La manera de abordar la lectura de esta novela, podría compárasela con el accionar de una catapulta. Al detectar este posible concepto de hartazgo, la maquinaria se disparó como un latigazo.
Es preciso detenerse en las voces que tienen el propósito de describir las miradas que se callan. El callar, como le ocurre a la protagonista de “Matate, amor”, produce la ruptura de la cordura, llevándola, junto con nosotros, hacia lo más ardiente del infierno.
El jab cortazariano al mentón se sostiene durante toda la obra. Ariana Harwicz narra sosteniendo la estructura del secreto, logrando recrear aquellos escenarios melodramáticos que solo habita en los espacios ficticios del pensamiento. Escarba con uñas afiladas sobre el hueso del cráneo hasta encontrar aquellos lugares sombríos que, como humanos, no nos es posible mencionar. El monstruo que habita, la criatura que se lamenta, el dolor interno que el lenguaje puede descomprimir. En esta novela se lo ve retorcerse como una víbora cascabel, hermosa y compacta, anunciando con su cola que se viene un zarpazo letal y venenoso; la puesta en duda de los vínculos impolutos: la familia, la madre, el hijo.
El lenguaje repta dentro nuestro. Nos hace y nos moldea. “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”, dijo Martí y esta afirmación se encierra en esta obra deliciosa. Somos acción producto del vocabulario y la articulación del mismo. ¿Qué sucede si se lo escucha sin el filtro del Super-yo? ¿Qué pasa si se le da acción al pensamiento prohibido? ¿Qué ocurre cuando el dialecto se apodera de la voz interior produciendo imágenes violentas? Esta novela transcurre desde la óptica de la frustración de la protagonista. Desenvuelve a esa criatura antes enrollada y oscura que son sus pensamientos, creados, inventados en exabruptos de ira reprimida. En su sintaxis narra el caos, y lo lame hasta saciarse momentáneamente para luego desenrollar otra imagen igual de aterradora que la anterior descripta. Y cuando parece que se despeja la tormenta, una leve desatención, un leve llorisqueo, un sonido del exterior, el más mínimo detalle; despierta a la criatura interna.
La maquinaria del hartazgo que empieza a formular Harwicz se aprecia en el desarrollo del pensamiento. Extrayendo artilugios concretos de los cuales empieza a descomponerlos. Para describir dicha maquinaria voy a utilizar algunos fragmentos de la novela, posiblemente haya algún tipo de spoiler, pero será breve.
“Algo que detesté siempre de la vida campestre y que hoy saboreo es que uno se pasa el día asesinando”.
“Una diferencia apenas notoria para el camionero, entre un hombre tomando sol y uno, en la misma posición, con muerte cerebral. Lindo domingo pasamos”.
“¿Pero qué iba a decirle? ¿Qué se puede decir? ¿Entró en mí como una serpiente entre en la boca de un cocodrilo? ¿Cómo una serpiente se devora, se lastra, lenta pero irreversiblemente, un pájaro? Entró en mí, punto. Directo, deslizándose, arrastrándose, destruyendo las malezas de mi cuerpo enfermo, se instaló entre mis órganos vitales, nadó en mi sangre, me descompuso y se hizo un lugar a puro machete”.
“Estoy cansada de que no esté bien andar a escopetazos o denigrar al bebé”.
“Es demasiado difícil entenderse. Es preferible callar”.
“Mrs Dalloway es una novela sobre el tiempo y la interconectividad de la existencia humana”.
Las cuestiones que la atacan giran en un looping constante y escarba, me atrevo a decir, en aquello a lo que nos escapamos constantemente con el “telefonito”, o la serie, o la “fotito”: acciones ligeramente ridículas pero normalmente aceptadas para pasar desapercibidos, y seguir tramando así, desde lo oscuro del infierno, la formulación del hartazgo de la que todos sabemos y, por temor, necesitamos olvidar.
En algunas de las tantas citas que subrayé, busco reflejar según mi entender, la desarticulación de la cotidianidad postmoderna. Exponiendo los engranajes de esta “Maquinaria del Hartazgo” a la que le da movimiento la autora. En este caso ocurre en un contexto alejado de las ciudades, la distancia, el sufrimiento del paso del tiempo, porque como dice Federico Falco:
“En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo.
En el campo es imposible”.
[Los llanos, 2021]
Este tono abrupto de cuestionarse las cosas ya impuestas. No quiero ejemplificar mucho más para no destruir la expectativa de la obra, que para mi gusto, es sublime. Carga con esa oxidación que el tiempo causa en aquellas cosas que se callan. Sostiene la tensión en su voz, el desgarro de su personalidad provocándonos caer junto con ella. Logra hacer extraña, como buscaban los formalistas rusos, a la cotidianidad.
El hartazgo que quiero señalar, radica en descripciones minuciosas sobre la maternidad, sobre la postura de la madre y las cuestiones que se tienen que aceptar solo por haber parido un hijo. Se le puede agregar la tosquedad por parte del marido que se escapa del hogar respondiendo a una costumbre. Dejando las cuestiones heredadas del sistema, para que recaigan en alguien que se cuestiona y se los hace notar a todos. No se calla, actúa como último recurso buscando, tal vez, la paz que ella necesita. Solo ella. Algo que no tiene explicación, que solo tiene que ocurrir antes de estalle la desgracia que viene previniendo. Tiene una voz auténtica y puntillosa en aquellas cosas que zumban. Ligeramente escondidas entre los siglos de adiestramiento, silenciosa, escondida como un depredador a la espera del ataque.
El lector se encontrará incrédulo ante la renuncia total. La aceptación de no ser lo que se espera de ella. El transcurso de esta transformación nos atraviesa con palabras punzantes como el cuchillo oxidado con el que sueña. El deseo animal del sexo salvaje, el encuentro con el sentimiento caliente de lo bestial.
Por momentos me hace acordar a lo preciso de la voz de Leila Guerriero, a lo rebuscada y temible que es Gabriela Cámara Cabezón, encuentro, en varios fragmentos, la valentía con la que encara Mariana Enríquez a la literatura, y entre otras tantas más, Harwicz, empieza a formar lo que considero que es: la “Maquinaria del hartazgo”.
Tan minuciosa, descriptiva y caótica, que asfixia como el placer de un orgasmo violento. “Matate, amor” apunta a validar lo animal y le da un espacio a la fantasía personal borrando por completo los límites. Atraviesa lo obsceno de manera lateral, narrando con belleza el tránsito de una pesadilla silenciada. Construye las utópicas maneras de destruir lo establecido. Dejando en evidencia el aburrimiento que carga un domingo lluvioso que aprisiona la existencia.
La pregunta que queda dando vueltas constantemente ¿Hasta qué punto nos dejamos pensar con libertad?
Por Germán Faure
Fotografía de Helen Levitt
Matate, amor de Ariana Harwicz fue publicado por Mardulce en Argentina, Elefante en Chile, y actualmente es publicado por Anagrama.