El sueño de una mujer y el desierto despierta a la narradora de Cruza (Camila Vazquez, Concreto, 2025), y le pide que escriba. A partir de esa visión comienza a reconstruir su intrincada historia familiar y, al mismo tiempo, pensar en cómo encaja ella en ese entramado de mujeres que habitaron e hicieron las tierras donde creció.
El objetivo pareciera ser descubrir qué es eso que su origen intenta decirle en el terreno de lo onírico, anclado en un desierto que le pide que cruce. Pero, ¿cruzar qué?, ¿cómo cruzar?, ¿qué hay del otro lado? Estas preguntas reaparecen en distintos momentos del relato, atravesadas por recuerdos propios de la narradora y también por historias que le contó su madre.
La narración va y vuelve entre el pasado —tanto personal como histórico— y un presente que lleva a la narradora a preguntarse qué significa haber crecido con un linaje que se sabe heterogéneo: indias, gringas y criollas. Todas ellas conforman su familia y la hacen ser quién es, una mezcla de culturas e historias. Su abuela Lucía, “una niña en el cuerpo de una abuela”, la rubia paya con sus nomeolvides en el bretel del corpiño; su bisabuela Juana con las amapolas, una matrona imponente a la que “el poder le vino de la crudeza: la miseria la hizo así”, curandera y abortera de Rosario; su tatarabuela Julia, agachada en la siembra en los campos, entre caldenes y girasoles; y su otra tatarabuela, Pancha, comechingona del monte. Después, sus madres: Silvia y Adriana.
La narradora carga el peso de dos continentes sobre sus hombros, de tantas mujeres que migraron, fueron desplazadas, maltratadas, obligadas a construir esos territorios con su esfuerzo y sufrimiento. El desarraigo está en todas las historias de migración, en la constitución de las tierras de América, en las provincias, ríos, desiertos y casas: esta no es excepción. Las mujeres de la familia de la narradora, y ella incluida, aguantan estoicas los momentos difíciles, se defienden ante los maltratos, ponen el cuerpo. “Ningún feminismo enseña la fuga: no alcanza la enunciación. Persistir, soportar, son manías de los siglos, ¿por qué serías diferente? Cruzar es un acto de las vísceras.”
Así, también, van dibujando los límites —aunque siempre difusos— de un territorio, del hogar de todas ellas. Una frontera, un río, o un monte, en Cruza, no son sólo delimitaciones o accidentes geográficos, sino también maneras que encuentra la narradora para pensarse a sí misma y constituir una forma de identidad, que es también el punto de encuentro entre una Europa inmigrante y una América originaria. Distintos modos de nombrar(se), de vincularse con los territorios en los que vivió. “La sierra no tiene punta, tiene filo. La sierra punza y lleva nombre de lanza. La montaña es cuchillera. Algo que tajea tu geografía, algo que partió la tierra para existir.”
A cada una de las mujeres que la anteceden, la narradora le asocia una flor; y esas flores hacen a la novela: están en su constitución, al igual que sucede con su estirpe familiar, en la columna vertebral de un texto que se sabe flora por momentos, fauna por otros. “La amapola viene después de la muerte. Cuando la siembra mata el suelo fértil, es planta de recambio: una flor hace que el suelo renazca.” La flor, en Cruza, es también para la narradora una suerte de símbolo de esperanza, de la posibilidad de crecer y entender mejor su identidad, de dónde viene, cómo esas flores la hacen la persona que es.
La narradora recuerda los libros de su madre, entre ellos encuentra La cautiva, El matadero, Don Segundo Sombra, y estudia literatura argentina en la Universidad Nacional: “La literatura argentina te despierta un fervor que adjudicás a ese destino, a esa herencia trazada con bic azul.” Después, enseña con ese mismo fervor a sus alumnos, hace un recorrido por los orígenes de la literatura nacional. Les explica que la idea de frontera, desde siempre, fue para separarse de los indios, no de los otros países; y que el apodo de Río Cuarto se debe a haber sido la sede del imperio Ranquel. En la literatura nacional, al igual que en su historia personal, se mezclan lo esotérico, el mito, y la violencia, pero más que nada el amor y pasión por algo que se sabe propio, que corre por su sangre. Por eso, cuando le ofrecen una beca para emigrar hacia Estados Unidos, no puede irse, abandonar a su país, dejar “el amor, los modos de nombrar, el mapa de una vida.”
Por momentos, me recuerda a Poste restante, de Cynthia Rimsky, que nos lleva en un viaje por diversos países en busca de los orígenes de la narradora, el recorrido de una historia familiar, la investigación de las raíces. Pero Cruza, a diferencia de este libro, hace una radiografía de un linaje familiar, no sólo de su protagonista, sino de cada una de las mujeres que componen esa historia. Nos acercamos y las conocemos acaso con la misma intensidad y detalle. Mientras leía la novela, me encontré haciendo un árbol genealógico en una hoja de papel junto al libro, anotando todos los nombres de esas mujeres extraordinarias que se describen, asociando a cada una con una flor distinta, y bajando hasta llegar a la narradora.
Relato que se sabe fragmentado porque fluye como un río, al estar tan pegado a la naturaleza del monte termina pareciéndose un poco a ella en lo salvaje, en que crece como la maleza e implica a los cinco sentidos; con una segunda persona que interpela tanto a la narradora como a quien se cruza el libro. Una prosa poética delicada y, al mismo tiempo, cruda; que usa la imaginación para acercarse al terreno del sueño, siempre engañoso, siempre en el borde fangoso que separa a la ficción de la realidad. No se vuelve de leer Cruza de la misma manera en que se entró, al menos para mí la experiencia fue así: una vez que me adentré en esa estirpe de mujeres ya no quise irme. Camila Vazquez la pinta con todos sus matices, a través de relatos, sueños, recuerdos y anécdotas que se entrelazan: “La familia también se parece a la montaña. Una muralla, un límite definido, un continente, un refugio contra la nada.”
Finalmente, escribir ese origen que no se deja aprehender del todo, que aparece entre sueños y siempre se escapa, pero que, sin embargo, es refugio contra la incertidumbre del mundo, significa también cruzar el desierto, ir y venir entre esas mujeres que son sus antepasados y ella misma, entrar en el monte como hicieron en la Argentina originaria y dejarse llevar por su lenguaje, “escribir el chispazo antes de que se apague”.
Por Lara Buonocore
Fotografía de Raoul Hausmann
Sobre:

Cruza
Camila Vazquez
Concreto
2025











