generalización excesiva e inservible afirmar que toda ciencia ficción es de algún modo materialista (las perspectivas e ideologías idealistas tienen sus propios modos de infiltrar el materialismo más estridentemente afirmado). Lo que quisiera proponer a propósito de la ciencia ficción (y lo he hecho en otros lugares) es que es un nuevo género cuyo surgimiento a fines del siglo XIX es sumamente similar al surgimiento de la novela histórica a comienzos de ese siglo: ambas señalando un tipo de mutación incómoda e incluso dolorosa en la historicidad y la conciencia de la evolución de la sociedad humana. Scott correspondería así, según Lukács, a lo que todos los demás coinciden en caracterizar como la invención misma de la historiografía moderna y la conciencia histórica moderna como tales, con la Revolución Francesa (y la filosofía alemana). Con respecto a la ciencia ficción y el momento de Wells, La guerra de los mundos (1898) es claramente un registro convulsivo e imaginario del nuevo sistema imperialista (tal como encontró una dramática ejemplificación en el genocidio colonial en Tasmania).

La fantasía claramente tiene raíces y fuentes mucho más antiguas que esto y reconoce todo tipo de antecedentes en las sociedades premodernas; pero se supone que la fantasía moderna hace algo más que simplemente (e inexplicablemente) replicar el modo de pensamiento de una sociedad arcaica. La religión es, desde luego, precisamente uno de esos modos de pensamiento arcaicos, pero cuando genera las fantasías de un Tolkien o un C.S. Lewis, este movimiento notoriamente reaccionario exige una explicación política contemporánea.

Ahora bien, el tema del materialismo y la mención de la religión sugieren una aproximación a la fantasía distinta a aquella convencional de la Ilustración y lo modernizante, en la cual tanto la fantasía como la religión son acusadas de oscurantismo y mistificación y convocadas simplemente para desaparecer. Hegel, cuyas simpatías por la Revolución Francesa ya eran profundas y considerables, fue quizás el primero en proponer un tipo de solución posilustrada al problema de la religión, que entendía en estática oposición dialéctica a la Ilustración como tal. El error de esta última, señala en la Fenomenología, fue insistir en la eliminación de su antítesis, y el resultado de esta insistencia fue el Terror. Por su parte, la dialéctica de Hegel sugiere (es todo un programa político) que debemos atravesar de punta a cabo la religión y salir al otro lado, absorbiendo todos sus rasgos positivos –después de todo, en este periodo es la cultura y el deseo, el contenido mismo de la superestructura premoderna como tal– para combinarlos con un impulso ilustrado ya no amenazado por la reducción a la razón instrumental y las formas más limitadas del positivismo burgués. Podríamos querer dar una mirada a la tradicional (e irreconciliable) antítesis entre ciencia ficción y fantasía desde la perspectiva de esta lección de Hegel.

Pero es de hecho en Feuerbach donde encontramos una solución incluso más práctica para nuestros propósitos. Ya que, de muchas maneras, fue él quien nos enseñó cómo poner en movimiento la posición hegeliana, cómo convertirla en un programa práctico para el análisis y la política por igual. De hecho, Feuerbach completa la visión ilustrada de la religión como superstición (y un bastión ideológico de la tiranía) al plantear la pregunta complementaria sobre la fuente de la atracción y el poder religiosos. La sabiduría convencional (célebremente replicada por Marx) que la plantea como un “refugio en un mundo despiadado” no basta por sí sola y aún carga consigo la insinuación de engaño y manipulación.

Feuerbach, por otra parte, tuvo la ingeniosa y notable idea de entender la religión como una proyección: es una visión distorsionada de los poderes productivos humanos, sostuvo, que se ha externalizado y reificado en una fuerza por derecho propio. El poder divino, del cual las varias teologías son otras tantas abstracciones y reelaboraciones, es de hecho creatividad humana no alienada que ha sido entonces realienada en una imagen o forma figural. En él, el trabajo y la productividad, incluidas la inteligencia y la imaginación humanas, el “intelecto general” de la humanidad, han sido hipostasiados y a continuación apropiados y explotados como cualquier otro producto humano. No leeremos la gran nota a pie de Marx –las Tesis sobre Feuerbach– cabal y correctamente a menos que apreciemos la naturaleza de este análisis revolucionario, que tiene enormes implicancias para todo análisis cultural y superestructural y no solo el de la religión.

En nuestro actual contexto, tiene consecuencias inmediatas para nuestra recepción de ese motivo fundamental de la fantasía que es la magia. Si la ciencia ficción es la exploración de todas las restricciones regurgitadas por la historia –la trama de contrafinalidades y antidialécticas que la propia producción humana ha producido–, entonces la fantasía es la otra cara de la moneda y una celebración del poder creativo y la libertad humanos que se vuelve idealista solo en virtud de su omisión precisamente de aquellas restricciones materiales e históricas. Propongo leer la magia, entonces, no como un recurso superficial de la trama (que es lo que sin duda se vuelve en buena parte de la producción fantástica mediocre), sino más bien como una figura de la ampliación de los poderes humanos y su pasaje al límite, su actualización de todo lo latente y virtual en el atrofiado organismo humano del presente. Dejemos que la extraordinaria evocación de Le Guin de un talento mágico especializado represente este motivo como un todo:

El primer indicio del don de Nutria, cuando tenía dos o tres años, fue su capacidad para encontrar inmediatamente algo perdido, un clavo que se había caído en algún sitio, una herramienta extraviada, tan pronto como entendía la palabra que designaba al objeto. Y, siendo niño, uno de sus más anhelados placeres había sido salir solo por el campo y pasearse por los caminos o sobre las colinas, sintiendo a través de las plantas de sus pies desnudos y por todo su cuerpo las venas de agua que pasaban bajo tierra, los filones y los nudos de los minerales, los cimientos y los pliegues de las distintas clases de rocas y de suelos. Era como si caminara sobre un gran edificio, viendo sus corredores y sus habitaciones, las entradas a amplias cavernas, el brillo de las ramificaciones de plata en las paredes; y a medida que iba avanzando, era como si su cuerpo se convirtiera en el cuerpo de la tierra, y llegara a conocer sus arterias y sus órganos y sus músculos como a los suyos propios. Este poder había sido un regocijo para él cuando era niño. Nunca había intentado utilizarlo para nada. Había sido su secreto.⁵

En un pasaje así, la naturaleza misma de la magia se vuelve todo un programa literario para la representación, y esta es la razón de que la fantasía más consecuente nunca sea un mero empleo de la magia al servicio de otros fines narrativos, sino que proponga una meditación sobre la magia como tal: sobre sus capacidades y sus propiedades existenciales, sobre un tipo de mapeo figural de la subjetividad activa y reproductiva en su estado no alienado. Del mismo modo, la aproximación a este poder y su representación por lo general no tomará la forma de su plenitud o logro maduro (los magos ancianos que producen asombro y temor), sino más bien la de la Bildungsroman, en la cual el aprendiz gradualmente llega a ser testigo y guía del despertar de este peculiar talento (como el héroe de El mago de Terramar, 1968).

Pero ahora, recordando a Le Guin, podríamos ir incluso más lejos, ya que sus novelas fantásticas nos ponen en el camino de nuestros dos problemas aún pendientes: la cuestión de la historia y el rol del binario ético del bien y el mal. La serie de Terramar de hecho comienza con el despertar del mal (con la fallida primera consulta de los sortilegios por parte de Ged, que culmina en la confrontación con su parte sombra o malvada al final de ese primer volumen) y termina con el intento por resolver lo que es una crisis histórica mundial, con la gradual desaparición de los poderes mágicos en todo Terramar. Le Guin comienza así en la ética y termina en la historia, y en una historia materialista además. Ya que, en su forma puramente temática, la visión de una enorme degradación histórica y el fin del viejo mundo, la vieja sociedad y las viejas costumbres está por doquier en la fantasía (y en el mito mismo). Tolkien nos ofrece la expresión prototípica de esta nostalgia reaccionaria por la cristiandad y el mundo medieval, y Le Guin comienza, como tantos otros, como su discípula. Pero su paradigma estadounidense, una nostálgica celebración de las sociedades de un modo de producción nativo americano más antiguo, cambia de pista de la Iglesia de Inglaterra a la política del imperialismo y la modernización.

Es la huella de esta historia y de este trauma histórico el que abre la posibilidad, de Le Guin a La estación de la calle Perdido, de una fantasía materialista, un aparato narrativo fantástico capaz de registrar el cambio sistémico y de relacionar síntomas superestructurales con desplazamientos y modificaciones infraestructurales. También es la presencia formadora de esta historia profunda lo único capaz de “refuncionalizar” (para usar la expresión de Brecht) las supersticiones éticas de las fuerzas del bien y del mal en fenómenos sociales concretos muchísimo más horrorosos que las abstracciones más antiguas, como da cuenta la evolución representacional de la malvada “sombra” de Un mago de Terramar a la aparición verdaderamente escalofriante de Jasper en Tehanu (1990), un personaje en el que el ressentiment y la misoginia, la superioridad de clase y la deshumanizante voluntad de venganza están memorablemente representados, ofreciendo una vívida experiencia de la opresión y la fuerza paralizante de la magia del otro. Aquí esto último verdaderamente nos reubica en el mundo social concreto de la alienación y la lucha de clases. Si esta fantasía puede ser más políticamente radicalizante que cualquier otra forma cultural (o de hecho que la literatura y la cultura en términos generales) no es solo una pregunta referida a la situación inmediata; es también una cuestión de concientización – o, en otras palabras, de conciencia de las posibilidades y potencialidades de la forma misma.

Por Fredric Jameson
Traducción de Rodrigo Zamorano
Fotografía de Dave Jordano

 *Originalmente publicado como Fredric Jameson, “Radical Fantasy”, Historical Materialism 10.4 (2002): 273-280. Traducción de Rodrigo Zamorano.

 ¹Véanse Jan Radway, Reading the Romance: Women, Patriarchy and Popular Literature, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1984; Jacques Leenhardt y Pierre Józsa, Lire la lecture. Essai de sociologie de la lecture, París, Le Sycomore, 1982.

₂Véase Susan Willis, “Le Guin’s Dragons: Nostalgia or Utopia”, paper leído en The 26th Annual Conference of the Society for Utopian Studies, Buffalo, Nueva York, 6 de octubre de 2001.

 ₃China Miéville, “The Conspiracy of Architecture: Notes on a Modern Anxiety”, Historical Materialism 2 (1998): 1-32.

₄China Miéville, La estación de la calle Perdido, trad. Carlos Lacasa Martín y Manuel Mata Álvarez-Santullano, Barcelona, Ediciones B, 2017 [2000].

₅Ursula Le Guin, Cuentos de Terramar, trad. Franca Borsani, Barcelona, Minotauro, 2002 [2001], pp. 34-35.