«Heriré con luz tus oscuras cárceles», dice Celestina conjurando al Príncipe infernal
María Zambrano escribe en Los sueños y el tiempo (1992):
“Toda tragedia poética lleva en su centro un sueño que se viene arrastrando desde lejos, desde la noche de los tiempos y que al fin se hace visible. El primer conato de ser, dentro del laberinto de las entrañas”.
Toda tragedia es la historia de un alumbramiento, de una eclosión, de un brote, de descubrirse entero, de desenmascararse. También, toda tragedia es la historia de alguien que sueña. Alguien encerrado en el sueño que quiere salir de su prisión y que, al no resignarse a estar sumergido, empuja los muros de su propia noche.
Con recurrencia en la Teogonía de Hesíodo, el Sueño es descrito como hermano de la Muerte. La existencia del Vampiro constituye una total inversión al ciclo del sol; el pulso planetario de luz y sombra dicta su presencia y ausencia. El mito escarba en el ominoso movimiento entre el hemisferio de la claridad y el hemisferio de la sombra. La claridad, semejante a la luz solar—vigilia y razón—se repliega sobre sí misma, adensándose en su propio reverso: la bruma del sueño.
El sueño es ocultación. Quien duerme se aparta del lugar de la visión, ha dejado de ver. No comparece ante la realidad y, por tanto, ha dejado también de ser visible: no está presente. El sueño es también lo que oculta con símbolos y vela con enigmas, y, por ser ocultación total, es caída. Como en los sueños, quien duerme desciende y es hecho prisionero. Escribe María:
“Y por ello el que duerme no está solamente pesando sobre algo ni adherido a ello, sino que está dentro del Universo, en su concavidad, como en una bóveda”
La palabra Drácula, proveniente del rumano Dracul, significa “el hijo de Dracul”. A su vez, Dracul deriva del latín dracō, que significa “dragón”. La palabra dragón, por su parte, tiene su origen en el latín draco, que a su vez proviene del griego antiguo drákōn, cuyo significado es serpiente. Nosferatu vive condenado a la hondura, como la serpiente ceñida a la tierra. Como Lucifer, también un ángel caído, se incorpora en una criatura y bestia. Drácula es un ángel caído que solo se levanta cuando el dios solar se ha ocultado. Mientras todos van al sueño a ceder y obedecer a la gravedad con sus cuerpos, el vampiro se muestra desobediente y se hace presente.
Apocalipsis 12:3-9 (RVR60):
“Y apareció otra señal en el cielo: he aquí un gran dragón escarlata, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas. Y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo, y las arrojó sobre la tierra; y el dragón se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciera… Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero.”
El Vampiro vive sin tiempo, es un vivo muerto, sobre la tierra de los vivos pero incapaz de vivir. Escribe María Zambrano: “Se está en sueños privado de lo que el nacimiento da ante todo, aún antes que conciencia: tiempo, fluir temporal.” El Vampiro, como quien duerme, se siente en la periferia del universo, habita el borde de una sombra, sombrío por estar privado de tiempo.
El tiempo se ha vuelto opaco en su castillo, cumple una condena que se arrastra sin amaneceres. Su transcurrir temporal está tras un velo, está retenido en un lugar invisible sin darse del todo a luz: sin actualizarse nunca del todo.
Drácula se arrastra en el vacío y la latencia de la noche, donde el anillo que antes ocupaba el sol se convierte en un agujero en el cielo, blanquecino y brillante, en luna llena. Él es portador de ese vacío y al mismo tiempo, sueña con dejar vacío de sangre el cuerpo que va a devorar y dejarlo hecho otro hueco (Eggers) o sueña con hacerse un hueco a sí mismo dentro de ella, recipiente del amor verdadero y sentirse saciado (Herzog).
En todas las versiones cinematográficas de este mito, El conde Drácula es despertado de su Sopor por otro sueño, “…despertó como despierta todo lo que nace, por hambre.” Su apetito es plantado por la visión de una mujer, cuya imagen llega suspendida en el relicario de su esposo. Por esta imagen, (en otra versión por un pedazo de cabello) una forma virtual casi como una pantalla, es iluminado como por la luz de un faro, precisa y cegadora. Escribe María: “Ha tenido una visión, algo de lo que no puede desprenderse. Todo ver es también un suceder. Y no hay visión que no implique el aceptar ser visto, el comparecer.” El vampiro sufre la quemadura y la pasión de la luz y decide, viendo, darse a ver y darse a nacer. El hambre y el amor no pueden evitar hacer imágenes de sus compulsiones; esta imagen lo arrastra a confrontar la luz y lo que en ella sucede.
Del sueño nacemos y despertamos. Abandonamos el sueño por la vigilia, no al revés, y en ese acto de llegada o abandono, se nos es devuelto el tiempo y la voluntad. La luz es letal: quema, vela, purifica, perfora. Los ritmos planetarios convierten la luz solar en una luz de faro, que no solo orienta, sino que, con su presencia, selecciona con penetrante puntería una porción de lo que existe, pero también, en su refugio, elige el objeto de su abandono. Todo lo que la luz ve y toca ha sido elegido para ser exaltado y eventualmente aniquilado. Escribe María: “…todo elegido, según se sabe, lo es para el sacrificio.”
Nuestro sueño es vientre del que nos hacen nacer. Nos convoca con diaria recurrencia a una cita con la aniquilación. Se nos son ofrecidos placeres y sombras para suavizar la dureza del filo de la luz. También se nos concede el vicio de regresar al sueño para que se nos sea revelado algo indestructible, para poder entrever la realidad como una grieta en el sueño.
Nosferatu zarpa al alba —misma hora a la que Don Quijote se pone en camino— en el vientre de un barco. Se desprende del sueño como de la orilla de una isla y se oculta temporalmente en distintas placentas: su sarcófago en la oscuridad dentro del barco flotando en un líquido amniótico. Atraviesa una envoltura que lo contiene, dentro de la cual ya no puede permanecer. Rompe las aguas del saco que lo contiene y flota sobre ellas para desembocar en el fluir de la vigilia. Su figura alborea y hacia el día adviene saliendo de la placenta del sueño a un afuera del día que empieza.
Despertar es aparecerse. Despertar es emerger de un remoto allá. El despertar es un lugar al que irrumpimos como si desde algún oscuro lugar alguien, algo, una mano desconocida nos hubiera lanzado. Instante monstruoso, en el que, el que nace sale a ver y a ser visto. Despertar es ser arrancado del sueño y diría Maria Zambrano que al igual que nacer es un sacrificio a la luz. Estar en guardia implica un gesto centrífugo, una tensión que aleja del centro. El sueño y la ensoñación son sepulcros temporales de esta cuerda tensada y sustitutos de la ruptura final de la cuerda.
Thomas Hutter (Robert Eggers), Jonathan Harker (Werner Herzog) es elegido para visitar al conde para cerrar un trato, sellar con tinta la posesión de una propiedad, firmar un contrato, pero acaso ¿no son también los contratos, sueños acordados? Dijo David Lynch: “Society is a social construct, it’s all made of dreams.”
El hombre es un agente inmobiliario, vendedor de propiedades, habitaciones del cuerpo, paredes y refugios para el exterior. Es también un hombre de altas aspiraciones y sueños, recién unido en matrimonio, se ve movido hacia el afuera a comparecer ante los demás y ante sí mismo. Habita un presente que es estar presentándose, sosteniéndose en ese presente. Sus obligaciones son una tensión que lo mantiene en estado coherente, en una unidad que se alza, que hace emerger su presencia.
El camino hacia el castillo del Vampiro en todas su versiones cinematográficas incuba la esencia del mito. Es un tránsito hacia el sueño y lo remoto, pero también es la experiencia de la ceguera y la invalidez, un regreso a una situación prenatal.
En la versión de Herzog (1979) una luz azulada pareciera provenir de una luna errante que parece haberse desplomado del cielo, lanzando su resplandor en desorden. Es la luz de una cacería, de una persecución sin cazador visible. Un carruaje de indescifrable procedencia y sin conductor lo recoge en la oscuridad y lo lleva por abismos. María describiría el entrar al estado del sueño como un desnacer que siempre pasaría rozando el abismo de su nacimiento.
En Nosferatu (2024), Robert Eggers sumerge al personaje en la oscuridad, donde las estrellas han desertado del cielo y no hay contornos. En ese abismo, todo lo que queda es el eco de una respiración y el latido pausado de un corazón. El hombre está inmerso dentro de algo inmenso, oscuro, invisible. El sonido en la escena evoca la lenta disolución del sueño, ese instante en que la temperatura desciende, el corazón espacia su latir, todas las funciones disminuyen su ritmo y su intensidad.
El hombre, al salir de este trance, que es una concentración en el borde, ha aparecido en otro lugar. Dentro de las paredes del castillo, escuchamos en Drácula también una respiración en clave de ronquido, sus movimientos son puro arrastre y languidez. El respirar allí es súbito e inquieto, como el de un primer aliento o el último. En el vampiro solo se escucha el latir de sus vísceras, el chirriar de sus uñas y dientes.
Ser llevada/o al sueño es también caer en un hechizo. La mujer, mientras todo esto ocurre, se encuentra atrapada en un embrujo de Tristitia y acedia (Inferno, Dante) Drácula se comunica con ella en el subterráneo del sueño, la visita en pesadillas y le advierte sobre su llegada. Su cuerpo se convierte en el síntoma y el recipiente del trance que se avecina. Drácula viaja hacia ella dejando atrás el sueño, mientras ella lo sueña llegando. Juntos, habitan el sueño, y el médico, al intentar tratarla, repite con certeza: “Ella ya no está con nosotros.”
El estar despierto tiene un carácter invasor, donde aparece, coloniza. Trae un tiempo y una modulación del tiempo, es avidez que devora y consume. Con el despertar del Conde Drácula llega la peste, desbordante. En la ciudad, con la peste ya esparcida y al encuentro con la mujer (Robert Eggers) es la primera vez que podemos ver el rostro y cuerpo del vampiro, antes solo se nos ha mostrado sombras y siluetas siniestras. Al vampiro su filosa y ominosa sombra le precede, es ella la que augura su presencia y también su lugar de origen: la tiniebla originaria. Al salir del sueño y llegar al despertar se incorpora, entra en un propio cuerpo y entra en ese otro cuerpo que es la vida.
Consumado el sacrificio, el Vampiro chilla al sol en un gesto de Saturno devorando a su hijo. Muere al alba, en la luz de la mañana, el mismo tiempo planetario de su salida del castillo, su inicial vientre oscuro. Yace sobre la mujer que ha devorado desnudo, lleno de sangre, recogido en sí mismo y a la vez replegado en ella.
En una entrevista, Eggers describe la muerte por luz solar como “la pureza del amanecer” lo que mata a los vampiros en el folclore original antes de una alergia a la luz solar. Hace unos días noté en mi boca tras un par de horas de anestesia, que la boca necesariamente atravesaba una sensación de ardor para despertar. Igual que en una extremidad cuando se entumece, el ardor es un augurio del despertar. María Zambrano escribe: “El sueño tiene algo de extinguirse, como el despertar de encenderse, ambas un íntimo arder, prendido en la llama que para el hombre trae toda luz.”
Todo sacrificio tiene algo de ensimismamiento y de desprendimiento. Un desprendimiento que llega a ser un exorcismo en que el ser aparta y arroja lo que le entenebrece: una purificación extrema. Un ensimismamiento por ser redención: ver el sol dorado cubriéndolos casi parecía una salvación sagrada que Orlok y la doncella estaban dispuestos a aceptar juntos, en lugar de una trampa, una astuta y un iluso. Para el vampiro ser un no-muerto sin lograr darse a luz, lo reducía a un “apetito”. Ansiaba liberar su alma de ese cadáver, y eso era lo que la mujer podía concederle.
Es inquietante la última escena, en la que resulta imposible pensar con certeza que la mujer ha muerto. Yacen juntos bajo la luz de la mañana, ella parece estar sumida en un sueño profundo, como tras horas de parto; su carne aún fresca y compuesta. El cuerpo del Nosferatu, momificado, ajeno de toda sustancia, hace recordar también la escena inicial de Nosferatu de Herzog, donde, en una caverna, la cámara se pasea entre cráneos y huesos humanos, antes incluso de que la película comience. Ella parece haber cruzado al otro lado del sueño, habiendo sido vientre y abrazo de algo más que ha nacido, él está envuelto en un su último hueco, una última envoltura.
Por María Natalia Peralta