La escritora contemporánea Cristina Rivera Garza publica en 2017 Había neblina, humo y no sé que, una obra difícil de clasificar -cuenta con elementos de ensayo, novela y prosa poética- que viaja, haciendo uso de recursos de escritura atrevidos y de efectivo impacto de novedad en quien lee, por distintos lugares geográficos y mentales asociados a la figura y vida del escritor mexicano Juan Rulfo. Esta referencia es tanto respecto a los parajes donde ocurren los sucesos narrados en Pedro Páramo, El llano en llamas u otras obras como, ante todo, respecto al derrotero seguido por la persona misma del escritor durante su vida, énfasis de esfuerzos dirigidos a la evocación de las sensaciones y experiencias vividas por Rulfo, consideradas ‘materia histórica’ que habría luego de colarse, mediante inciertos fenómenos implicados en la escritura, en las obras que ella ha leído y en base a las cuales ha formado su imagen del escritor. De ello surgen fragmentos de hipótesis personales que la autora contrasta con datos objetivos surgidos de una investigación autónoma  y -lo que resulta especialmente atractivo- con reescrituras traviesas de los textos de Rulfo y creaciones literarias propias derivadas de los mismos.

El espacio que cobija lo narrado en la obra es, de manera particular para este caso, resultado de las seguidas y abundantes técnicas narrativas que sugieren una distorsión dinámica y constante de la óptica proyectada desde el sentido común hacia el fenómeno presentado a quien lee. La forma de desarrollo de estas técnicas y la estructura de sucesión de las mismas permiten imaginar, con notable fidelidad, el estado de divagación mental surgido de la emocionada y apasionada implicación de la narradora en los recuerdos imaginados acerca de la época de Rulfo. Este vuelco hacia la experiencia visual imaginativa interna, en caótica armonía con la contemplación de los paisajes visitados durante la investigación que da lugar a la obra, deviene en una vivencia que es síntesis entre ambos dominios, mezcla de planos que no resulta confusa para la narradora, quien, en cambio, asume su dualidad y simultaneidad:

“Imaginaba el cielo azul, limpísimo, que cubría, de hecho, mi cabeza, porque recordaba lo que no viví en lugar de mirar lo que estaba ahí. Hacía las dos cosas en realidad: recordar lo que no viví y observar de cerca, a través de los lentes para miope, lo que estaba en efecto allí. Uno nunca está solo en la montaña” (Había neblina, humo y no se qué: 47)

En específico, la distorsión de la óptica en el curso del texto opera mediante figuras complejas como el cambio de persona gramatical -la narradora se refiere a terceras personas que, en frases siguientes de un mismo párrafo, son luego asumidas como un yo- y la consiguiente alternancia entre miradas siguiendo la forma del montaje aunque a una rápida velocidad en el cambio entre una y otra. Una de esas cámaras textuales es, de hecho, la que mira panorámicamente las escenas y se refiere de un modo animista a los objetos presentes en el espacio, planteando un conjunto de ellos como autómatas que constituyen un ambiente que, pese a despertar añoranza, cumple con ser impredecible, ingobernable y, en cierta medida, intimidante, en semejanza a como ello se da en Rulfo mismo. El auto, por ejemplo, máquina conducida por un humano, se detiene, no obstante, cual si se manejara a sí mismo. La narradora se refiere a una fusión entre acción y conciencia que experimenta al manejar en algo que presenta como un híbrido entre automatización de su conducta y organicidad de la mecánica del auto. En ello, se confiere de vida a la máquina y de cierta autonomía a partir de la dificultad que el texto funda en la posibilidad de distinción cierta entre quien conduce y ‘quién-qué’ es conducido.

“Cuando el auto se detiene en los límites de Santa Rosa, Guanajuato (…) saca la cámara del asiento de atrás entonces y, colocándola sobre las costillas, hace unas cuantas tomas. Ver es fotografiar, en efecto. Ver es sentir todo lo que se va” (Había neblina, humo y no se qué: 137)

Si bien esta referencia a la fotografía puede aplicar sin problemas de manera literal, su consideración como metáfora del acto de lectura y de re-escritura  vislumbra una forma de asir los poderosos espacios rulfianos que consiste en ejercer relación activa con ellos en la perpetuación, mediante la extensión de posibilidades de la mirada, de momentos ante los que ni personajes ni quienes leen pueden hacer mucho -el llano, en ese sentido, es implacable- y, para el caso de la narradora, de recuerdos ficcionales referidos a un determinado espacio que ven posibilidad de retraso de su dilución en el presente objetivo de tal espacio mediante artificios ópticos. Estas acciones no resultan casualidades virtuosas sino que recursos que cuentan con premeditación en Rivera Garza; ello sugiere ella misma al citar, como obra de directa influencia, El Último Lector de Ricardo Piglia, obra donde se puede leer lo siguiente:

““El Aleph”, el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar (…) Primera cuestión: La lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (…) Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física” (Piglia 2005: 10)

En suma, en Había humo, neblina y no sé qué es posible constatar una muestra notable de los resultados literarios que pueden derivar de la aplicación consciente de las propiedades ópticas de la lectura y la re-escritura, ambas acciones fundidas en el propósito de pregnancia respecto a experiencias literarias emotivas y de goce situadas en un pasado ficcional que es vivido como baúl de recuerdos personal. Es el modo en que la autora evita que Rulfo, ser amado, se le escape de las sensaciones.

 

Por Antonio Baeza Henríquez, “Galgo”

Trabajos Citados

Garza, Cristina Rivera. Había mucha neblina o humo o no sé qué. Literatura Random House, 2017.

Piglia, Ricardo. El último lector. Barcelona: Anagrama (2005).