1.

Entre La Serena y Caleta Hornos, la ruta 5 es una carretera con dos carriles por dirección que sube y baja los cerros cerca del mar. Gran parte del camino es recto y es posible ver a la distancia el movimiento vertical de los autos que vienen y van como si naves extraterrestres invisibles les abdujeran de la tierra al cielo y viceversa. Justo después de un puente empiezan unas curvas cerradas que limitan con la mascada que los cerros sufrieron para construirla. Una de estas curvas se ubica en la parte más alta del trayecto, antes de empezar el descenso al pueblo costero. A esa altura, y en el trozo de tierra entre los dos carriles, un arbusto pequeño había crecido ese verano y se mostraba absolutamente florecido y solitario. Al pasar me queda la sensación de haber visto algo por el rabillo del ojo, una mancha en movimiento que luego reconozco en el retrovisor como un par de cabras intentando cruzar hacia el arbusto. Un poco más allá, un letrero amarillo advierte la posibilidad de que animales se metan al camino.

2.

Dice Jonathan Rosenbaum, respondiendo en parte la pregunta ¿Qué significa ser un crítico de cine? que se le planteara en un simposio de Cineaste: “En otras palabras, sería feliz en algunos casos si los lectores me usaran para viajar a algún lugar — algún lugar especificado por ellos y no por mi — y luego se bajaran, más que considerarme a mí y lo que tengo por decir como el destino final. El diálogo resulta de algo más que un monologo — al menos si incluye varios puntos de vista en vez de un simple asentimiento.”

Esta mención al viaje no resultaría ajena a la tradición de la traducción, donde largamente se ha discutido la idea de que, frente a los textos en una lengua ajena, a veces se oficia como un canoero que mueve un cargamento de orilla a orilla con la misión de ponerlo a salvo al otro lado. Aquí “a salvo” quiere decir en una pieza: fiel a su estado antes de emprender el viaje, tal como si nunca hubiera existido canoa ni canoero. Pero el viaje que propone Rosenbaum resulta distinto. De partida, no se transporta un texto u obra, sino al mismo lector y en un medio de transporte que es el crítico mismo o su escritura. La autoría es convertida en canoa mientras el lector es el sujeto de la acción de transporte, que sabe adónde va y que puede decidir tirarse al agua en medio del río o usar los remos para matar moscas.

Habría que preguntarse: ¿Cuáles son las condiciones para que una canoa crítica permita llegar a cualquier lugar? En ese entorno discursivo, el riesgo para la escritura cinéfila es la posibilidad de su encasillamiento en una pedagogía propia del guía turístico. Una escritura, por ejemplo, que tome a sus lectores de las solapas para dejarles atrapados en una narración cuya función es delimitar la mirada y lo mirable, donde lo que se ve es visto solo a partir de una explicación que establece cierta jerarquía de informaciones. Una textualidad, en suma, en la que el crítico se construye a sí mismo como necesario y que — al contrario de la escalera del Wittgenstein en el tractatus, jamás podría ser desechado luego de su uso, pesando sobre el lector como la sombra de un saber que le falta. Me recuerda un poco a google street view: levantas y sueltas el monigote en una sección del mapa para acceder a un punto de vista virtual de la ciudad. Muy útil cuando uno no quiere perderse.

3.

Lenka Clayton en “The distance i can be from my son” produce una serie de videos que intentan medir objetivamente la máxima distancia que la artista puede soportar respecto a su hijo pequeño en diversos ambientes (el proyecto es parte de su “Residencia artística en maternidad”). En una toma fija se ve por un momento el escenario (un supermercado, un parque, un callejón), hasta que ingresa al cuadro un niño de unos dos años y empieza a caminar hacia el horizonte. El niño a veces se gira o cambia de dirección, su caminar no es tan estable como el de un adulto y probablemente su devaneo no tiene dirección asegurada. El video termina cuando la artista entra al cuadro corriendo para ir a buscar a su hijo y unas letras detallan la distancia que recorrió el muchacho.

4.

El problema, entonces, puede ser perderse. O quizás desear que otros se pierdan (ya sea detalles, referencias, historias, menciones). Esos otros son otras escrituras cinéfilas, pero también otros espectadores. Solo si están perdidos, podría la autoría crítica re-situar correctamente al despistado y devolverlo al camino. Podría por ello, decir por primera vez e inaugurarse a sí misma como un saber supuesto por fuera del texto y por encima de las experiencias silvestres de los desprevenidos. Las resonancias aquí al “poder pastoral” que describe Michel Foucault o la “educación bancaria” de Paulo Freire no serían gratuitas.

Me inclino en cambio por una escritura que viene después de la disponibilidad de la película. Es una escritura que tendría que reírse primero del goteo como lógica del cine: cierta escasez del acceso que provoca artificialmente la necesidad de adelantados. Quizás sea en el lugar del festival, del estreno, de la urgencia por ver primero y antes que nadie — aunque siempre en medio de la sala y junto a otros adelantados — donde se imponga la necesidad de apostar por el caballo ganador para rescatar la propia autoridad. Solo en un sistema de esas características tiene sentido escribir para recomendar, para guiar la mirada y también la inversión de recursos; o simplemente para rellenar el obligado comentario del espectador cotidiano al terminar la función. Porque pareciera que hay que hablar y esa crítica escribió como adelantándose a la necesidad de comentario. Reírse, un poco y sin maldad, de esa escritura es indicar que en cierto modo la demanda es construida y que su espacio es cada vez más nulo. O que no es siempre es bueno reír primero.

En cambio, se puede escribir para la lectura. Rosenbaum lo ve bien cuando indica la necesidad de que el crítico se acepte como un destino que puede no ser un final. La soberbia crítica sería precisamente situar como ideal de la respuesta a un texto el mero asentimiento. En cambio, escribir para la lectura sería aceptar la simetría de la conversación y su apertura. Buscar la situación irregular de dos espectadores en la misma necesidad: reutilizar, resintentizar, transformar el visionado en otra cosa a través de las palabras. No se trata tampoco, para no exagerar, de un modo de escritura incompatible con la pedagogía cinéfila — necesaria muchas veces en otros sentidos. Pero sí de atender otro asunto: aquel de la igualdad en ese devaneo que se produce no por estar perdidos sino por perderse las imágenes constantemente en el lenguaje. Como la galería de cuadros imaginarios que la écfrasis de Filostrato inventa, la película también desaparece en la escritura, hundida en la experiencia de su visionado. Ahí estaría la brecha de una necesaria poética, poner palabras no para explicar lo visto sino para salir con otros del silencio en que la imagen reconoce su poderío.

5.

Al volver de Caleta Hornos, en la misma curva, en el mismo cerro, aún el arbusto sigue al medio de la carretera, rebosante.

Por César Castillo Vega