Como una bocanada de aire fresco, a lo largo de este año han irrumpido en pequeñas editoriales independientes de Argentina una serie de novedades que respiran otro aire. Mientras el criterio editorial dominante insiste en los géneros llamados coloquialmente “posmodernos” –asociados al weird, a las teorías filosóficas cada vez más específicas y a la crítica cultural que especula sobre el presente con pesimismo o con impaciencia ansiosa–, en paralelo se abre un recorrido literario-reflexivo que apuesta por la experiencia vibrante del contacto entre naturaleza y cultura. En ese territorio se inscribe Mar pequeño del que peregrina: diario de huerta, del escritor y editor chileno Diego Alfaro Palma, publicado por Portaculturas Editorial (Córdoba, Argentina).
El diario de Alfaro Palma es de la huerta que cultiva, pero se expande rápidamente hacia todo lo que la circunda: el campo y el cerro, las caminatas, la compañía de su perra Pipa, la amistad y la poesía. En ese recorrido, también se abre a la experiencia de un mundo no humano, con una curiosidad punzante que lo detiene frente a insectos, pequeños animales y otras formas de vida mínima. Con una prosa sencilla y precisa, el texto configura una sensibilidad que cruza lo cultural con lo natural, no para conciliarlos, sino para hacer visible la tensión entre ambos. Ya en las primeras páginas leemos: “lo humano me cansa”, frase que actúa como un hilo a lo largo del libro, marcando el contraste entre el territorio humano y la vida que discurre más allá de ella, indiferente a nuestra existencia. Esa sensibilidad encuentra un eco en el cuidado de la edición, a cargo de Javier Folco y Cecilia Alfonso Esteves. Mar pequeño del que peregrina se despliega en una paleta que va del rosa pastel a un verde suave, con ilustraciones de herbarios que abren cada capítulo-estación e inversiones entre fondo y la tipografía que refuerza la unidad estética. Al cierre de los capítulos tenemos una “biblioteca naturalista”, con títulos y autores que abren el libro a otras lecturas posibles. La publicación se completa con una pequeña tarjeta ilustrada acompañada de un poema y un calendario de siembra de hortalizas y flores, dividido por estaciones.
La lectura del diario nos acerca a una poética de lo cotidiano despojada de alegorías y simbolismos. Lo que ofrece es un registro activo y curioso de un modo de vivir –el del autor– en diálogo con la vida natural que habita su huerta y el campo en el que vive. Esa transparencia prepara también el ánimo de quienes leen, que acompañan el recorrido por las estaciones siguiendo el pulso de su prosa. A lo largo de uno de sus pasajes, leemos:
Iba recorriendo una hilera de árboles cuando me topé a un tordo con otro canto. Se lo escuchaba triste o así lo interpreté. Incluso podría decir que se trataba de una especie de réquiem. Me acerqué lentamente sin bajar mi vista de su posición. Él no se inmuto. Luego volví a la labor en la que estaba: recoger ramitas para encender leña. Hice como si su presencia no me importara. Con esa excusa me seguí acercando. Amigo, a quién le cantas, le quise preguntar.
En ese registro, el libro entrelaza la escritura con el trabajo de la tierra, mostrando cómo el contacto con insectos, mariposas, pájaros y plantas se convierte en el compostaje inesperado para la creación poética. Esa atención resalta la fuerza de lo pequeño, dejando al descubierto una belleza que conmueve, precisamente, por su sencillez.
Como resultado de la particular comunicación entre cultura y naturaleza que propone el diario, se produce una pérdida de centralidad de lo humano. El mundo ya no orbita en torno a él: la vida humana aparece inserta en una constelación más amplia, atravesada por la heterogeneidad y lo singular. Y, con el correr del libro, se inscribe cierto código secreto entre los diversos puntos de esa constelación, vinculado a los ciclos de la vida y la muerte y a las estaciones. En continuidad, Alfaro Palma subraya la importancia de la intuición como “un momento del estado salvaje”. Ese descentramiento de la razón abre un espacio para valorar lo que ocurre a su vera: el llamado de lo salvaje, que bajo la forma de una intuición desobediente genera una zona de indeterminación fértil para la escritura. Al fin y al cabo, la naturaleza no se presenta como concepto, sino como una materia vibrante y esquiva: “no se puede dar por sentado de qué se trata”. Si la ciudad puede devorarte, “la tierra te pide que te quedes”.
Hay un juego contrapuntístico –por tomar prestada la expresión musical– entre la labor y la poesía. Así como el trabajo en la huerta descansa la vida humana del bullicio urbano, la poesía también aparece a la vez como un bálsamo y como tarea manual: “escribir es el arte de acomodar las cosas que parecían perdidas, darles un nuevo estante, cambiarles la tierra, la maceta”. De este modo, la escritura se desplaza hacia un lugar más liberador, ajeno a la lógica del éxito y del ego. Así, Alfaro Palma propone entonces “escribir como polinizar, una tarea más dentro del ciclo de las estaciones”. Labor y poesía comparten una misma dimensión activa: recoger, labrar, escuchar, confiar en la intuición. En sintonía con esto, el diario incorpora poemas propios y ajenos, que expanden y diversifican la poética del autor.
Mar pequeño del que peregrina ofrece un recorrido refrescante por un territorio donde la vida humana se abre a experiencias no ligadas a su propia excepcionalidad, entramadas con temporalidades de lo vegetal, de insectos, pájaros y pequeñas flores. En esa clave, el diario acompaña al lector como un sosiego atento, capaz de abrir la curiosidad y la mirada, para que puedas sentir cuando tus pies tocan la tierra.
Por Sasha Hilas
Sobre:
Mar pequeño del que peregrina
Diego Alfaro Palma
Portaculturas
2025












