La actitud melancólica del hablante en los «Cantos de Anadir» de Stella Díaz Varín
«Una cabalgata sonora lo lleva lejos y él va con su cuadriga, por los caminos estrellados, en busca del fuego que no se consume, más allá de la vida, a errar en la eternidad»1, finalizan los «Cantos de Anadir», tres poemas en prosa de Stella Díaz Varín. A mi parecer este fragmento condensa el anhelo principal de muchos hablantes en la obra de la poeta: encontrar un asidero, un alimento vital, un sustento a su carencia interior. El herrero, de quien se habla en el extracto (y a quien me referiré más adelante con mayor detención), se pierde en el paisaje. Un paisaje sideral, inimaginado, ¿irreal? Quizás. Perderse en el paisaje puede no ser la solución a una existencia melancólica. Mas el herrero Anadir parece concretar este propósito, al menos a ojos del2 hablante, que lo observa marcharse para siempre.
El hablante presenta características que me hacen pensar en la melancolía. Ésta se caracteriza por presentar el afectado «una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior», así como una disminución del sentimiento del yo3. La voz poética se refiere a la oscuridad nocturna que lo rodeaba, que el sol era incapaz de penetrar: «Para mí, nunca se arrodilló el día, y veía el sol a través de la noche, porque toda mi vida era una sola noche precipitada y solitaria». Más adelante, en el tercer canto, retoma la idea de vivir inmerso en dicha oscuridad: «una sensación de abandono y sueño se apoderó de mis ojos y no miraba ya sino esas extrañas figuras fosforescentes que el párpado encierra en la oscuridad y que tan confidencialmente nos regala, como un presente de sombras». El hablante está evadido del mundo y de sí mismo, perdido en las alucinaciones que le produce su propio cuerpo.
En el segundo canto se evidencia la dislocación del sujeto respecto de la realidad en un lamento desolado, el de quien añora vivir más allá de su propia desesperanza: «Más que la muerte que conocemos y está en nosotros, deseo la vida ignorada, más allá del mar y sus emanaciones, más allá de la montaña y sus nieves, más allá del fuego y su lengua amiga y acariciadora». Aquí el hablante expresa la imposibilidad de escapar a su melancolía por medio de los encantos del paisaje, que parecen insuficientes ante la perspectiva de llevar una vida que valga la pena. Sin embargo, si avanzamos un poco en el mismo segundo canto, nos encontraremos con más intentos de sobrellevar la tristeza por medio de la recreación en el paisaje.
El entorno en el cual se desarrollan los cantos varía, así como la propia identidad del yo poético. Los paisajes descritos van del cementerio a las estrellas. Entremedio nos encontramos con diferentes vistas: la geografía de los cuerpos (que se habitan como territorios) y la costa, un camino, la montaña, la ciudad. De día o de noche. Y así como el entorno no es único, el hablante se desdobla en varios personajes. Es él a la vez que es su amado y la esposa de este:
Yo era aquel a quien servía de morada, la tumba de sus antepasados; —silvestre, como todas las tumbas silvestres. Yo era aquel a quien el amado confundió con una sola de sus caricias aprendidas de la esposa. Me venía por el costado un suave sopor, y me dormía queriéndola a ella, pensando en ella como en la primera amadora. Para mí, ella era él; entonces ya no sabía si mis venas eran mías o si mis dedos recorrían verdaderamente mis muslos, deseando encontrar los poros, más abajo de la piel.
En el amor, las caricias se entremezclan, toman diferentes direcciones, se transmiten de unos a otros. En el cariño del amado, el hablante discierne a otra persona y se enamora de ella, a través del cuerpo de él. Las barreras entre sus cuerpos dejan de existir y el yo poético ya no se reconoce. Por ello excava la piel, su morada, para exhumarse y recuperar su identidad. Así es como el cuerpo se torna «silvestre» cementerio, con tumbas criando musgo y maleza, en el más completo olvido y en la libertad que este confiere a las plantas. Al recuperarse a sí mismo, luego de la momentánea muerte de su yo en la relación amorosa, se recorre como a un río: «Pero un día fui mío y me escurrí como un pez sediento hasta mi vientre, y estuve en él por largo tiempo y nací». Anadir, como se lee al final del primer canto, nace junto con él en este segundo alumbramiento.
La interacción entre Anadir y el hablante se canaliza en el paisaje. Nuevamente este se confunde con su cuerpo: «Ven, acerca tu aguda mano blanca hacia el nacimiento de mi cabello y sabrás cómo crece, bulliciosamente, como las cascadas y las hojas y la hierba perezosa del camino». Este fragmento nos recuerda el flujo rítmico de la vida, presente en lo grande (un bosque) y en lo pequeño (el cabello). El hablante invita a Anadir a presenciar un registro del tiempo (el crecimiento) y enfatiza en que el existir sucede «bulliciosamente», lo que puede despertar un sentimiento melancólico. Jean Starobinski, respecto del sentimiento de nostalgia que puede ser desencadenado por diferentes sonidos, señala que “[l]os ruidos de la naturaleza, por sí mismos, pueden despertar las mismas reminiscencias que la música o que la voz”4. El autor cita un fragmento de una carta del poeta francés Antoine de Bertin, en la cual este expresa cómo el correr del agua despierta en él un sentimiento de profunda tristeza: «Al estar sentado a la orilla de este torrente cuyo estruendo, parecido al del mar, nos ensordece noche y día, me entrego a la más absorbente de las melancolías. El correr del agua me recuerda el paso del tiempo»5.
Existe una fuerte conexión entre el paisaje y la interioridad de los hablantes, que proyectan en este sus sentimientos y añoranzas. La ausencia de Anadir, con la que el yo poético tiene que lidiar, es llenada por el contacto con la arena, que suple las caricias y el tacto del sujeto amado, y por la vista de las olas, que recrean su imagen: «Desde tu ausencia me he arrebatado de mar, me hundo en la arena tibia, como en tu cuerpo; te diviso, más que te imagino, sobre la última ola azul».
Ante la posibilidad de perder todo contacto con Anadir, el yo poético declara que se haría parte del paisaje, ya que este los comunicaría, a través del canto de las aves del mar —otra vez la sonoridad se encuentra involucrada con la remembranza—, alimentadas con su sangre o sus sesos, en un acto de aniquilación:
Que sería de mí si el espíritu del mal huyera de mi lado y no pudiera poseerte, Anadir:
Partiría mi sien derecha con una roca, para que los pájaros marinos bebieran en mi cráneo y pudieran hablarte, cuando te paseas en el horizonte, con tu coro ronco de marineros borrachos de muerte.
El escenario puede ser más sórdido incluso. Así inicia el tercer canto, describiendo un espacio en que la vida es dejada de lado, maltratada por un paisaje incapaz de alimentar debidamente a sus criaturas: «Hoy he cruzado una calle, donde los niños huelen a viejos trapos en desuso y donde cuya única bebida es el agua pútrida que almacena la calle incolora». En este canto el hablante se abandona al sueño, apagando la presencia de este entorno degradado, del cual el herrero escapa en una forma similar: «Cuando él duerme con las manos en la nuca, sin sacarse la pelliza, sueña con sus grandes cuencas verdes, en las herraduras brillantes y blandas con que adorna los cascos de los potros voladores. Una cabalgata sonora lo lleva lejos […]»; volvemos a donde comenzamos, a la cabalgata con la que el herrero se escapa, tomando por camino un brazo de la vía láctea, para encontrar «el fuego que no se consume», errando para siempre de un lugar del espacio a otro, cual Altazor.
Por Constanza Menéndez Díaz
Fotografía de Leonora Vicuña
1 Díaz Varín, Stella. “Cantos de Anadir”. En Obra reunida. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2013. De aquí en adelante todos los fragmentos de la autora citados corresponden a estos poemas en particular a menos que se indique lo contrario. Los “Cantos de Anadir» pertenecen al poemario Sinfonía del hombre fósil (1953), incluido en el citado volumen.
2La voz poética se refiere a sí misma en masculino, pero posee características comúnmente asociadas a la feminidad, además de referirse a los hombres como seres ajenos a sí, por los cuales se siente observado, donde se entrevé una intención por presentar un ser más bien andrógino.
3Freud, Sigmund. “Duelo y melancolía”. En Obras completas. Tomo XIV. Buenos Aires: Amorrortu, 1993.
4Starovinski, Jean. La tinta de la melancolía. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2016.
5Ibid.