París, 10 de agosto de 1874

Es tarde para hablar de las modas de verano, y demasiado temprano para hablar de las de invierno (o aún de las de otoño): aunque nos hemos enterado que muchas grandes casas de París se ocupan ya de su surtido de media estación. Por lo tanto, no teniendo a mano los elementos necesarios para comenzar una toilette, queremos hablar a nuestra lectoras de objetos útiles para perfeccionarlas: las Joyas. ¿Paradoja? no: ¿no hay acaso en las Joyas algo de permanente, y de lo cual corresponde hablar en un correo de Modas obligado a esperar las novedades de julio a setiembre?

Dirijámonos hacia la Joya aislada, en sí misma. ¿Dónde?, en todas partes: es decir, un poco sobre la superficie del globo, y mucho en París: porque París provee la moda de la joya. ¡Qué! ¿No presenta cada comarca, como de su naturaleza una flora, nacido de las manos del hombre, un alhajero completo? El instinto de belleza y de correspondencias con los climas diversos, que regla, bajo cada ciclo, la producción de rosas, tulipanes y claveles, ¿es extraño acaso al de los pendientes, anillos, brazaletes? Flores y joyas: cada especie, ¿no tiene, como quien diría, su suelo más propicio? Tal resplandor solar conviene a esta flor, tal tipo de mujer a esta joya. Esta armonía natural reinaba en el pasado, pero parece abolida en el presente: exceptuando a los pueblos que a ojos de todos aún permanecen bárbaros, o incluso ciertos paisanos que, entre nosotros, pasan por rebeldes a la civilización. ¡La Civilización! Leed “la época en la que ha desaparecido casi toda potencia creadora… en la Joyería como en el Mobiliario”; y tanto en una como en otro, nos vemos forzados a exhumar o a importar. ¿Importar qué?, ¿los brazaletes de vidrio hilado de la India y los pendientes de papel recortado de la China?, no; pero sí, a menudo, el gusto naif que preside su confección. ¿Exhumar qué?, los pesados aderezos de siglos olvidaos, hechos para magnificar con la violencia de un relámpago los terciopelos del teatro y los brocatos de la sacristía: tampoco, pero sí la osadía con que se ubicaban, como toques magistrales, sobre el vestido. ¿Quién sabe? Nos es necesario aún remontarnos hasta el punto de unión de esas dos inspiraciones, tan dispares, del arte del orfebre: a la antigüedad clásica y bárbara. Nuestro Museo Campana: preguntadle a los grandes joyeros, se llamen Froment-Meurice, Rouvenat o Fontenay, si su admirable ciencia, íntegramente crítica, no viene de allá, tal como las vitrinas del Hotel de Cluny, o el mostrador parisién de los vendedores japoneses, y aún de los argelinos.

Así París, el único, se goza en resumir el universo, museo tanto como bazar: nada que él no acepte, extraño; nada que él no venda, exquisito. Londres, por cierto, tiene joyas, singulares, macizas, y en ellas veo un cierto encanto íntimo, preferible solamente a uno de nuestros defectos: a saber, en la joyería, ser espirituales; sigamos siendo simplemente, aquí, adornistas. ¡La Decoración! Todo está en esa palabra: y le aconsejaría a una dama, indecisa en quién confiar para los diseños de una joya deseada, que le pida ese diseño al arquitecto que le construye un palacio, antes que a la ilustre artesana que le hace su vestido de gala. Tal, en una palabra, el arte de la joya, y dicho esto para no insistir más, pasemos de algunos lugares comunes a algunos detalles.

Nada más simple: está probado que un paseo de varias tardes por los boulevards, la ruc de la Paix, el Palais Royal y algunos célebres ateliers, es suficiente para enseñarnos “todo lo mejor que se hace en el mundo”, para emplear en su sentido propio una fórmula banal.

Anotemos, si les place, señoras, los raros objetos de piedras y metales preciosos que pueden concurrir a las galas sucintas de vuestras hijas: antes de tratar más completamente nuestro tema referido a una edad de gozo y de plenitud de la vida.

He aquí algunas joyas que una madre elegante podrá elegir para una joven de dieciocho a veinte años: para la toilette de calle, botones lobulares, de oro, complementados con una hebilla pequeña, que anuda una fina cinta de terciopelo negro alrededor del cuello. ¡Otra cosa! Busco en mis recuerdos de ayer, y evoco: un encantador adorno atado siempre alrededor del cuello, en coral rosa, muy muy pálido, con collar de lo mismo; otro en turquesas con la misma hebilla pequeña, o aún en turquesas y perlas. También veo, soñándolos, pendientes y un diminuto broche, en forma de flechas, con perlas finas en el extremo; algo delicioso. Todo el mundo lleva en los brazos el brazalete de buena suerte, de oro solamente, o con perlas y turquesas; y en el dedo un anillo, uno solo, siempre simple, sin brillantes ni esmeraldas, esmaltado, o todo lo más con una pequeña miniatura. En el dominio de la fantasía, se pueden elegir pendientes y una cruz de plata vieja, con pedrería antigua: que la joya sea de Bretaña o de Provenza, de Normandía, de Alemania o de Holanda. Como las joyas usadas de día son completamente diferentes de las de la noche, tendremos la precaución, si, por ejemplo, debemos componer una canastilla de bodas, de poner unas y otras.

¡Una Canastilla de Bodas! Comenzaremos por poner un par de pendientes de oro, de un trabajo absolutamente artístico, largos (pues la Moda lo quiere así), a los que agregaremos una linda cruz con cadena; un segundo aderezo en lapislázuli, piedra muy apreciada hoy en día, y un tercero más paquete: rubíes granate en forma de peras o manzanas con la cola guarnecida de diamantes. Gemelos adecuados a cada uno de estos adornos.

Elegiremos a continuación, para cenas o fiestas, aros y un medallón cuyo centro estará ocupado por una muy gruesa perla negra rodeada de tres filas de brillantes; es un objeto muy novedoso en este momento en las grandes joyerías: las que citamos antes, y algunas otras.

Una muy bella guarnición se ubicará al lado de la precedente: compuesta de zafiros tallados en rectángulos y rodeados de brillantes. Esta piedra, buscada ahora más que nunca, empaña un poco el resplandor suave de las soberbias esmeraldas. Collar parecido. Yo preferiría estas joyas variadas a los eternos solitarios de brillantes, que hemos visto durante tanto tiempo.

¿Quién quiere conocer de brazaletes? Ayer vi uno espléndido de oro y rubíes; y varios anillos con brillantes y esmeraldas, o bien con camafeos (éstos son la más reciente resurrección de la moda). Les dejo elegir el broche para el chal.

Un frasquito, sea de oros diferentes, rosas, verdes o amarillos, Luis XV o Luis XVI, con guirnalda (o moderno, de esmalte con follaje y pájaros japoneses) por ser un objeto indispensable al Jado del pañuelo de encaje, no habremos de olvidarlo, como así tampoco un abanico: en seda negra con presilla rosa, azul o gris para la mañana, en seda blanca con una pintura para las ceremonias. El motivo se ubica al costado y nunca al medio. De todos modos, nada valdrá nunca un abanico, así sea el más lujosamente montado o uno muy simple, si no presenta, ante todo, un valor ideal. ¿Cuál? El de una pintura: antigua, de la escuela de Boucher, de Watteau, y quizá de estos mismos maestros; moderna, de nuestro colaborador Edmond Morin. Escenas de escalinatas de palacios o de parques hereditarios, y del asfalto y de la playa, el mundo contemporáneo con su fiesta que dura todo el año: he ahí lo que nos muestran estas raras obras maestras puestas en manos de las grandes damas.

Todo esto mostrado por un instante a vuestras miradas, señoras, entra, a diversos títulos, en la canastilla: y un cachemira de las Indias de un precio cualquiera, esa vestimenta necesaria que no se usa sino raramente (porque la moda lo proscribe). Que resbale, este chal, de las espaldas, con sus pliegues orientales, y envuelva otras maravillas: todo nuestro delicioso alhajero, piedra por piedra o perla por perla, historiado. En cuanto a los encajes, los queremos de un gran precio, porque este trabajo, salido de las manos de las mismas hadas no debe conocer la mediocridad. Volados,  bordados, túnica, abanico, sombrilla: de Chantilly; volados, túnica, abanico, sombrilla  o pañuelo: de aplicación, de Bruselas (nada a la aguja); ¡no hay nada que elegir! No escombraremos con terciopelo y seda nuestra canastilla, por ser estos tejidos del dominio de la costurera; y a propósito de costurera, me he olvidado de afirmar —¡pero es necesario predecirlo!— que debemos contar con un cambio absoluto en cuanto al polisón. Se dice que no tiene más razón de ser, ahora que los talles dejan de ser sostenidos: porque es un hecho casi viejo que éstos se llevan largos, y aún muy largos.

La Moda, esta vez, ¿no vendrá del Salón de Pintura? Se ha visto, desde luego con asombro, después no sin cierta satisfacción, un retrato y aún muchos, donde jóvenes y modernos rostros dominan uno de esos largos talles de los últimos siglos. Habrá que aclarar este punto curioso, al comienzo de setiembre, ¡si es que esta resurrección dura hasta la próxima temporada! Sobre todo porque ahora, con los ojos deslumbrados por irisaciones, opalizaciones y centelleos, no podemos mirar sin esfuerzo algo tan vago como el porvenir.

Por Sthéphane Mallarmé, traducción de César Aira

Este texto fue publicado en el segundo número de la revista El Cielo, editada por Arturo Carrera y César Aira.

La foto de portada es el retrato que Monet le hizo a Mallarmé.

Esta publicación solo es posible gracias al invaluable trabajo que realizan en el AHIRA (Archivo histórico de revistas argentinas)