Los escritores japoneses Ryūnosuke Akutagawa y Junichirō Tanizaki entre febrero y mayo de 1927 se dedicaron a discutir un asunto que, visto de lejos, podríamos pensar que les interesaba solo a ellos: cosas de gente que escribe. La pregunta, que circulaba en las revistas literarias de la época, era la siguiente: ¿cuál es el papel de la trama en la novela?
Akutagawa resumía su opinión en las siguientes palabras: hanashi rashii no nai hanashi (“historia en la que no hay una historia que parezca una historia”) Tanizaki, en cambio defendía el kōseiteki bikan (“valor estético de la estructura”).
Los lectores se entusiasmaron: durante tres meses el mundo de la literatura japonesa estuvo dividido entre los que defendían una prosa con “espíritu poético” que encontraba su valor en el ritmo sonoro y visual –el equipo de Akutagawa– frente a los que pensaban que la forma que podía ostentar en mayor medida el valor estético de la estructura era la novela. En otras palabras –las del equipo de Tanizaki–: si se excluía el interés de la trama se abandonaba el carácter exclusivo de la forma llamada novela.
Desde que supe la historia, lamento no haber vivido en Japón, entre febrero y mayo de 1927. No solo vivo en un lugar lejano en tiempo y geografía, vivo, sobre todo, un tiempo en el que las preocupaciones parecen ser otras.
Sin embargo, hay lecturas que reabren las viejas preguntas. Mientras leí El mar arriba, me sumergí en el libro mismo, pero también en una meditación sobre la literatura y sus formas: la relación entre novela y poesía; la belleza elástica de ciertas estructuras capaces de imitar el movimiento del tiempo dentro y fuera de nuestras indisciplinadas cabezas…
En medio de tanto ruido, sentí algo parecido al alivio. Una especie de renovada confianza en que, aunque nos intenten contar que ahora las cosas funcionan de otra manera –un ejemplo: en lugar de crítica, rankings– la literatura sigue siendo lo de siempre: una pregunta por el lenguaje; una conversación que no termina sobre imágenes y estructuras; una pregunta por la naturaleza –¿real o irreal?– de la ficción. Con esto último no me refiero a la relación entre escritura y biografía –me parece que la escritura de Nina Avellaneda merece otras lecturas– sino en algo que ella misma me planteó, en una conversación que tuvimos a propósito de su libro: “me gusta decir que escribo novelas, aunque no sé si lo son. Pienso a la novela como el género en que cabe todo. Me gusta que la palabra remita a la ficción. Que no se olvide eso: que, aunque un texto se parezca mucho a la realidad no deje de ser una construcción y una realidad en sí mismo”.
El mar arriba es la historia de Adriana, una mujer que emprende un viaje y pasa un tiempo –no sabemos cuánto– a la orilla del mar. También de la relación de este personaje con las palabras y las definiciones. Sobre todo, la propia.
“La idea era muy simple, razonable a mi parecer, y consistía en que el sufrimiento solo tenía cabida si había alguien para alojarlo” dice Adriana en el primer capítulo.
“No identificarme con mi mente, no identificarme con mis emociones, tomar distancia de lo que pienso y siento. Observarlas como espectadora de alguien que no soy exactamente yo, sino un procedimiento. Asociar el yo a un procedimiento, uno que puede cesar, una construcción que se puede desmantelar”, dice la protagonista un poco más adelante. Y luego, agrega: “No identificarme con el misterio, con lo que no tiene nombre, con el silencio, con el mar. No identificarme”.
Además del mar, hay una cabaña, una panadería, una biblioteca escolar y unos niños. Una mujer llamada Ligia y un hombre lento. Y, sobre todo, en esta historia hay una cabeza interesada en observar sus propios mecanismos. El de la memoria, por ejemplo, que avanza hacia atrás y hacia adelante, complejizando y llenando de capas, eso que insistimos en llamar “presente”, tal vez demasiado a la ligera.
Observar la coexistencia de distintos tiempos en uno solo, es algo que a Nina ya le interesaba en Souza, su bella novela anterior. Usando las palabras de uno de los recuerdos maternos de Adriana: superponer y hacer girar la historia.
Vamos a los libros con las lecturas que nos han marcado. Yo por lo menos, no logro hacerlo de otra manera. Así que además de recordar la conversación entre Akutagawa y Tanizaki, mientras leía a Nina Avellaneda esta vez, tal como en Souza, pensaba en lo que Kawabata escribió alguna vez: “El tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un rio, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros (…) todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”.
En El mar arriba las imágenes del interior construyen un borde y el paisaje colabora con el mismo objetivo, pero haciendo el movimiento en sentido contrario. ¿Es así como se construye o se reconstruye un yo? Me parece que esa es una de las preguntas de esta novela. Y como en las buenas novelas, no hay respuestas, pero sí un movimiento, un flujo entre paisajes –interior y exterior– que reconocemos. Y algo que Nina comprende muy bien: un ritmo.
“Si abriéramos a las personas, encontraríamos paisajes”, dice una mujer en la radio que escucha Adriana. Y es que la construcción de ese yo –que la protagonista deshace y rearma– parece ser una tarea tan inmensa como infructuosa: la identidad parece un ensamblaje dinámico. Tiene agujeros. Es así como entra el mar y se mezcla.
¿Son las palabras capaces de dar cuenta de este movimiento? ¿Puede la protagonista –podemos– confiar en ellas? Después de todo, como podría decir alguno de esos niños que visitan la biblioteca escolar, nos han hecho pensar que las palabras son una cosa terminada. Nosotros, seres humanos –memoria, paisaje interior– pareciera que nos negamos a lo fijo.
Pero hay lenguajes capaces de dar cuenta del movimiento. Y ampliar el diálogo: “¿Qué es aquello que se mueve? ¿Hacia dónde va? ¿Se está moviendo? ¿Nos estamos moviendo, o es allá? ¿Somos nosotras? ¿Dónde terminamos? ¿Allá es nosotras? ¿Es allá aquí dentro?, pregunta la nube colmada de luz”, leemos en un breve capítulo.
Solo me queda recomendarles la lectura de esta bella novela, que me ha hecho pensar en el dilema de Adriana y también en la literatura, sus antiguos asuntos.

El mar arriba











