“We view films in the context of darkness. We sit in darkness and watch an illuminated world, the world of the screen”.
Nathaniel Dorsky

Una figura completamente clara se encuentra en oposición a un entorno de oscuridad intermedia, la figura es la querida Clementine de Ford. Ella camina hacia un futuro fuera del encuadre. En su rostro, los ojos encandilados guardan cierta expectación hacia tal futuro, aquel que se levanta desde el instante en que inicia su trayectoria hacia la imagen que dará por finalizada la película, y que con gracia, desprende su impresión a quien la presencia. Sus pasos, narran consigo la historia de las imágenes, apariencias de la sombra y la luz. El claroscuro, forma superficial y claramente profunda, revela al cine como una composición de sombras aisladas en proximidad a lo lumínico, una compleja serenidad a la cual visitamos desde los ojos es la que habita nuestro presente.

Tras el desprendimiento de Clementine de la superficie del encuadre, su estela se conmueve hacia el abismo. Allí, tras ella, Henry Fonda –interpretando a Wyatt Earp– es toda una silueta que unitariamente dibuja su lamento. En la ausencia de textura y gesto, la sombra de Fonda aguarda unos segundos antes de desvelarse en camino a lo lumínico. Esta expresión es invisible, está cubierta de obstáculos por los que el sol no atraviesa y a la vez, es mito de todo lo que está por venir, así como de lo anteriormente pasado. En breves instantes, la eternidad es un vínculo entre dos formas móviles que dilatan su sentido hacia la melancolía, pues basta un solo movimiento para que la imagen se imprima en la mirada y traspase la naturaleza de su propia materia.

Entre nuestra oscuridad –la de quienes espectamos– y la luminosidad de las imágenes, existe el fenómeno cinematográfico. Aunque, este no es sólo el acontecimiento de la luz, es la complejidad de la sombra en oposición a ella, conjunto de todo lo visible en la fragilidad de su propia revelación. Revelación o descubrimiento, el descubrimiento más antiguo fue calco del sol, la fotografía heliográfica de Joseph Nicéphore Niépce fija la aparición de una vista anónima desde una ventana, ella es escritura de sol, y saluda a la alquímica impresión del astro, el paisaje y la huella de todos los objetos que habitan la Tierra. El eco de los cuerpos y sus trayectorias lumínicas es su inversión sensible y direccional.

Todo lo que está por manifestarse emerge hacia la superficie de un mundo que existe allí, en la imagen, y se replica en infinitud hacia una nueva visión en memoria de toda anterioridad, visión que milagrosamente puede ocurrir como vínculo de amistad con el momento hallado, observado; por otras manos, obrado. Las moléculas en la imagen, en unión, transportan en su propia forma la perfección del disco solar y consigo, el acontecimiento universal que es vida y muerte, donde ocurre “la felicidad de un ojo para el cual el mar de la existencia se ha quedado en calma, y que ahora ya no puede saciarse de mirar su superficie”.

Lo que viene enseguida se alarga en la retina y aclara que la nomenclatura del plano podría otorgar un sentido demasiado depurado a todo el mundo que aquí se nos presenta. Sin pista alguna, el rostro del alguacil Earp expresa silentemente su “fluyan mis lágrimas”. Su ojos ocultos se interceptan a los nuestros, y la conmoción aparece como encuentro sorpresivo. Es en la salida de Clementine del encuadre y la redirección hacia la figura de Earp bajo el umbral que durante segundos y desde su superficie, el cine susurra el ahora.

 

Por Javiera Cisterna