En la medida en que avanzaba en la lectura de El amor oscuro (Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral, 2022), libro de poesía de Francisco Cardemil Pérez (Santiago, 1995), se fueron formando algunas interrogantes respecto de:
- los espacios que habitamos o compartimos
- la habitabilidad de esos espacios
- las formas en las que los habitamos.
En otras palabras: algo similar a lo que Roland Barthes llamaría “géneros de vida”.
Y, tras estas interrogantes, apareció también la superposición de horizontes temporales y signos que configurarían -por así decirlo- la contemporaneidad del problema [del cohabitar, del vivir-juntos]:
- horizonte neoliberal. Signos: el departamento diminuto en la gran torre o condominio residencial; las carpas, las tiendas de campaña desagregadas en las plazas, parques y otros espacios verdes
- horizonte del estado de bienestar. Signo: el bloc en el entorno de la unidad vecinal
- horizonte (pequeño)burgués. Signo: antiguas casonas (hoy) compartimentadas.
Cuatro notas
Vivir-juntos es diferente de cohabitar.
En la cohabitación (por ej., compartir los gastos de una vivienda y, como forma más o menos extrema, la experiencia del allegamiento) predominaría la necesidad antes que el deseo.
En el vivir-juntos hay por supuesto necesidad, pero, principalmente, hay deseo -para no decir utopía o siquiera proyecto-. Un deseo que es tan institucional como económico; tan familiar como amoroso (o amistoso).
El deseo del vivir-juntos tiene que ver con los afectos, la intersubjetividad y con el poder: en la medida en que ese deseo ordena el mundo en un adentro y un afuera, interioridad y exterioridad, en intimidad y exposición, en espacio privado y público, en instituciones y márgenes.
Precisamente, el libro comienza trazando algunas de estas líneas:
[No] sabemos de qué se trata una casa. Solo conocemos la posesión del espacio. Un adentro y un afuera. La forma en que los músculos y las distancias se aflojan o se tensan al cruzar una habitación. No somos los mismos entre lo que cubre el techo y los pasos que contamos al caminar por las veredas. Cuánto material, cuánto espacio inútil nos separa (…). Estar juntos siempre es desertar (9).
Digamos, antes de continuar: como casas y departamentos, los libros tienen diferentes puertas. Yo, aquí, solo me limitaré a elegir algunas puertas de entrada (o salida) al libro.
Cuando Barthes dictó el curso Cómo vivir juntos (Collège de France, 1976-1977), la pregunta sobre el vivir comunitario, lo común y la comunidad venía siendo planteada de una u otra forma en el espacio político y académico en el que se desenvolvía. Era una pregunta de época [es también una pregunta de nuestra época]. Sin embargo, la especificidad del problema que se plantea Barthes en el curso es, por supuesto, literaria y, en ese sentido, explora versiones del vivir-juntos que encuentra en novelas como Robinson Crusoe de Daniel Defoe o La montaña mágica de Thomas Mann, en libros de historia antigua o ensayos como El verano griego de Jacques Lacarrière, de donde rescata la noción de idiorritmia [gr. idios (propio) + rythmós (ritmo) ≈ la vida que se vive a un ritmo propio].
El problema que explora -a pesar de su especificidad disciplinaria-, parece apuntar fuera de lo literario, hacia lo que enuncia en términos generales como una contradicción: “Querer vivir solos y querer vivir juntos” (Barthes, 47); o como un “vivir juntos ‘bien’, cohabitar ‘bien’” (47) que, en tanto deseo, vendría a plantearse como la fuerza fantasmática de la experiencia (deseable) del vivir-juntos.
En otro momento, tanto para desembarazarse del tema del discurso amoroso -tema del que hizo un curso (École des hautes études en sciences sociales, 1974-1976) y publicó un libro titulado, Fragmentos de un discurso amoroso (1977)- como para avanzar hacia la definición del carácter marginal de las imágenes o simulaciones del vivir-juntos que le interesan, aclara que “no es el Vivir-de-a-Dos” lo que quiere explorar, sino “un fantasma de vida, de régimen, de género de vida (…). Algo como una soledad interrumpida de manera regulada: la paradoja, la contradicción, la aporía de una puesta en común de las distancias” (49).
Delineado de esta manera, hecho el énfasis en el género de vida (con reglas, distancias y ritmos), el tema del curso encuentra su concreción en modos de existencia históricamente situados:
- las formas de vida solitaria (de eremitas y anacoretas, por ejemplo) anteriores al edicto del emperador Teodosio I en el año 380, por el que el cristianismo cambió su estatuto de religión perseguida a religión oficial del Imperio Romano
- y la idiorritmia como género de vida suscitado en los márgenes del Monasterio de la Gran Laura, instaurado en el año 913 por San Atanasio en el monte Athos (territorio hoy autónomo bajo soberanía griega, protegido por la UNESCO, en donde perviven 20 monasterios ortodoxos. La entrada a mujeres y niños está prohibida).
En la revisión que realiza Barthes de ambos hitos, existen dos claves que configuran la dinámica sutil del poder (o de “los poderes”), que es el horizonte con el que se encuentra a cada tanto respecto de su discurrir sobre el problema de vivir-juntos:
- por un lado, la institucionalización de un modo de existencia comunitario (el coenobium, convento o monasterio)
- y, por otro, la marginalización de géneros de vida solitaria como las de eremitas y anacoretas.
En este sentido, y en principio, el vivir-juntos que busca Barthes vendría a situarse entre lo que reconoce como “dos formas excesivas”: la soledad del eremitismo y la integración regimentada del convento; por el rescate de “una forma media, utópica, edénica, idílica: la idiorritmia” (52) que, en términos históricos, refiere al género de vida solitario del semianacoretismo desarrollado en los márgenes de los monasterios comunitarios del monte Athos en el siglo X (Lacarrière, citado en Barthes, 49, nota 21).
La idiorritmia, a la vez marginada e integrada, da cuenta del gesto de rescate de Barthes de formas de vida deseables (ya que habría otras formas indeseables, “fantasmas horribles”) del vivir-juntos, que permitan participar en la sociedad y el presente esquivando, engañando, haciéndole trampas a los ritmos que impone el poder (cf. Barthes. “Lección inaugural”).
Estos géneros de vida se suceden en el curso caracterizados una y otra vez en su relación negativa con el poder, al punto de reconocer en dicha relación su “único principio estable”. Anota Barthes: “Lo que el poder impone ante todo es un ritmo (de todas las cosas: de vida, de tiempo, de pensamiento, de discurso). La demanda de idiorritmia [a saber, de una vida vivida a un ritmo propio] se hace siempre contra el poder” (81). En este sentido, las formas de vida idiorrítmicas muestran una ambivalencia: son tan contrarias a cualquier otra forma de vida comunitaria, social o familiar [entendidas estas como “grandes formas represivas” (52)], como insostenible (o derechamente imposible) sería una forma de vida purificada de poder.
En el seno de esta dinámica compleja, con visos de contradicción, se demanda un ritmo propio de vida que sortee las perturbaciones que producen los ritmos impuestos por las reglas y regímenes de la lengua y las instituciones. El deseo de la idiorritmia (esa “soledad interrumpida de manera regulada”), en la medida en que se relaciona de manera negativa con los poderes, no puede sino ser vigilado por las comunidades, entendidas estas como garantes de géneros de vida común. Aquí, Barthes identifica explícita y rápidamente la construcción social de lo común con las ideas de norma y normalización (“la norma es lo común” (146), anota).
Aunque más o menos compleja, esta dinámica sutil del poder no carece de una dimensión material: el problema político -deslizado al paso- de la opresión social de “las marginalidades” (146). Barthes nos dice que el poder -ubicuo, plural, perpetuo-, además de las tácticas de represión policial, persecución política y social, utiliza otras herramientas más sutiles: de integración del margen a partir de su vigilancia, control, o su codificación institucional. Sugiere entonces que lo que se condena en el eremita, lo que se condena de la vida solitaria, así como lo que se condena en la figura del loco, es su anormalidad: que no participe, no se integre a los géneros de vida común: “De allí, la posición exorbitante, por ser neutra: no está ni a favor ni en contra del poder (…), quiere mantenerse fuera. Lo cual es insostenible; de allí, la intensa tensión social provocada por el loco, el marginal” (145).
En algún lugar era posible suponer que en sus cuerpos estaban impresos los grafismos de todos los otros -lo institucional- que encarnaban en ellos un destino posible, alarmante, al traspasar la frontera de la ley transitoria de la ciudad: la ocupación permanente del espacio público, de la vía pública a costa de una voluntaria intemperie existencial (Eltit, Diamela, 14).
El Padre Mío (1989) de Diamela Eltit es la recolección de tres momentos de habla de un loco que “habitaba en un eriazo de la comuna de Conchalí”, registrados en la década de 1980. Un habla fuera de norma, que se hace legible a partir de su montaje y relocalización institucional (el género del testimonio, la investigación, el reportaje literario, encabezado por una escritura autorizada en un prólogo -entre comillas- “normalizador” o, en otras palabras, que codifica estéticamente dicha habla). Sin embargo, esta relación de poder que podríamos plantear de manera inmediata entre la autora y la presencia de un cuerpo reducido a “una violenta exterioridad”, no agota el gesto sin dudas dialógico y disidente de una escritora como Eltit, respecto de las otras escrituras y discursos que constituían su contemporaneidad.
Pero si esta segunda puerta de salida al libro nos conduce a alguna parte aquí, es por otras razones. Principalmente, por la caracterización que realiza de la exterioridad de quienes llama “vagabundos urbanos”:
- construida por medio de la acumulación del desecho social e institucional, la “saturación de prendas” y la “carnalidad maquillada de tierra”, que contravenían “el estereotipo del cuerpo higienizado y vestido según la lógica de la composición oficial” (12)
- la exterioridad de los vagabundos (sin lugar, sin privacidad, sin adentro) transgrede la ley del espacio público (su carácter transitorio, de paso) ocupándolo permanentemente.
En dicha exterioridad del vagabundo urbano, Eltit busca las imágenes negativas que -como el negativo fotográfico- posibiliten la obtención de un positivo: la ciudad dictatorial, la composición de sus cuerpos y costumbres. En los vagabundos -autoconstituidos en “ornamentos”, “fachadas” o “esculturas” a partir de un “trabajo con la apariencia y la exterioridad”-, Eltit señala la precariedad de la “interioridad arquitectónica” de las instituciones que devuelve al problema del vivir-juntos una de sus determinaciones más cabales: el asunto de la mirada:
Por esto, era posible enlazar la idea que estaban dispuestos así para la mirada, para obtener la mirada del otro, de los otros y que todo ese barroquismo [su apariencia excesiva, construida a partir de la acumulación de desechos] encubría la necesidad de conseguir ser mirados, ser admirados en la diferencia límite tras la cual se habían organizado (13).
Atendiendo al paisaje que se abre tras esta puerta, si el problema del vivir-juntos parecía suponer de alguna manera la interioridad (un espacio o una ficción cotidiana interior, íntima y propia frente al espacio público y político al que se oponía), en estas imágenes observamos algo muy distinto: el margen que -como punto de vista ahora- posibilita mirar lo íntimo a plena luz, a la intemperie.
Figuras, puertas y pasillos
Un pasillo varía en extensión
estrategias de orden nos plagan
ancho y altura
son sentimientos humanos
toda ciudad es una casa
un hombre aparece
golpea las junturas de los vanos
ahora vivimos juntos
él espera que caiga nuestra puerta
su venganza es lo material
así se decidieron nuestras habitaciones
cambios en el sentido del pavimento
su textura una lengua grabada
direcciones en placas de metal
el color de una puerta
maceteros para gobernar un balcón
pero esta ventana quebrada
pone sobre la mesa a los vecinos
qué de nosotros podrían robar
en la carne de los objetos
¿hay algo realmente propio que perder?
preguntas desde cuándo existe el corredor
desde cuándo existe el afuera
si de verdad hemos salido
después de compartirnos
todo nos fue dado
por necesidad humana
estamos vendados en un callejón
alguien más aguarda otro descuido
¿sabrías decir si también es humana
nuestra necesidad?
(Cardemil, 21-22).
La presencia de líneas, márgenes, límites representados en el cono de luz que entra por la ventana, la jaula de sombra que proyectan las grúas de la construcción próxima sobre las paredes (29), los muros ciegos (44), acentúan la ambigüedad del espacio interior, por la que se reconfigura la oposición espacial entre interioridad y exterioridad, como dimensiones complementarias.
En otro poema de El amor oscuro se lee una versión alternativa de estas metáforas de luz y sombra que insinúa el adentro (y allí, lo propio, lo privado, lo interior, lo íntimo) como un espacio contaminado de afuera:
Te sacas la capucha
dejas el abrigo
te descalzas
la calle solo entra
con piedrecillas
en las ranuras del zapato
(“Entrada”, 25).
Son, como podría desprenderse del libro, oposiciones ideológicas, propias de los ritmos que el poder impone a los espacios, instaladas discursivamente sobre las innegables diferencias sociales cualitativas entre vivir al interior y vivir en el exterior. Oposiciones visibles a plena luz por la conciencia de la porosidad de los límites entre espacio público y privado que entrega el margen como punto de vista crítico.
No obstante esta conciencia, la configuración normalizadora de los ritmos de vida tiene efectos en el nivel subjetivo. En El amor oscuro estos efectos se sintetizan en el miedo a verse expuesto, el miedo a ser visto o descubierto a través de la ventana abierta o quebrada.
Muros ciegos
Nuestro miedo ocupa el espacio
lo recorre de puntillas
la ventana abierta hacia otro bloque
nos invita a descendernos
en un secreto adolescente
el filo de las luces se cuela
en nuestra falta de artificios
las zapatillas montadas en un rincón
la puerta admite claridad suficiente
para distinguirlas de la sombra del ropero
sumergimos el abdomen con cariño
toda extremidad se suelta
encontramos un muro
sin agujeros (44).
En El amor oscuro veo una subjetividad celosa ante lo público, de sí misma y sus afectos. Y a partir de ella, una configuración espacial:
- por un lado, la afirmación de la persistencia del deseo de un adentro como búsqueda de intimidad
- por otro, la realidad del exterior que se cuela:
- por la ventana: como luz, sombra y mirada
- por la puerta: como residuo.
Esta configuración está atravesada por la experiencia del miedo, que impele al sujeto a: estar “alerta frente a las amenazas”, resguardar “lo que podría asediar lo construido”, a buscar “lo íntimo contra lo público” (69). En este sentido -el sentido que lanza la mirada exterior que entra por la ventana- el miedo pareciera alojarse en la posibilidad más o menos cierta de que el interior se vuelque de manera completa al exterior. Y quizás en este miedo radique la insistencia en la configuración de espacios tenues, de semisombra: vestidos de luz que cubran una exterioridad que aparece como constitutiva de la identidad, una exterioridad que nos recuerda que todxs estamos más o menos lejos o dispuestos para la mirada de otro.
… me visitan chicos de alguna comunidad cristiana que solo tienen una imposición de venir, por compasión, a la casa de reposo. (…)
ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en mí.
¿Piensan en mí? ¿En mí? (…)
me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?
¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento en la realidad? Me pregunto:
¿Qué ven cuando me ven?”
(Rivera, Ximena, 132-133)
La monotonía de la Casa de reposo (2013) de Ximena Rivera Órdenes es interrumpida por los horarios de visita. Monotonía e interrupción son estancias del régimen altamente ritmado en el que ancianxs y enfermxs viven sus días en la casa de reposo de la calle Pompeya, como en el seno de una “madre maligna” (130).
El énfasis en la repetición de la pregunta que cuestiona los motivos de las visitas comunitarias (“¿qué ven cuando me ven?”) construye, me parece, un desplazamiento de nuestras expectativas, que anula la pregunta por la continuidad para el otro de una identidad (entendida aquí como imagen de sí repetible en el tiempo).
El contenido de la pregunta y el hipotético contenido de una respuesta elidida no parecen relevantes en el texto de Rivera pues, finalmente, es ella misma quien responde en su examen de las expectativas que lee en las visitas comunitarias (“desequilibrio”, “aplanamiento”, “ausencias”, “hundimiento en la realidad”), además del hecho de su evidente carácter excepcional como habitante de la casa de reposo (es más joven, no está enferma). Escribe: “Un detalle perturbador: ellos creían que iba a dejar ahí a alguien enfermo o anciano de mi familia (…) busqué el último rincón en el que yo podría quedarme” (130). El elemento que desplaza las expectativas no es el contenido, el “qué” de la pregunta, sino el énfasis en el verbo “ver”.
Ser otro. Así como lo planteó Diamela Eltit en El Padre Mío, más que un asunto de norma y normalización, pareciera ser que el problema de la otredad es también de orden estético, está determinado por quien mira. Otro: quien está dispuesto a la mirada. Hacia el final de los fragmentos de este diario de (sobre)vida que pudiera ser Casa de reposo, Rivera pone el acento en la relación de poder constituida por la mirada: “A los ojos de otros soy una enferma entre enfermos”; pero termina concluyendo que para poder-vivir en ese lugar, “la clave es que perdemos la intimidad” (134).
A la exterioridad de base que señala la mirada, Rivera suma otra cualidad, que expone la dimensión estética de la otredad a la luz de un poder sin cuerpo, inasible: la pérdida de la intimidad en la casa de reposo, es -antes de todo- la pérdida de la “habilidad de un individuo o grupo de mantener sus vidas y actos personales fuera de la vista del público” (135), como se lee en la definición que a manera de epígrafe encabeza el quinto y último fragmento del texto. El relato de Rivera no parece ser comprensible solamente como la experiencia de un estar dispuesta a la mirada (como autoconstitución barroca), sino la de un no poder más que estar arrojada a la mirada.
No me costó mucho sufrir esos cinco o seis años fuera del mundo: sin duda yo tenía disposiciones caracterológicas para ‘la interioridad’, para el ejercicio solitario de la lectura. ¿Lo que esos años aportaron? Una forma de cultura, seguramente. La experiencia de un ‘vivir-juntos’ que se caracterizaba por una excitación inmensa de las amistades, la seguridad de tener a los amigos cerca de mí, todo el tiempo, sin estar jamás separado” (Barthes, 2005b, 223-224).
En una entrevista realizada el mismo año en que desarrollaba el curso (“¿Para qué sirve un intelectual?”. Le nouvel observateaur. 10 enero de 1977), Barthes refiere su experiencia del sanatorio en donde se internó, entre 1942 y 1946, para mejorar de tuberculosis (ese “verdadero género de vida”). De este tiempo, circula en la Web alguna fotografía del mismo Barthes, joven, en bata, mirando a la izquierda sonriente, apoyado en la biblioteca de uno de los sanatorios en la alta montaña donde se internó.
Más allá de su pretensión, la cita de arriba me importa pues cristaliza la reflexión acerca del vivir-juntos en un deseo (el deseo que sirve como motivo del trabajo exploratorio del curso): vivir en soledad, rodeado de amigos. Un modo de vida que tiene la lectura como práctica principal: el sanatorio, con su tiempo lento y subjetivo, se parece a la biblioteca, en donde la interioridad -vivida como lectura silenciosa y solitaria, “fuera del mundo”, “fuera de la vista”- se practica.
Es esta idealización, esta elevación de la experiencia (de lectura) que en su grado más alto pareciera exigir la sustracción del (resto del) mundo -a saber, el escape a la política, el lenguaje y toda versión de la realidad que obligue a tomar posición (ideas que Barthes desarrolla posteriormente en el curso sobre lo neutro-; es esta idealización, decía, la que se sitúa como fondo contrastivo para el conjunto de figuras (el monje, el lector, el loco, el marginal) que delinea en el discurrir contradictorio de las notas del curso.
Son sin duda trazos gruesos (el poder “ubicuo”, “plural”, “perpetuo”) que facilitan el reconocimiento de esas figuras despojadas de poder y, a partir de ellas, la intención de hacer de la escritura un acto todavía posible en los espacios opresivos en que su ejercicio parece tambalear.
Valga una salvedad -un recordatorio-, cuando decimos escritura aludimos al hecho de escribir en un espacio y un tiempo determinados; a saber: escribir en un margen (el sanatorio, la biblioteca, la casa de reposo, por ejemplo); y en una temporalidad relativa [hecha de relaciones], la contemporaneidad.
Coda o cuarta puerta de salida: Gonzalo Millán, Dragón que se muerde la cola (1984)
VI
Lanzo por la ventana
todo el mobiliario
del comedor, del dormitorio
y de la sala;
los muebles de cocina
y la vajilla.
Desmantelo el techo
el piso y las paredes.
Sumo todo lo que resta
y al fin arrojo la ventana
tras de la cual me descubro
al otro lado de la calle,
en un sitio eriazo, solo
(71).
Bibliografía
Barthes, Roland (1993). “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977”. El placer del texto. México: Siglo XXI Editores.
——————– (2005). Cómo vivir juntos: simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
——————– (2005b). El grano de la voz: Entrevistas 1962-1980. España: Siglo XXI Editores.
Cardemil, Francisco (2022). El amor oscuro. Santiago de Chile: Libros del Pez Espiral.
Eltit, Diamela (1998). El Padre Mío. Santiago: Francisco Zegers.
Millán, Gonzalo (1997). “Dragón que se muerde la cola”. Trece lunas. Santiago de Chile: FCE.
Rivera, Ximena (2016). “Casa de reposo”. Obra completa. Valparaíso: Ediciones Libros del Cardo.
Por Víctor Quezada
Foto de portada de Mona Hatoum
El amor oscuro
Francisco Cardemil
Pez Espiral
2022
106 pp.