1. Dodecálogo de un cuentista

Inevitablemente, algún día, un catedrático cualquiera hará
girar las páginas de este libro en busca de una clavija para
colgar su sombrero… Al principio se sentirá desanimado
ante el descubrimiento de que se ha violado su regla fundamental
que dice: <<Nunca se ha de finalizar una frase con una preposición>>.
A pesar de todo, tendrá la esperanza de descubrir el secreto de escribir cuentos…
Cuando haya dado fin a su
investigación, seguramente escribirá un libro titulado
<<Once recetas distintas para redactar un cuento corto>>.
Erskine Caldwell.

 

Empecemos por el final, como creía Poe que se escriben los cuentos. Antes que cualquier otra consideración, me gustaría proponer un pequeño dodecálogo práctico acerca del cuento. Reconozco que, en el terreno del ensayo, me interesa mucho más una teoría de la escritura que la teoría o historia de la literatura. Por supuesto, las convicciones teóricas de un escritor no suelen preceder a la escritura misma, sino que provienen de sus resultados. Vayan entonces estos subjetivos enunciados a manera de síntesis:

I

Contar un cuento es saber guardar un secreto.

II

Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuando hablen del pasado. No hay tiempo para más, y ni falta que hace.

III

El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por asfixia.

IV

En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida fácilmente.

V

Los personajes no de presentan: simplemente actúan.

VI

La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el personaje principal.

VII

En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.

VIII

La voz del narrador tiene tal importancia, que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde la discreción que desde la exhibición o el ingenio.

IX

Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta más natural para un cuento. Corregir: reducir.

X

El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.

XI

En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto

XII

Terminar un cuento es saber callar a tiempo

 

  1. El cuento del género y la teoría de los procedimientos

El cuento es un experimento con la noción de límite.
Ricardo Piglia.

     Para un ojo contemporáneo, todo género literario es híbrido desde su base. Los géneros, en término de escritura, no existen como algo dado. Por eso hablar de mezcla no resulta exacto, si por ella entendemos la combinación de dos o más elementos inicialmente puro, delimitados. La mezcla actúa en el propio acto de escritura, está en el origen mismo, en la materia prima de cada texto. Dicho en términos drásticos: hoy no existen los géneros, más allá de un repertorio heredado de nociones formales que, sin duda, pueden sernos útiles como referencias orientativas para llegar a otra parte, a lugares extraños.

     La suma histórica de las escrituras (esa costumbre llamada tradición) va consolidando determinadas asociaciones, determinados hallazgos presentes. Más tarde, la teoría muchas veces las sacraliza postulándola como esencia pretérita, convirtiendo su búsqueda dinámica en un estado fijo. Entonces los lugares de paso se presentan ante nosotros como lugares comunes, de tránsito necesario, como si hubieran estado allí antes de ser recorridos. Sin embargo, tal como lo percibieron los autores románticos (y muy particularmente los románticos alemanes), los moldes genéricos no constituyen para la escritura realidades preexistentes a ella misma. Como mucho, lo único que existe de antemano son los reflejos de lo que por convención se supone que es un cuento, un poema, una novela. En definitiva, más que la hibridación de unos géneros todavía distinguibles, pienso que nuestra época tiende hacia la disolución de esos géneros en tanto que objetos definidos.

    Entonces, ¿todos los textos literarios son iguales, indistinguibles? ¿Quedan irremediablemente confundidos en una amalgama sin orden? En absoluto. Así como no hay géneros para el escritor contemporáneo, sí que existen los procedimientos (para emplear una palabra querida por los formalistas rusos). No es lo mismo la demora que la anticipación, la descripción que la acción, la aplicación de la metáfora que la designación directa. Una voz confesional no actúa igual que un narrador omnisciente, el monólogo no tiene las mismas consecuencias que el diálogo. No se comportan de la misma manera las estructuras lineales y las superpuestas, el orden cronológico y la fragmentación temporal. La estrategia de la digresión se opone a la estrategia de la síntesis, el eje del desarrollo va en sentido contrario al eje de la elipsis. Todos ellos son recursos que el escritor aprende a distinguir, manejar y combinar. Incluso aunque no sepa o no quiera nombrarlos.

    Quizá la única procedencia segura de los textos sea precisamente la de sus procedimientos. El latín nos auxilia en esta evidencia: proceder significa <<adelantarse>> pero también <<pasar a otra cosa>>. Para seguir adelante, para avanzar en su discurso, cada texto pasa de una cosa a otra, de unos procedimientos a otros, formándose a sí mismo y conformando su naturaleza. En este sentido, la condición de la escritura contemporánea (la del siglo XX, y más aún la del siglo XXI) es radicalmente procedimental. Por eso creo que, a la hora de analizar la forma de los textos, los procedimientos y sus múltiples combinaciones resultan mucho más útiles que los géneros literarios y sus posibles fusiones.

    Por supuesto, la idea moderna de los géneros (la convicción de su existencia) no es fruto de ningún capricho. Sí quizá de un malentendido. Al menos en mi opinión, el malentendido de los géneros proviene del hecho de que, históricamente, ciertos procedimientos se hayan venido aplicando con regularidad a determinados textos. Por ejemplo: la narratividad, el diálogo o el estilo indirecto para los textos catalogados como cuentos o novelas; el lirismo, la voz confesional o la metáfora para aquellos catalogados como ensayos. Ahora bien, este hábito no nos impide aplicar esos procedimientos perfectamente a la inversa. Ni impide que hoy, acaso, pueda ser recomendable intentarlo si se quiere explorar nuevas vías de expresión literaria.

    La teoría de los procedimientos tiene que ver con una manera de escribir, pero sin duda también afecta a la manera de leer. De hecho, sin haber sido formulada como tal, la teoría de los procedimientos está parcialmente asumida en algunos casos. Parece ya aceptada, por ejemplo, que existe poesía narrativa, y que su legitimidad es tanta como la que ostenta la gran poesía lírica, elegíaca o hímnica. Mucho más allá de los autores beat o el realismo sucio, podríamos remontarnos al romance popular, a la poesía medieval o la épica grecolatina. Algo parecido ocurre con la novela de tesis o ensayo, últimamente revitalizada por la variante denominada autoficción, integrada sin demasiados conflictos dentro de la novelística general pese a su fuerte componente de análisis crítico. Esta manera abierta de novelar, lejos de ser una invención posmoderna, se remonta al origen mismo de la novela moderna: así están concebidas muchas novelas picarescas del barroco, el Tristam Shandy, las novelas científico-naturalistas del XIX y, por supuesto, el Quijote. Sin embargo no ha ocurrido lo mismo con el cuento, o ha ocurrido en mucha menor medida.

     Por alguna razón, la permeabilidad del cuento (su capacidad de contaminación intergenérica, de asociación entre procedimientos distintos) ha sido subestimada, cuando no reprimida, desde sus marcos teóricos convencionales. El cuento es probablemente el formato literario cuya renovación menos se admite o menos se ha sabido detectar. Como si la movilidad expresiva de la poesía o la flexibilidad estructural de la novela hubieran sido asumidas sin especiales resistencias teóricas, pero aún estuviéramos un tanto empeñados en identificar el cuento con su variante más rotunda, clásica y mecánica. Como si los conceptos pioneros de Poe o de Quiroga (tan malinterpretados por otra parte) nos hubieran pesado en exceso a la hora de pensar las posibilidades formales del cuento contemporáneo. O como si, en el mejor delos casos, estas se hubieran quedado estancadas en tres modelos generales: el relato neofantástico que va desde Maupassant a Cortázar, pasando por Bierce; el relato metaliterario o histórico apócrifo que va desde Papini a Bolaño, pasando por Borges; o el explotadísimo modelo elíptico, contenido y (en definitiva) no menos clasicista que va desde Chejov a Carver, pasando por Hemingway. Estas relaciones parecen todavía más extrañas si pensamos en el propio desarrollo de las formas breves desde el arranque del siglo XX. Los poetas modernistas hispanoamericanos, siguiendo el ejemplo de los poemas en prosa de Baudelaire (poemas que en su gran mayoría hoy llamaríamos microcuentos), supieron jugar permanentemente con las fronteras entre poesía no versal y narración poética. Casi de inmediato, la tradición del cuento en lengua española incorporó una vñia cuya entidad formal e influencia teórica tardaría décadas en ser reconocida: el voluble formato micronarrativo que alcanzó su madurez con autores como Arreola, Piñera, Monterroso o Denevi.

     Al afirmar la inexistencia de los géneros en términos de escritura, no estoy sugiriendo la abolición de cualquier concepto genérico a la hora de acercarse a los textos. Su atribución genérica puede ser, y de hecho es, tanto una forma convencional de referirse a ellos como un punto de partida para analizar sus recursos. Lo que pretendo señalar es cómo la identidad literaria de esos textos heterogéneos que llamamos novela, poema o cuento no constituye un a priori, sino un trabajo en marcha. Una frontera abierta por definición, y no como excepción. Una atomización en busca de una forma. Y que, por lo tanto, la estrategia más certera para acotar qué es un cuento (es decir: para entender cómo funciona un cuento por dentro) no es oponerlo al resto de géneros literarios, separándolo esencialmente de ellos. Ni tampoco acogerse a distinciones tradicionales que vinculan con rigidez determinados recursos a ciertos géneros: los personajes complejos, o las observaciones psicológicas para la novela; el lirismo o la experimentación lingüística para la poesía; la escritura circular o el final contundente para el relato breve, etcétera. La estrategia más reveladora, en mi opinión, sería tratar de reconocer a posteriori los procedimientos técnicos que concurren en los cuentos contemporáneos y se repiten con más frecuencia en ellos. Procedimientos que no tienen por qué ser exactamente los mismos que se daban en los cuentos del siglo pasado. Y que pueden mezclarse de maneras distintas, produciendo nuevos conjuntos y subconjuntos mucho más ágiles que la mera división bipartita narrativa/poesía, la tripartita novela/cuento/poema, etcétera.

    Puede decirse que la limitación de las posibilidades del cuento proviene de dos frentes básicos: uno interno, otro externo. El interno consiste en la insistencia (tan legítima como acaso redundante) de muchos narradores en seguir cultivando de manera preferente un modelo de relato clásico, en el sentido antes apuntado. El condicionante externo, aunque no menos importante, radica en cierta tendencia de la crítica a entender el cuento como una reducción a escala de la novela tradicional. Es decir, a juzgarlo mediante conceptos técnicos en su mayoría provenientes de la tradición del XIX, de sus desarrollos y estructuras. Este prejuicio (y no sólo el mercado y sus exigencias) es el motivo por el que, con frecuencia, a muchos críticos o lectores les falte algo en un relato breve, o su desarrollo resulte de algún modo insuficiente. Algo parecido ocurre a la hora de valorar los microrrelatos, que suelen abordarse sin mayores consideraciones como si comportamiento interno fuese siempre idéntico a l de un cuento clásico en miniatura. En todo caso, y si algo distingue a un buen número de los microrrelatos que he leído, no es tanto su evidente brevedad como cierta reincidencia en determinados procedimientos: la radical comprensión temporal, la restricción drástica del punto de vista, el esquema argumental simple como recipiente de un estilo complejo, las elipsis muy abruptas, la voz como eje único del personaje, las torsiones o los juegos lingüísticos en reemplazo del progreso narrativo, entre otros muchos.

    El hispanita alemán Kurt Spang, autor de Los géneros literarios y de célebres tratados de retórica, enumera las diez características que considera fundamentales para definir lo lírico, siguiendo en semejante propósito al lingüista estadounidense Samuel Jay Kayser. Encuentro en verdad curiosos que, de este decálogo del lirismo, ocho de sus principios se ajusten como un guante a muchos de los cuentos que más me han interesado. Según Span, las características principales de los textos liricos serían las siguientes: interiorización de la realidad exterior, con las frecuentes consecuencias de la brevedad y la profundidad; predilección por la instantánea o la sugerencia visual; tendencia a tratar un solo aspecto, tema o situación, limitando el campo de acción pero aumentando la intensidad; función estética del lenguaje; densidad de la estructura; importancia del ritmo; carácter explícita o implícitamente oral del texto; musicalidad. Ninguna de estas ocho propiedades difiere significativamente de la descripción que muchos cuentistas harían de sus propios relatos.

    Los otros dos rasgos propuestos por Spang formulan dos malentendidos. Uno de ellos afirma que <<los textos líricos nunca cuentan una historia>>, apreciación bastante extendida que omite el hecho de que la lírica también suele fundar un personaje, que es quien habla y se sitúa en una circunstancia más o menos ficcional que constituye su historia. A lo largo de casi cualquier poemario lírico (ya se trate de la antigua poesía china, la lírica petrarquista, los sonetos de Quevedo, los libros de Rilke o los más experimentales de Vallejo) es posible rastrear un argumento protagonizado por una o más voces. Peripecias de diversa relevancia, pero de presencia innegable. El otro requisito se refiere a la métrica, y basta con señalar que el propio autor termina descartándolo al admitir la existencia de textos en prosa netamente líricos. La conclusión es instructiva: una vez refutadas las dos últimas premisas, y de creer a Spang en las otras ocho, buena parte de los cuentos contemporáneos (incluyendo muchos de los míos) estarían narrados con la esencia del lirismo.

Bien pensado, ¿por qué no? Baquero Goyanes opinaba que sólo es posible entender el cuento vinculándolo a la poesía lírica, y no a la novela. De todas formas, también cabe recordar que (mucho más allá de los géneros) el lirismo no es patrimonio exclusivo de la poesía, igual que la narratividad puede encontrarse con naturalidad en un poema. Un ejemplo cualquiera en nuestra lengua: si comparamos ciertos cuentos delicados de Arreola con los poemas urbanos de Fonollosa o los poemas directos de Nicanor Parra, ¿cuáles narran un argumento y cuáles apelan más a los sentidos? ¿Dónde hay más acción, dónde más lirismo? Un ejemplo anglosajón: comparar la calculada narratividad de El cuervo de Poe con los relatos más evocativos de Capote. Tercer ejemplo, mixto: leer las más que poéticas Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias, a continuación de la extremadamente argumental Rima del anciano marinero de Coleridge. O confrontar incluso los cuentos de Carver con los poemas de Carver, los poemas de Pasolini con sus propios ensayos, los ensayos de Borges con sus cuentos y poemas. ¿Difieren seriamente sus procedimientos? ¿Podríamos distinguir de manera clara los textos de estos autores guiándonos por su adscripción genérica? Y, a propósito, ¿serviría de algo?

    Como observador Alejandro Rossi en su Manual del distraído, no siempre es imprescindible castigar a los textos con limitaciones teóricas. A este respecto, Rossi propone la siguiente ética lectora: <<Léelo, si es posible, como yo lo escribí: sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle>>. Sin amor, sin asombro, sin detalles, sería muy difícil leer o escribir un cuento. Pero muchos excelentes planes, además, son un inesperado regalo del momento de escritura. Si pocas veces resulta revelador saber cuál fue el esquema original que precedió al texto mismo, tampoco parece necesario reclamarle una pertenencia genérica inequívoca que sólo sobrevive en la abstracción de los manuales. La coherencia no es lo mismo que la unidad. La coherencia es el fruto del estilo, la reflexión, el trabajo. La unidad es producto de la obsesión monista y del temor a los contrastes.

   Al igual que sucede con Borges, muchos relatos de autores tan dispares como Wilcock, Buzzati, Lispector, Manganelli, Monterroso, Arreola, Piglia, Vila-Matas, Galeano o Foster Wallace no tiene género. Proponen un antigénero o, mejor, un multigénero. La creciente valoración y práctica de la micronarrativa, el auge de las misceláneas, la noción de hipertexto de Ted Nelson, la canonización del minimalismo tanto en las artes plásticas como en la narrativa (es de gran interés la defensa del minimalismo de Barthelme, recogida por Lauro Zavala en su utilísima trilogía sobre el cuento): todos ellos son fenómenos ligados a estas cuestiones. De hecho, donde Nelson creía referirse específicamente a Internet (divergencia, fragmentación, interactividad, no linealidad, descentramiento), en realidad estaba hablando de la concepción posmoderna de la narración.

    Cortázar, cuentista nada sospechoso de negligencia constructiva, solía insistir en el concepto musical del take, en las improvisaciones a partir de una idea o tema. Su riesgo está en la ejecución, pero también en la lectura. En este sentido, la relativa incomprensión que aún existe hacia las formas híbridas quizás tenga que ver con el imperio del pragmatismo, con la falta de riesgo: aquello que no tenga una forma reconocible queda condenado a parecernos amorfo. Frente a la lógica unitaria, el fragmento o la teoría del rizoma desafían la certidumbre de sus leyes. A este principio contemporáneo cabría añadir un importante matiz: la fragmentariedad es mucho más que la unidad subdividida.

    No creo que haya una naturaleza en los textos, y menos aún que esa supuesta naturaleza esté determinada por su adscripción genérica. La experiencia nos indica que hay poemas narrativos e incluso dialogados. Que existen cuentos líricos. Novelas intimistas. Poemas filosóficos. Ensayos muy poéticos. Novelas cuyo núcleo son ideas. Abandonando los clichés que establecen vínculos de fuerza entre ciertos géneros y determinados procedimientos, podremos comprender mejor una actitud literaria que, por su fecundidad y arraigo, no es posible seguir explicando desde la extrañeza.

 

Por Andrés Neuman

El texto que acaban de leer es parte de El último minuto, libro de cuentos de Andrés Neuman publicado el año 2007 por la editorial española Páginas de espuma. Todos los derechos pertenecen a ellos.