(1927)

El que los surrealistas me hayan ahuyentado o que yo mismo me haya liberado de sus grotescos simulacros, ya no es la pregunta principal. Esto porque tuve suficiente de una payasada que había durado demasiado, razón por la cual me retiré de ella, bastante seguro, además, de que en el nuevo marco que habían elegido, los surrealistas no harían más que en cualquier otro. Y el tiempo y los hechos no han dejado de darme la razón.

Ya sea que el surrealismo esté de acuerdo con la Revolución o que la Revolución deba hacerse fuera y por encima de la aventura surrealista, nos deja la pregunta sobre qué puede aportar esto al mundo cuando consideramos la poca influencia que los surrealistas han logrado tener sobre los hábitos y las ideas de esta época.

De hecho, ¿Hay todavía una aventura surrealista? ¿No murió el surrealismo el día en que Breton y sus adeptos creyeron que debían unirse al comunismo y buscar en el dominio de los hechos y de la materia inmediata, la culminación de una acción que normalmente solo podría desarrollarse en los entornos íntimos del cerebro?

Creen que pueden permitirse el lujo de burlarse de mí cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones internas del alma, como si yo concibiera el alma en el sentido infecto bajo el cual ellos mismos la entienden y como si del punto de vista del absoluto, pudiese ser menos interesante ver cambiar la armadura social del mundo o ver pasar el poder de las manos de la burguesía a las del proletariado.

Si todavía los surrealistas estuvieran buscando realmente eso, al menos serían excusables. Su objetivo sería banal y restringido, pero al menos existiría. Pero, ¿tienen algún mínimo objetivo hacia el cual lanzar una acción? ¿Cuándo diablos quedaron impedidos de formular uno?

¿Trabajamos con un propósito? ¿Trabajamos con algún móvil? ¿Creen los surrealistas que pueden justificar sus expectativas por el simple hecho de ser conscientes de ellas? La expectativa no es un estado mental. Cuando nada hacemos no arriesgamos a romper nada. Pero esta no es una razón suficiente para hacer hablar de sí.

Desprecio demasiado la vida para pensar que un cambio, cualquiera que se desarrolle en el marco de las apariencias, pueda modificarle nada a mi detestable condición. Lo que me separa de los surrealistas es que adoran demasiado la vida mientras yo la desprecio. Gozar en cada ocasión y por todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el ascetismo no hace carne con la magia verdadera, ni la más sucia, ni la más negra. El mismo gozo diabólico a los costados del asceta, un cierto espíritu de maceración.

No me refiero a sus escritos que son resplandecientes aunque vanos cualquiera sea el punto de vista en que se miren. Hablo de su actitud central, del ejemplo de todas sus vidas. No tengo un odio individual. Los rechazo y los condeno en bloque, rindiendo a cada uno de ellos toda la estima e incluso toda la admiración que merecen por sus obras o por su genio. En todo caso, y desde este punto de vista, no tendré, como ellos, el infantilismo de hacer volteretas contra ellos, y de negarles todo talento desde que han dejado de ser mis amigos. Pero, afortunadamente, no se trata de eso.

Se trata del desajuste del centro espiritual del mundo, de este desnivel de las apariencias, de esta transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar. Toda materia comienza con una perturbación espiritual. Confiarse en las cosas, en sus transformaciones, con el cuidado de conducirnos, es un punto de vista de bruto obsceno, utilitario de la realidad. Nadie entiende nada y los mismos surrealistas no logran entender ni prever dónde los llevará su voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución que libre de evolucionar en los desesperantes marcos de la materia, se entregan a la fatalidad, a un cierto azar de impotencia y debilidad que les es propia para explicar su inercia, su eterna esterilidad.

El surrealismo nunca ha sido para mí más que una nueva forma de magia. La imaginación, el sueño, toda la intensa liberación del inconsciente que tiene como objetivo aflorar a la superficie del alma, lo que habitualmente ha tenido escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de lo aparente, en el valor de significación y simbolismo de lo creado. Lo concreto cambia completamente de envoltorio, de corteza, ya no se aplica a los mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible, repele la realidad. El mundo ya no aguanta. Es momento entonces de comenzar a tamizar fantasmas, a detener las falsas apariencias.

Que la espesa muralla del ocultismo se desplome de una vez por todas sobre todos estos impotentes lenguaraces que consumen su vida con reproches y vanas amenazas, sobre aquellos revolucionarios que no revolucionan nada.

Estas bestias me convencen de mi conversión. Ciertamente los necesitaría. Pero al menos me reconozco sucio y enfermo. Aspiro después a otra vida. Y todo bien contado prefiero estar en mi lugar que en el de ellos.

¿Qué queda de la aventura surrealista? No mucho, salvo una gran esperanza decepcionada, pero en el campo de la literatura quizás haya aportado algo en efecto. Este enojo, este asco ardiente derramado sobre la cosa escrita constituye una actitud fecunda y que quizás sirva algún día, más tarde. La literatura se purifica, se acerca a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo. De conquistas positivas, al margen de la literatura, imágenes, no las hay y por tanto lo único que importa. De la correcta utilización de los sueños podría nacer una nueva manera de conducir el pensamiento, de tenerse en medio de las apariencias. La verdad psicológica era despojada de toda excrecencia parasitaria, inútil, cercada de mucho más cerca. Vivíamos entonces con seguridad, pero quizás sea una ley espiritual que el abandonar la realidad no pueda jamás conducir más que a los fantasmas. En el marco exiguo de nuestro dominio palpable estamos presionados, demandados por todas partes. Hemos visto claramente en esta aberración, que ha llevado a los revolucionarios al plano más alto posible, a abandonar literalmente este plan, a adjuntar a esta palabra de revolución su sentido utilitario práctico, el sentido social que se pretende como el único válido, porque no queremos pagarnos de palabras. Extraño regreso a uno mismo, extraña nivelación.

¿Se cree que una actitud meramente moral puede bastar si esta actitud está marcada por la inercia? El interior del surrealismo lo conduce hasta la Revolución. Eso es lo positivo. La única solución eficaz posible (dicen ellos) y a la que un gran número de surrealistas ha rehusado unirse; pero, al resto, esta adhesión al comunismo, ¿qué les ha dado, qué les ha hecho rendir? No los ha hecho avanzar ni un paso. Esta moral del devenir, de la que parece depender la Revolución, nunca he sentido su necesidad en el círculo cerrado de mi persona. Pongo por encima de toda necesidad real las exigencias lógicas de mi propia realidad. Ésta es la única lógica que me parece válida y no una lógica superior cuyas irradiaciones sólo me afectan en la medida en que afectan mi sensibilidad. No hay disciplina a la cual me sienta obligado a someterme, por riguroso que sea el razonamiento que me lleve a recurrir a ella. Dos o tres principios de muerte y vida están para mí por encima de toda precaria sumisión. Y toda lógica me ha parecido siempre tomada de prestado.

El surrealismo está muerto por el sectarismo idiota de sus adeptos. Lo que queda de él es una especie de agrupación híbrida que ni los propios surrealistas son capaces de bautizar. Perpetuamente al borde de las apariencias, incapaz de instalarse en la vida, el surrealismo sigue buscando un fin, pisándose los talones. Impotente para elegir, para determinarse ya sea totalmente por la mentira o totalmente por la verdad (verdadera falsedad del espiritual ilusorio, falsa verdad del real inmediato, pero destructible), el surrealismo persigue este insondable, este indefinible intersticio de la realidad donde apoya su palanca antaño poderosa, ahora caída en manos de castrados. Pero mi debilidad mental, mi conocida cobardía, se niegan a encontrar el más mínimo interés en conmociones que sólo afectarían a este lado externo, inmediatamente perceptible, de la realidad. La metamorfosis externa es algo que, en mi opinión, sólo se puede dar por añadidura. El plan social, el plan material hacia el cual los surrealistas dirigen sus pobres veleidades de acción, sus odios para siempre virtuales no son para más que para ajustar una representación inútil y sobrentendida. Sé que en el debate actual tengo conmigo a todos los hombres libres, a todos los revolucionarios verdaderos que piensan que la libertad individual es un bien superior a la de cualquier conquista obtenida en el plano relativo.

¿Mis escrúpulos frente a cualquier acción real?

Son escrúpulos absolutos y son de dos clases. Apuntan, absolutamente hablando, a este sentido arraigado de la inutilidad profunda de cualquier acción espontánea o no espontánea.

Este es el punto de vista del pesimismo integral. Pero una cierta forma de pesimismo lleva consigo su lucidez. La lucidez de la desesperación, de sentidos exacerbados y como a la orilla de los abismos. Y junto a la horrible relatividad de cualquier acción humana esta espontaneidad inconsciente que impulsa, a pesar de todo, a la acción.

Y también en el dominio equívoco e insondable del inconsciente, de los signos, de las perspectivas, de las percepciones, toda una vida que crece cuando se la fija y se revela capaz de perturbar aún más la mente.

Estos son nuestros escrúpulos comunes.

Pero se han decidido, al parecer, en beneficio de la acción. Pero una vez reconocida la necesidad de esta acción, se apresuran a declararse incapaces. Esta es una esfera en la que la configuración de sus mentes los aleja para siempre. Y yo, en lo que a mí respecta, ¿he dicho alguna vez otra cosa? Con, a mi favor, todo tipo de circunstancias psicológicas y fisiológicas desesperadamente anormales las cuales, ellos, no supieron valerse.

 

Por Antonin Artaud

 

 

 

 

 

 

Deriva Artaud
Antonin Artaud
2022
Traducción de Galo Ghigliotto
Alquimia Ediciones
88 pp.