Hay un límite respecto a qué tanto se puede decir sobre Memoria. Es una meditación abstracta que parece hablar por sí sola, eludiendo una clara descripción o reseña. Se establece en el terreno de lo inefable y las palabras difícilmente le pueden hacer justicia. Y, sin embargo, por naturaleza, siempre buscamos desmenuzar aquello que nos llama, que nos despierta en espíritu y en sensación. Así que, al pie del cañón, y tras haberla visto en pantalla grande en el Festival Internacional de Cine de Morelia en México, con este texto busco, más que brindar significados, buscarlos entre sus líneas e invitar al lector a hacer lo mismo.

Estrenada hace un par de meses en el Festival de Cine de Cannes — llevándose el Premio del Jurado — la nueva película de uno de los directores más importantes del cine contemporáneo, Apichatpong Weerasethakul, es una exploración completamente nueva para su autor y, al mismo tiempo, una repetición de los intereses que se han visto representados a lo largo de su filmografía. Los sueños, los recuerdos y todos sus elementos circundantes traducidos al lenguaje fílmico que han sido inevitablemente seductores para el tailandés desde su debut Mysterious Objects at Noon (2000), que ya trataba con lo liminal, y que ha sabido estirar al máximo respecto a su potencial como posibilidad narrativa y formal.

Tilda Swinton es Jessica, una cultivadora de orquídeas visitando a su hermana enferma y a su esposo en Medellín. De pronto y en frecuentes ocasiones, comienza a escuchar un sonido que aparentemente nadie más escucha; un fuerte estallido que no la deja dormir, y por el que desarrolla una fascinación. Durante su estancia en Colombia, Jessica también conoce a un ingeniero musical llamado Hernán que le ayuda a replicar el extraño sonido, y a una arqueóloga que la lleva a una excavación subterránea de donde sacan restos humanos.

La trama no es mucho más complicada que estos simples renglones. Es más bien en todo lo demás donde Memoria está cargada de una enorme complejidad conceptual, transmitida a partir de una obsesión por el sonido, que sirve como el punto central para todas las ideas que Weerasethakul explora durante sus cautivadores 136 minutos de duración. La historia aquí importa poco comparado con lo que se nos presenta debajo: un profundo estudio sobre el origen de los recuerdos y su relación con la mente y con la naturaleza, donde el tailandés también toma muchísimo vuelo al momento de presentar composiciones ahogadas por la vitalidad del bosque amazónico colombiano, dando la impresión de que la pantalla respira. Una pantalla repleta de presencias fantasmagóricas que durante la película completa se pasean flotando entre personajes y ambientes.

Es entonces por esta razón que se trata indistinguiblemente de una obra de Weerasethakul. Porque es, en esencia y al igual que el resto de sus películas, una película de fantasmas. De una forma u otra, las presencias extraterrenales siempre son cruciales dentro de su cine, que suele difuminar las líneas entre mundos. Borrando cualquier certeza sobre los patrones de la vida, y mostrándonos que se puede estar en varios tiempos simultáneamente. Conectándonos con aquello invisible, pero siempre presente si sabemos buscar — o, en el caso particular de Memoria, escuchar.

Y, sin embargo, también la llamo una nueva exploración porque esta es la primera vez que el autor ganador de la Palma de Oro filma fuera de Tailandia. Pero, a diferencia de otros cineastas que también se han aventurado a otros destinos después de exclusivamente haber filmado en su país natal, como famosamente lo hiciera Tarkovsky con Nostalghia (1983) o Kar-Wai más de una década después con Happy Together (1997), Apichatpong parece definir su obra casi completamente a partir de los espacios regalados por el país sudamericano. No son ornamentales o complementarios, sino un personaje más en cada escena que se va presentando. Es como si Colombia fuera la que carga con la película, y la mano del director sirviera como una mera guía para el encauce de las sensaciones evocadas. No existe una exotización del destino, es una fascinación por capturar sus imágenes con una pureza cruda, honesta, y, sobre todo, natural.

Es por esta razón que hay que describir esto como una experiencia sensorial, más que una película en el sentido convencional. Es un cine llevado a los extremos de sus capacidades como medio de expresión y que exige del espectador un compromiso por explorar la libertad que se nos ofrece y que, al igual que su protagonista, estemos dispuestos a abrirnos a las posibilidades de lo que pueda surgir de la convergencia del tiempo pasado, las vibraciones de la naturaleza y las presencias fantasmagóricas de los recuerdos. No se puede decir sencillo, pero quién logre entrar en sintonía con el misterioso equilibrio de sus imágenes y sonidos, podrá fluir en una sola línea con sus elementos, y entender por qué Weerasethakul siempre ha hablado del cine y de los sueños como realidades gemelas. Incluso ha llegado a mencionar en varias ocasiones que no solamente no le molesta que la gente duerma durante sus películas, es algo que alienta al público a hacer. “Si alguien se queda dormido durante mi película, lo tomo como un halago. Quiere decir que esta persona se siente cómoda y segura como para poder descansar, las imágenes y el espacio le transmite paz. Y mis películas son, o intentan ser, como un sueño”, dice, con una sonrisa discreta, en el conversatorio por videollamada que dio en Morelia.

Efectivamente, la gran mayoría de las secuencias, e incluso la película como tal, transmiten una particular armonía al formar una poesía brillante entre lo que vemos, lo que implica y lo que sentimos. Porque aquí, casi siempre, lo que vemos en el cuadro es solo la punta del iceberg de lo que se dice, ya que trata con temas tan abrumadores que te terminan por absorber hacia una profunda reflexión existencial tan agobiante como reveladora, en la que termina por concretar la idea de que somos solo una pequeña parte de una historia inconmensurable y de una interconexión espiritual, no solo con y entre nosotros, también con la naturaleza. Una angustia que por alguna razón no se siente como un omen de horror, sino de gracia.

El autor tailandés aprovecha el silencio y la oscuridad de la sala para tomar tu alma y soltarla para que encuentre su camino detrás de la pantalla. Una libertad que resulta hipnotizante por su misterio inherente. Por ejemplo, en una extendida escena en la que Jessica intenta describir un sonido a otra persona, alargándose por minutos; y pasando por etapas de frustración y de pasmo total ante la falta de palabras, pero también con intercambios de miradas en las que usando simples gestos de manos incluso nosotros parecemos entender qué es lo que está intentado describir. Y, así como en aquel maravilloso momento, la película aspira a hacer lo mismo con su público. Quiere que podamos ver los sonidos. Una hazaña que se antoja titánica, además, por querer englobar el tiempo como fenómeno psicológico de la (in)consciencia y como eco de un flujo colectivo mágico que nunca va a desvanecerse, pero que casi nadie tiene la antena sensorial para poder percibirlo o transformarlo. Se siente como si quisiera describir lo indescriptible. Y lo que hace de Memoria algo casi milagroso, es que, por momentos, lo logra.

– ¿Cómo estuvo la muerte?

– Bien.

 

 

 

Por Andrés Garza, desde el Festival de Cine de Morelia

Memoria también fue parte de la última versión del Festival de Valdivia y estará probablemente en el próximo Festival de Mar del Plata.