El 20 de agosto de 1857, el poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) es acusado de “ultraje a la moral pública”, censurado y multado por la publicación, dos meses antes, de la primera edición de su libro de poemas Las flores del mal. Este simple acontecimiento sintetiza de qué manera las innovaciones estéticas de Baudelaire hicieron mella en la moral burguesa y en el arte de su época. El problema central que se plantea Baudelaire es cómo representar el presente de su tiempo: el mundo moderno exige ser aprehendido desde una nueva sensibilidad, que sea capaz de dar cuenta de su complejidad. A mediados del siglo XIX, la ciudad de París comienza a sufrir una serie de transformaciones en su trazado urbano, modificando, en consecuencia, el tráfico y la circulación de sus habitantes. En este contexto, Baudelaire publica El pintor de la vida moderna (1863), un estudio sobre la obra del dibujante y pintor Constantin Guys, a quien se refiere por sus iniciales “C. G.”, para construir un arquetipo del artista moderno. El poeta presenta a Guys como un “hombre de mundo”, un paseante y observador que se incorpora a la multitud de manera consciente, percibiendo el movimiento y la rapidez propia de la masa. En su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, el filósofo Marshall Berman menciona la posibilidad de integrar este desorden al trabajo creativo: “Si el poeta se lanza al caos en movimiento de la vida cotidiana en el mundo moderno –vida de la cual el nuevo tráfico es un símbolo primordial– puede apropiarse de esta vida para el arte”. En el mismo sentido, Baudelaire define la modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Esta “mitad del arte” bien puede ser “la época, la moda, la moral, la pasión”. Según la reflexión estética que plantea Baudelaire, el trabajo del artista sería, entonces, identificar los elementos que conforman la belleza propia de su época e incorporarlos a la obra de arte.

En este nuevo escenario histórico, el artista traduce su contacto con la vorágine de la calle a su creación. No como un proceso mimético, sino como una revelación. Necesita la multitud, pero también la soledad, en donde ejerce la memoria para reconstruir la experiencia subjetiva. Después de la caminata, Guys busca el recogimiento noctámbulo: “a la hora en que los otros duermen, éste está inclinado sobre su mesa, asestando sobre una hoja de papel la misma mirada que dedicaba anteriormente a las cosas, esforzándose con su lápiz, su pluma, su pincel (…) como si temiera que se le escaparan las imágenes”. En tanto artista moderno, Baudelaire considera que el “Sr. G.” es un “archivero de la vida” y que sus dibujos “se convertirán en preciosos archivos de la vida civilizada”. Para que su capacidad de registro pueda convertir la modernidad en antigüedad, el artista necesita “separar de la moda lo que puede contener de poético en lo histórico” y “extraer lo eterno de lo transitorio”. De nuevo, identificar las condiciones de su época.

Una de las renovaciones que produce Baudelaire a nivel formal es la escritura de textos poéticos usando una estructura prosaica, propia de los periódicos y folletines. En su poema en prosa “A la una de la mañana”, de El spleen de París, el autor menciona, como antes en Guys, el deseo de soledad y silencio a la madrugada: como tiempo de ocio a contramano de los horarios que ordenan la vida urbana. En otra prosa, “Las multitudes”, Baudelaire afirma al respecto: “Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada. El poeta disfruta de ese incomparable privilegio, porque puede ser él mismo y otro, según su voluntad”. Y después: “El paseante solitario y pensativo obtiene una singular ebriedad en la comunión universal”. Poeta, artista y paseante, signos equivalentes de la conciencia estética moderna: una contemplación activa (a diferencia de la contemplación romántica) y participativa, para representar la fugacidad del presente. Esta figura del paseante aparece reflejada en el poema “El sol”, de Las flores del mal, en donde el poeta articula sus versos a medida que recorre “la vieja barriada”: “me paseo ejercitándome en mi caprichosa esgrima, / voy husmeando en los rincones el azar de la rima, / en las palabras tropiezo igual que en el empedrado, / y dando a veces con versos desde hace mucho tiempo soñados”.

En el caso de “El viejo saltimbanqui”, el poeta describe una visión en días que la ciudad está de fiesta, cuando, a espaldas de la multitud, ve a “un pobre saltimbanqui encorvado, caduco, decrépito, una ruina de hombre, apoyado contra uno de los postes de su choza; una choza más miserable que la del más bruto de los salvajes”. Baudelaire observa al sujeto relegado y excluido, lo nombra y le otorga presencia. Pero su mirada no es moralista, como se puede leer en el poema en prosa titulado “Los ojos de los pobres”: sentado en un café con una mujer que lo acompaña, el poeta se encuentra con la mirada de un hombre harapiento que, junto a sus hijos y desde la calle, observa el lugar. “No sólo me enternecía la familia de ojos sino que me avergonzaban las copas y las botellas, más grandes que nuestra sed”, escribe Baudelaire, tomando noción de la diferencia que se visibiliza en el nuevo entramado urbano. La mujer, entonces, le comunica: “¡Esa gente de ahí es insoportable, con los ojos abiertos como puertas de garaje! ¿No le pedirías al mozo que los aleje?”. La presencia del otro incomoda, molesta. La mirada del poeta no es, por lo tanto, redentora hacia la miseria que coexiste en la ciudad. Como plantea Marshall Berman, para Baudelaire “la vida moderna tiene una belleza auténtica y distintiva, inseparable, no obstante, de su inherente miseria y ansiedad, de las facturas que tiene que pagar el hombre moderno”.

En su estudio “Sobre algunos temas en Baudelaire”, Walter Benjamin analiza el lugar de la multitud en la obra de Baudelaire: “La masa es hasta tal punto intrínseca en Baudelaire que en su obra se busca inútilmente una descripción de ella. Como sus temas esenciales, no aparece nunca en forma de descripción”. Esta concepción amorfa de los peatones de la urbe se materializa en el poema “A una transeúnte”, en donde el poeta se encuentra por un instante con el rostro de una desconocida y acto seguido la pierde de vista: “Un rayo… ¡luego la noche! — Belleza fugitiva, / cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer, / ¿salvo en la eternidad, ya no te veré jamás?”. Las escenas urbanas junto a la multitud se presentan como espejismos, como un fotograma o un relámpago incompleto: hay fogonazos de humanidad, rasgos recortados entre el gentío, fragmentos mínimos de un entramado mayor, que se esfuman para siempre.

Con una estética pre-vanguardista, Baudelaire se permite construir imágenes poéticas con lo que la ciudad desecha y descarta, con los restos y despojos de la civilización: sujetos abandonados y relegados a la miseria urbana, al olvido social. Pero la apuesta de Baudelaire no se construye como un gesto político, se apoya sobre la inefabilidad de la multitud que embiste contra la subjetividad y la sensibilidad modernas, haciendo temblar, en el proceso, los cimientos de su lenguaje y de su significado.

Casi medio siglo después de la propuesta estética de Baudelaire, ya en el siglo XX, la irrupción de las vanguardias artísticas representó la aparición de nuevas estrategias estéticas para construir sentido. Entre ellas, las vanguardias optaron por comunicar sus bases programáticas e ideológicas a través de manifiestos públicos. En el caso del futurismo italiano, el autor de su manifiesto inaugural fue el poeta Filippo Tommaso Marinetti. El futurismo se caracterizó por impulsar un tono violento y por centrar en el eje de su poética el canto a las máquinas y a la tecnología, como símbolo de progreso. Para examinar su “Primer Manifiesto futurista”, publicado en Le Figaro el 20 de febrero de 1909, conviene reflexionar sobre las intenciones estético-políticas del autor. En el libro El manifiesto. Un género entre el arte y la política, de Carlos Mangone y Jorge Warley, se ensaya una breve definición de este género textual beligerante:

El manifiesto es literatura de combate. Emergencia de una vanguardia, política, artística, social. Al mismo tiempo que se da a conocer, enjuicia sin matices un estado de cosas presente; fingiendo describir prescribe, aparentando enunciar denuncia. En ese movimiento se otorga a sí mismo el derecho a la palabra (porque debo, entonces puedo). Es literatura en tanto presupone la utilización de recursos formales más o menos estabilizados. Es de combate porque se construye a partir de una necesidad de intervención pública.

Como autor del manifiesto, Marinetti enuncia con la voluntad de polemizar y cuestionar el ethos cultural de la Italia de su época. En primer lugar, los postulados ideológicos del futurismo promueven y aceptan la pérdida del aura (Benjamin) en la obra de arte. “Un automóvil de carrera, con su caja adornada de gruesos tubos que se dirían serpientes de aliento explosivo… un automóvil de carrera, que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. Solamente cuatro meses antes de la publicación de este texto, el 1° de octubre de 1908, Henry Ford lanzaba al mercado el nuevo Ford T, fabricado en serie. Ante una estatua única en su especie, portadora de sentidos históricos, estéticos y culturales, los vanguardistas italianos prefieren la reproductibilidad técnica de la máquina, que perciben como un hecho estético. Para los futuristas, la verdadera belleza está en la velocidad, en el movimiento.

Si en Baudelaire se buscaba identificar “lo eterno de lo transitorio” para, así, tornar lo moderno en antiguo, los futuristas proponen, en cambio, la destrucción del pasado y de la memoria: “Deseamos demoler los museos y las bibliotecas, combatir la moralidad y todas las cobardías oportunistas y utilitarias”. Juzgan a los museos, las bibliotecas y las academias como “cementerios de esfuerzos perdidos; esos calvarios de ensueños crucificados, esos registros de impulsos rotos” y, en la misma línea, se posicionan en contra de quienes sostienen las instituciones y tradiciones artísticas: “queremos librar a nuestro país de su gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios”. Contra la permanencia estática del museo, los futuristas proponen el dinamismo, la motricidad de la tecnología y las cualidades cinéticas de los nuevos artificios humanos. Entre sus consignas verborrágicas y pirotécnicas, los futuristas esgrimen: “Admirar un cuadro antiguo es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria, en lugar de lanzarla hacia adelante con ademán violento de creación y acción”. Conciben el arte desde la vitalidad y la brutalidad, como un acto violento: “el arte no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia”. Esta fe en la guerra producirá, en última instancia, que el movimiento futurista se vincule con el fascismo italiano de Mussolini.

En su libro La política del modernismo, Raymond Williams analiza el fenómeno de la vanguardia a partir de su prepotencia hostil y su visión mesiánica: “La vanguardia, agresiva desde el principio, se veía a sí misma como la brecha hacia el futuro: sus miembros no eran los portadores de un progreso ya repetitivamente definido, sino los militantes de una creatividad que reanimaría y liberaría a la humanidad”. Pero el manifiesto de Marinetti no fue la única expresión del movimiento futurista. En 1913, el pintor y compositor italiano Luigi Russolo escribió “El arte de los ruidos”, partiendo de la siguiente premisa: “el Ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres”. Para Russolo, la tradición no tiene que ser destruida, sino superada: después de Beethoven y Wagner, la tarea de la música futurista tiene que ser combinar “los ruidos de tren, de motores de explosión, de carrozas y de muchedumbres vociferantes”. Y hacia el final de su manifiesto, Russolo imagina una utopía de la técnica en donde los centros industriales también serán orquestas musicales: “los motores y las máquinas de nuestras ciudades industriales podrán un día ser sabiamente entonadas, con el fin de hacer de cada fábrica una embriagadora orquesta de ruidos”. Como Baudelaire, el futurismo sostiene que la belleza no es un concepto estático y permanente, sino que varía según las circunstancias históricas.

Con su “arte de los ruidos”, lo que propone Russolo es repensar y transformar las herramientas con las que se hace arte hasta el momento. En este mismo sentido, el filósofo argentino Nicolás Casullo afirma en Itinerarios de la modernidad: “Lo que plantean las vanguardias es que el lenguaje constituye la realidad, y de acuerdo a cómo trabajemos nosotros el lenguaje, así tendremos la realidad”. Si entendemos “lenguaje” como lenguaje artístico, la reflexión de Russolo tiene que ser comprendida con mayor profundidad: reemplazar la música por ruidos significaría renombrar el mundo, construir realidad. Como Baudelaire en la ciudad de París a mediados del siglo XIX, el desafío de los futuristas de principios del siglo XX es incorporar los signos de su época en el arte que les toca crear en suerte. También Casullo va a afirmar que, ante la inminencia del presente, la vanguardia busca “esa otra realidad que auténticamente redefine la subjetividad, la sensibilidad del hombre moderno (…) ¿Cómo representar un mundo que aparecía de pronto como irrepresentable de acuerdo a clásicos cánones modernos del arte?”. De nuevo como en Baudelaire, el problema de esta generación de artistas reside en cómo registrar y representar, con una mirada estética singular, la modernidad avasallante y cambiante de su propio tiempo; al pulso de la industria, de la máquina, de la velocidad, el caos y el movimiento de las grandes ciudades.

 

Por Julián Berenguel

Fotografía de Bruce Davidson