1. Sobre una primera comunión en los 2000 en un rincón de Conchalí

Nací en 1992. En las familias cristianas, algo habitual es (¿era?) llevar a sus hijos a que realicen su primera comunión. El ritual de la confirmación quedaba relegado para los adolescentes y, es dejado un poco más a la voluntad del joven en ese momento. Realicé mi primera comunión a los 10 años aproximadamente. Tras aprender en catequesis con coordinadores dedicados a la causa de impartir las enseñanzas del evangelio, una de las últimas sesiones consistía en la confesión con el párroco. Previo a ello, realizaban un tipo de meditación dentro de la capilla en que la orden era reflexionar sobre las cosas malas que queríamos que fueran perdonadas.

En las condiciones precarias de la capilla de población de Conchalí no había confesionario. Sencillamente entrábamos a una sala de luz fría donde, frente a frente, un hombre de aproximadamente 40 años con sotana te preguntaba por tus pecados. Lo más significativo de esta situación es que, a esa edad, el mayor pecado que pensaba haber ejecutado hasta el momento era el uso de “malas palabras”, cosa que, por vergüenza, no le confesé al párroco. Solamente le conté que era muy malhumorado y que a veces era injusto con mi mamá. No se me ocurrieron más cosas que decirle. Él me dijo que saliera a rezar una cierta cantidad de oraciones a la capilla. Entre mis compañeros había una expectación que para la mayoría de nosotros finalmente fue decepcionante. Al salir, recuerdo que sencillamente jugamos, quizás con cuidado de no decir malas palabras, sospecho que no hicimos mucho más que eso. Nadie habló demasiado sobre las confesiones que tuvimos, ni mis compañeros ni, después de eso, nuestros coordinadores o padres. Se sentía como un desentendimiento de lo que sucedió en aquel momento. Mis padres me preguntaron cómo me sentía y yo dije que bien, sin pensarlo mucho.

Con mis compañeros esperábamos algo más espectacular y en nuestros padres, la expectativa era, supongo, la de un profundo arrepentimiento de nosotros, niños de 9 y 10 años. Lo que no se producía ahí era esa interiorización de la ley moral -eso que se ha llamado una “implantación perversa”-, por dos razones, la primera es más obvia, la concreción de los mandatos morales no tenía un lugar tan importante para nosotros en ese momento. A nuestra edad, siendo niños de población, no podríamos atribuirnos a nosotros mismos mucha más perversión que haber robado alguna cosa o decir mentiras. No habíamos tornado la culpa al escenario de nuestras acciones, en particular, la culpa sexual, el centro de la moral cristiana contemporánea. Y segundo, porque la implantación del canon moral iba a llegar de todas formas, aunque en este momento de la historia chilena había dejado de estar en manos de la iglesia desde hace algunas décadas. Probablemente por uno de los impactos más fuertes en los que descansa esa implantación: la llegada de la televisión el 21 de agosto de 1959 y su masificación a la población un par de décadas después. En ese momento se desplaza la institución moral por excelencia, con mucho mayor poder que en lo que fue anteriormente la radio, la prensa escrita o, incluso, la escuela. Con la implantación realizada por la televisión, la moral se vuelve simple, incluso volátil, se ejecuta en todas las direcciones, considerando lo atractivo que tiene la imagen en sí misma. Como observa Sontag, los mismos recuerdos toman la forma del dispositivo visual, la fotografía se vuelve la superficie de los recuerdos, del mismo modo en que los recuerdos se tornan el dispositivo repetidor de imágenes. De esta forma, los objetos de la moral en el dispositivo televisivo influyeron en la condensación y en el asentamiento de nuestra moral; lo que ya venía realizándose desde la época de nuestros padres.

Este fue el caso. Simplemente un acontecimiento masivo en una población actualmente envejecida y/o precarizada por las drogas -y no es que en los noventas fuese muy distinto-. La confesión cristiana resuena hoy en las redes sociales y la psicoterapia, siendo el actual carácter confesante de nuestras sociedades.

Los mandatos de confesión suponen un aparato de códigos morales que tiene que cumplirse toda vez que alguien se confiesa. Cuando Foucault habla de “dispositivos de saturación sexual” en el libro I de Historia de la sexualidad, se refiere a la disposición material y estratégica que hace emerger la producción de un ideal de sexualidad. Se analiza la ciudad, la arquitectura y el diagnóstico es severo, se observa que todo está plagado de sexo. La producción de este ideal se hace por el modo en que este aparato de códigos morales se inscribe en la conciencia y, de forma maquinal, la produce.

El rito de la confesión, aplicado de manera masiva sobre una población, sobre todo una población pobre, no es algo menor. Es una maquinaria de producción del yo. Lo que habría que clarificar al respecto de este relato es que, ni en 1992 ni menos ahora, los confesionarios institucionales funcionan de manera localizable a simple vista. Porque con la televisión sucede que no solo se cumple con la transmisión del contenido, sino también con la individuación e identificación del espectador con ese contenido. Hay, por lo mismo, una implantación masiva de la identidad, y por lo tanto, una toma de posición que posee un potencial masivo más grande que cualquier habitáculo confesionario.

En el caso descrito, estos dispositivos no habían hecho lo suyo con nosotros. Todavía.

2. Imágenes, valor e imágenes-agenciales

En mi infancia, la imagen y, sobre todo, la imagen de las caricaturas de televisión eran un objeto de valor. Con la rapidez que transitaban las imágenes que podían ser vistas solo a cierta hora del día, resultaba imposible poseer la imagen. Habría tenido que fotografiar la televisión, pero la fotografía análoga tenía un valor monetario al que ni yo ni ninguno de mis amigos podía acceder. De esa forma, las calcomanías u otras fuentes impresas poseían un valor importante para nosotros como infantes. Esa falta de posesión de la imagen la mistificaba; la volvía un objeto valioso por su contenido icónico. Los objetos que contenían la imagen de Gokú o de nuestros personajes de televisión más queridos eran un foco de profundo celo. Principalmente en las láminas de álbumes que costaban 100 pesos en ese momento. De ese modo, se creó en nosotros, como infantes, la compulsión del coleccionista. A partir del valor técnico de la imagen y por ser difíciles de encontrar, la considerábamos algo valioso; por presentarse a sí con el valor del tesoro que, a diferencia del juguete, sólo existía para ser contemplado con detenimiento, en todos sus detalles, del mismo modo que la obra de arte.

Este recuerdo aflora en mí en 2019, luego de encontrarme un día con una calcomanía de un personaje de Dragon Ball pegado en un computador. Pensé en lo mucho que hubiera valorado en mi infancia una imagen tan nítida, tan colorida. Me detuve a mirarla y me pregunté si esa experiencia era accesible para los infantes del 2021. Probablemente lo sea menos que a nosotros, porque el flujo de imágenes en el que se desenvuelven los niños en la era digital le resta valor a este objeto por su completa disponibilidad.

Al respecto es preciso notar al menos dos cosas: primero, que no es el caso que los infantes de 2019 no le otorguen ningún valor a la imagen, los wallpapers, por ejemplo, continúan siendo un objeto de valoración estética para las personas y sería absurdo negarlo. Segundo, la rapidez con que las imágenes pierden el valor, no obstante, viene gestándose desde hace bastante más tiempo que en los años noventa. Por ello tendríamos que reconocer que debido al banco de imágenes prácticamente infinito al que se puede acceder mediante el internet y que se encuentra al servicio de quien la desee en todo momento, se ha acelerado un proceso de pérdida de valor de la imagen. Quizás del estrato más profundo de la imagen que Benjamin llamó el aura.

El carácter reproductivo del arte griego estaba pensado para existir por la eternidad, a diferencia del trabajo técnico y que se vuelve reproductivo realizado desde el diseño de monedas. La obra de arte tenía un valor específico porque representaba a los dioses y, por lo tanto, su valor era el más alto. La reproductibilidad, en términos simples, la capacidad de ser reproducible de la obra de arte, nos lleva a su potenciamiento como objeto de consumo y a ocupar un lugar más dentro del mercado. Aquí habría que hacer la separación del valor de la imagen y de la imagen con valor, quizás apuntando a un compromiso ontológico según el cual hay un valor de la imagen en sí misma, que sería el contenido más profundo de la imagen, como algo que no se intenta plantear como medio de nada, ni siquiera como medio de conocimiento.

Por otra parte, el carácter reproductivo de la obra de arte no tiene sentido si no se considera antes el concepto de masa, sin el cual no tiene sentido la esfera limitada, -pero potencialmente ampliable- de objetivos a los que apunta dicha obra reproducida. El público dentro de la masa, el “público objetivo” de la jerga del marketing, es objeto del ofrecimiento masivo en la pantalla cambiante, del flujo, en el que la imagen hipostasiada al objeto artístico más querido, también es el objeto artístico más difundido y, paradójicamente, con menos valor. El concepto de valor que opera en este plano es difícil de ubicar. ¿Cuál es el valor que subyace donde la imagen es apreciada como la fuente de conocimiento, en la forma de esquemas y gráficos, por sobre, por ejemplo, el gusto o el tacto? Sin embargo, por otro lado, al convertirse la imagen en lo más difundido, menos impacta. Existe, así, un elemento que podría parecernos paradójico de la constitución de la imagen dentro de la esfera del valor.

El carácter aurático de la imagen que observaba Benjamin en uno de sus ensayos más famosos se inscribe dentro de aquello que no podíamos asir como niños en ese entonces, y que respondía a la mística que existía detrás de la imagen de esas figuras heroicas. Didi-Huberman, a su vez, en Lo que vemos, lo que nos mira, se refiere al modo en que el mirar es siempre un “ser mirado”, toda vez que el auténtico mirar devela un vínculo de quien mira y que es captado por la imagen. Por lo mismo existe una separación propia de la fotografía cada vez que observamos imágenes habituales, cuerpos y objetos cercanos que se asocian a quien los mira más como una posesión que como una imagen como tal. Fuera de la pulsión acumulativa que explica nuestra compulsión fotográfica de hoy en día, lo que resulta interesante de la idea de Didi-Huberman es el modo en que la imagen -la real imagen- se delega a un terreno de misterio casi hierofánico, del modo en que la imagen, en tanto que imagen, nos interpela.

Aquí es donde Didi-Huberman hace un corte de la descripción fenomenológica de la imagen, en que la aparición supone la muestra de algo en una forma específica, distinta de la aparición en carne propia (leibhaftigkeit, es un concepto técnico en la fenomenología de Husserl) con elementos sensibles propios. El caso es que, en sus postulados, aquello que nos está dado en la imagen termina siendo aquello que es lo más lejano, porque es la imagen que no podemos “tener”. Varios filósofos dentro del giro digital de la teoría de la imagen han tratado este tema. Sontag ya refería al modo en que el carácter compulsivo de la imagen funcionaba como una separación de la experiencia misma de la obra de arte, impidiendo enfrentarse de cara al objeto artístico, posibilitando con ello apuntar a lo que esa obra pudiera “mirar dentro de quien mira”, en el sentido más existencial de la palabra.

En el terreno masivo de anuncios en que nos encontramos, el acceso a imágenes es tan avasallador que la imagen devaluada de su potencial de interpelación, de llamar, impide esa mística de la imagen. La vida muchas veces se ha tornado icónica en el modo de la pantalla digital. Esto se viene pregonando hace ya algún tiempo, y quizás habría que decir que probablemente la relación con la imagen se ha tornado cada vez más “agencial”; característica que inserta a la imagen dentro del terreno de lo político, como observó en su momento Deleuze en sus trabajos sobre el cine. Frente a ello es probable que la experiencia del “avatar” en el videojuego haya tenido un rol importante para la configuración del espacio medial como un espacio de imágenes, y al mismo tiempo, un espacio de imágenes que se parece espacial y temporalmente al espacio perceptivo y -cada vez más- al espacio público.

En este sentido la imagen en su sentido más radical, el modo en que las imágenes miran a quien mira, se distingue de la forma de ver como un “tener”, que es a lo que refiere Didi-Huberman. El modo en que “tener” designa un término de “propiedad”, al mismo tiempo que la “capacidad de asir” algo. El “tener” que se ha configurado en torno a la experiencia medial de la propiedad, como acceso a la imagen, es prácticamente ilimitado con una conexión de internet básica, pero al mismo tiempo es interesante el modo en que “tener” una imagen al mismo tiempo supone la capacidad de hacer cosas con ella, de moverla, de manipularla espacial y temporalmente. Supone en último término una forma de poder sobre ella.

El poder sobre la imagen, para quién la recibe, y las tecnologías que la “sostienen”, el poder sobre el “soporte” icónico y la compleja tecnología que la atraviesan, supone el triunfo de un tipo de sensación que afirma Didi-Huberman, nos podría retrotraer a la observación de nuestra propia mortalidad. En este caso, termina generando una brecha que ya no es solamente el ensimismamiento de perderse de la imagen en su posesión, en la compulsión archivística, sino también de tratarla con semejanza a la capacidad física: de agenciar la imagen, de modo que la sensación de agencia sobre la imagen técnica, podríamos decir hiper-secularizada, termina transfiriendo una seguridad última que duplica la distancia con el olvido de la propia vulnerabilidad y, con ello, la propia muerte.

Por otra parte, esta imagen-agencial es comprensible examinando el modo en que se ha masificado un tipo de relación de sí que se ha tornado deseable a partir de los dispositivos mediales. Esto es el modo de confesión de sí, ampliamente difundido en las sociedades neoliberales y que han hecho posible la aparición misma de los dispositivos mediales que constituyen al mass media. Los filtros de Instagram sobre el que las personas “posan” sus caras modifican los espacios y aparece el tratamiento de sí y un tipo de curiosidad sobre la acción en relación a la apariencia propia, sobre la superficie que tiene aparejada una forma de identidad espectral del agente que interactúa con la plataforma. La idea del avatar que se explota en los regímenes neoliberales de subjetivación, tiene el rol de motivar la experiencia medial como quien se relaciona de un modo especial con las disposiciones espaciales y temporales de un sistema de reglas dado, es decir, con una experiencia del juego. Quizás eso explica el nivel de seriedad que ha tomado cada vez más el videojuego en personas jóvenes durante las últimas tres décadas, por lo menos.

De un modo lejano, en la experiencia de nuestra relación icónica con las imágenes hemos pasado a tener una relación lúdica con las imágenes. Nuestras imágenes, que en su momento nos miraban con su propio valor dado por nuestra imposibilidad de “tenerlas”, en la doble acepción de la palabra, ahora se han tornando juguetes. En aquello que permite sublimar nuestra identidad sobre ellas, de generar una hipóstasis identitaria -en el avatar- que también implica una pérdida y un arrojo sobre esta forma de visualidad que supone el poder sobre la imagen. Sobre la pérdida de la muerte propia para pervivir en las formas icónicas de experiencias que pretenden datarlo todo y captar la totalidad de la vida en historias de Instagram, Facebook o Tik Tok, donde se agota nuestra agencia en la reglamentación del juego y, por lo mismo, donde se pretende agotar la totalidad de la identidad.

3. Afuera del bar de Giannini

En un interloquio del libro La reflexión cotidiana de Humberto Giannini, el filósofo chileno analiza la cuestión de la cantina como espacio de confesión. Si bien la perspectiva de Giannini es la de una hermenéutica heredada de Ser y tiempo, y habiendo desarrollado la cotidianeidad del entorno dictatorial en que se encontraba durante los 80s; es preciso atender a ello como una práctica local en el contexto que se estaba llevando a cabo. Su análisis se erige a partir de una observación de los espacios. En último término, de los espacios entendidos en su constitución fenomenológica. Ellos fundan el aparato existencial en que transcurre la vida. El espacio del bar descrito por Giannini es el de la dispersión, analiza el tumulto y el refugio de ese espacio simbólico para el trabajador que transita desde su trabajo, pasando por la calle San Pablo hasta su hogar.

Se presenta al sujeto en su habitar y su transitar. Ahí es donde Giannini encuentra su ontología. Hay un elemento cinético que determina los asentamientos de la subjetividad; los esquemas interpretativos del análisis se fundamentan desde allí. La espacialidad del bar, como lugar de tránsito permite la disgregación de los focos de disciplina. Es lo que observa Marx cuando muestra la huida a la cantina como una forma en que el humano se pierde a sí del tormento que representa el trabajo que debería realizar lo más profundo de su naturaleza.

Es en ese sentido que resulta relevante que Giannini vincule la conversación en ese espacio con la confesión de un “espacio confesional” en que Marx ubica a la religión a un lado de la cantina, identificando en ambos espacios la latente posibilidad del abandono. Este abandono es de todas formas, el abandono de otro abandono. En la plegaria y en el estupefaciente el humano se olvida que su naturaleza está siendo olvidada. El alcohol es al cuerpo lo que la plegaria es a la mente. Así, el religioso es comparable con el alcohólico y viceversa. En ellos recae el mayor de sus olvidos que es, para Marx, que su relación con los objetos se encuentra mediado por “el objeto” por excelencia: el dinero.

Teniendo esto en consideración, hay que hacer esta salvedad: la iglesia y la cantina son espacios de declaración de la verdad. La confesión, de por sí, supone la mostración del carácter constitutivo de la palabra en el propio sujeto-enunciador. En Obrar mal, decir la verdad, Foucault se refiere a la forma que toma la confesión en la institución psiquiátrica. Uno de los elementos principales que observa el autor es el modo en que un objetivo principal de la confesión es lograr que esta sea voluntaria. En términos simples, es imposible que una confesión sea arrebatada a la fuerza; que el loco diga “estoy loco” por medio de la tortura es, sencillamente un chantaje, mientras que el objetivo es para el psiquiatra, lograr que el paciente pueda identificarse a sí mismo como parte del entramado de saber y poder que diferencia locura de sanidad mental. ¿Qué se consigue con eso?, inscribir a la confesión dentro de las acciones libres y, por lo mismo, dentro de la lógica de la responsabilidad de la que están impregnadas nuestras prácticas confesionales.

¿La cantina de Giannini es distinta de la cantina del siglo XXI?, ¿es distinta del after o de la disco gay?, me parece que habría que pensar cada uno de estos espacios si nos importara hacer una fenomenología de los espacios de distensión en la ciudad de Santiago. Para no perder el foco de estas reflexiones habría que decir que el contexto de poder de las declaraciones confesionales es distinto del contexto del que Giannini alguna vez habló. Y, con esto, vuelvo a la tesis que orienta estas tres reflexiones: habría que mencionar que los espacios en que la declaración de sí se torna confesional se han propagado cada vez más. El espacio de privilegio de la cantina tal como la menciona Giannini pierde su exclusividad, su carácter público y al mismo tiempo transgresor que tiene en el régimen totalitario se difumina o quizás, estalla a la red social, se expande a los murales, se amplía el espacio público a los rincones de la vida privada.

Sin querer caer en el moralismo en que Marx ciertamente cae, hay también elementos de la propia subjetividad que son admisibles en la espacialidad del bar que no lo son en otros espacios, y esto es probablemente, lo que tenga de común el bar de Giannini con el bar en el siglo XXI, sólo un ejemplo de ello es la disco gay como aparato productivo de un tipo de sexualidad que aparece confinada a la periferia de las prácticas sexuales, que además se escapan de los cánones de belleza o de la exclusiva cobertura de clase alta que tiene la homosexualidad en el mass media centralizado.

Son muchos más los elementos que se podrían extraer de este espacio de la ciudad. No obstante, lo que me interesa aquí es cómo el bar es siempre un espacio políticamente estratégico. Esto quiere decir que el bar, además de ser un espacio relevante de declaración de sí, un espacio confesional, es también un espacio con un rol funcional en el entramado político. Es en el bar en que ocurren, de manera reglada, las expresiones del éxtasis, y en ello estarían de acuerdo Marx y Giannini; porque en la inscripción moral del resto del espacio de la ciudad no tiene lugar tanto éxtasis, tanto abandono de sí. El bar es funcional como lo era el carnaval para los medievales, como el espacio en que es admisible esa entrega, el bullicio y también las expresiones sexuales; fuera de él, no tanto.

La funcionalidad del bar, tal como describiría Marx, supone la condensación de las fuerzas en la espacialidad cerrada de éste. Ahí el éxtasis no es tan ex-tático. No hay una exteriorización tan grande si no se estalla en el afuera. No se muestra en el exterior y, quizá, por eso tenga sentido el auge de las discos gay desde los 90’s en el fervor que venía gestándose en la revolución sexual de los 60’s y que se transforma en función de la revolución capitalista que tiene lugar en los 80’s. Porque los espacios de distensión resulta mejor reproducirlos antes que ejercer sobre ellos un poder represivo. Sin ello, sencillamente iban a encontrar otras formas de manifestarse en el espacio público.

Esto explica no solo la promoción de una “espacialidad festiva” que se amontona en el imaginario publicitario del alcohol y la sociabilidad como formas de relajo, sino también a la idealización de los espacios de “plenitud” y al fetichismo de la felicidad en los medios de comunicación. No es accidental que, en la filmografía infantil contemporánea, aparezca como un elemento central la fiesta. Es un elemento presente en las películas de Dreamworks y Pixar, los animales antropomorfos celebrando en fiestas con música y baile, y en series como Friends o How I Met Your Mother que ahora habitan nuestras casas en los servicios de streaming y antes en la televisión.

El elemento común de estas producciones es la centralidad implícita que tiene la fiesta y la socialización como lugares de liberación para los personajes que interactúan en dicho espacio. Se promueve el tiempo de la festividad. Como un tiempo cualitativamente especial, siempre necesario, como un momento de descanso, pero también habitualmente como un momento concluyente de la trama, como un momento de juventud eterna, como lo que todo el mundo debería buscar. Ahí, los personajes antropomórficos y los personajes de la serie se encuentran y viven, más que nunca, su final feliz.

El bar de Giannini, como espacio de mostración se ha expandido hasta el lugar de un bar que se quiere el mundo completo. Es la fiesta el lugar en que aparentemente todo se soluciona, donde hay una sanación de los estados mentales que aquejan al sí-mismo; donde las personas se encuentran entre sí y, continuamente, a sí mismas. Nuestros códigos sociales acerca de lo que podría ser el buen vivir tienen por elemento teleológico la festividad, como una demanda de todo momento, así como también lo es la demanda de la diversión en cada aspecto del habitar cotidiano. Supone hoy en día un mandato de festividad hostigante: ¡Celebra! Del mismo modo en que en la psiquiatría la salud mental está relacionada con la voluntad de hablar, nuestro tiempo, demandantemente festivo, está relacionado con el mandato constante de la expresión de sí.

 

por Diego Márquez Arancibia