Fue trivial para la medicina antigua atacar la magia y para la primera historia atacar a los magos. En las farmacopeas de Plinio, por ejemplo, toda poción lleva sangre, sesos y vino; en los Anales, donde Tácito narra la muerte de Germánico, describe el abandono de miles de niños en protesta a los dioses. Y así, quizás hasta el Facundo de Sarmiento, quien repara en los cráneos que cuelgan los gauchos encima de la puerta, en los pomos y sobre el horno. Libros que temen y desacreditan la magia, pero que aprovechan las dimensiones de su especificidad y de sus resquicios para minar de ella su belleza. Sus tesoros. Se habla de granjeros griegos, que enterraban platos con signos en el campo, para mezclar al símbolo con el sedimento, como abono. Plinio comenta de brujos que hacen pan con las semillas que pasaron la noche donde había muerto un hombre. Ingenuas, crueles o justas: cada una de estas diatribas valida una lectura simbólica del mundo, que se concede a la magia y los oráculos: un reconocimiento de la influencia de las imágenes.
Estas instancias de influencia son, como Huizinga llamó a los banquetes cortesanos, verdaderos ejercicios de literatura aplicada. La poesía fue cifrada naturalmente en este sistema, y si desde entonces ha formado sus propios edificios, desde ellos aún se extienden cuerdas a los oráculos que primero le dieron forma. De Sófocles a Macbeth, pasando por poemas escritos en ramas de cedro para embrujar jardines; de los sueños del Romanticismo hasta los sueños del Surrealismo, considerando los Sueños de Quevedo, los de Daniel y José, los de Achmet: los sueños descritos en el Popol Vuh, en el Ramayana. Una larga tradición en la que vino a encallar la poesía chilena de los 2000, en la que El Esplendor Oculto (Pez espiral, 2024), primer libro de la autora Drago Yurac, ha vuelto a pulsar, con una escritura que reconsidera la posibilidad de una poesía aplicada, exterior al libro, al uso regulado del poema.
El título del libro me recuerda al plato descrito por Tácito, generoso como el Tao, que comparte su significado de abundancia con la verdura, enterrado en el sedimento del campo. Un símbolo que se enraíza, que comunica su esplendor como un cerebro sus hormonas. El libro existe en esta posibilidad de que lo oculto deje parte de su presencia: una posibilidad mutable y vivificadora. Optimista. “Detrás de la niebla del mundo: un murmullo” (fragmento 14), o el alma del día en la noche, “cuando el sol descienda a su esplendor oculto” (fragmento 11). A diferencia de la huella mnémica, como la del pie humano que Robinson Crusoe encuentra en la playa de su isla desierta, la ocultación de una potencia en el libro de Drago no es potencial, sino plena. Cósmica y casi estoica manera de celebrar, por ejemplo, al sol por su noche, y a la luna por el día.
Y por el famoso ejemplo de Heidegger sobre los Zapatos viejos de Van Gogh -donde supone que si bien el cuadro solo muestra unos zapatos, en la cueva deforme de su lengüeta de cuero, en ese espacio negro, está el campo, el trabajo, la tierra-, también se entiende un fenómeno como el del esplendor oculto fuera de la poesía y la superstición, porque aún en la percepción y en el pensamiento las imágenes y sus influjos operan de la misma forma. Eso es lo mejor de este primer motivo central del libro de Drago, porque la autora sensibiliza su propio sistema simbólico en un matrimonio entre las que podrían llamarse fuerzas menores y fuerzas mayores. Por ejemplo, cuando en el fragmento 16 se propone “describir un seguimiento estricto de/ nuestros sueños/ comprobar si alguno guiña con el tuyo/ si al menos uno acaricia el párpado”, en el fragmento siguiente, casi en un desvío hacia lo urbano, la hablante “de puro saturar frases recién/ emite una colección íntima de cantos”: ¿cuáles? Unas fotos antiguas en plena mudanza (17).
Esta unión entre lo mayor y lo menor prepara también al libro para recibir apuntes casi biográficos: otro tema que se vuelve central en el libro, a partir de su primer tercio. Porque cabe preguntarse, cómo un texto que se propone oracular, resistiría también a la idea de una historia privada y la de un cuerpo. Y cómo si esta vida va mutando, podría leerse El Esplendor Oculto en cualquier orden. Primero, creo que puede prestarse atención a la identidad de los 81 fragmentos que componen este libro. Si bien su número referencia a las secciones del Tao, la realidad del fragmento es más dúctil. Los fragmentos de Safo, por ejemplo, existen como unidades a pesar de que son prácticamente restos de composiciones que fueron estropeadas, el poeta Kent Johnson aprovecha este concepto en sus poemas; así como Carson expande los fragmentos incompletos de la Geroneida, de Estesícoro, en su Autobiografía de rojo. O sea, el fragmento tiende a la autovalencia, aún serializado como en el libro de Drago, y aún contenido en el espacio de un mismo libro. Las secciones del Tao, ahora sí, funcionan de la misma forma.
Así estos fragmentos, series o variaciones, van iluminando con más libertad esta vaga y líquida noción de biografía. Por un lado, como partes y totalidades, recuerdan la sensibilidad del tiempo que obsesionaba a los diaristas del siglo XIX: para ellos, el tiempo interno se medía en días, años y vidas. Es decir, instancias donde el tiempo físico se condice con el cambio externo. Otra comisión de un esplendor oculto, en tanto al día lo determina la noche, al año las estaciones, y a la vida la muerte. Cada poema puede ser una de estas divisiones, un día, un año, una vida; una y otra vez y en desorden. “Esta migración de la vida, nace de la otra”, dice el fragmento 28. Por otro lado: un esplendor oculto, diría Severo Sarduy, esencialmente es una posibilidad eterna de la identidad, un relato de cuerpos ocultos en cuerpos, como pupas de bichos, ranas o pieles de serpientes. Por eso hay segundas personas con las que la hablante se refiere a sí misma, plurales sobre los que se inscribe. En los fragmentos, esta agua de identidades cuaja, con la viscosidad de las emulsiones que se erizan y se endurecen con la fuerza, para volverse líquidas y fluir cuando su necesidad de resistencia termina.
Es bueno volver a pensar el sentido oracular de El Esplendor Oculto como una conversación entre estas esferas mayores y menores: como la convivencia entre profecía y superstición. Esa magia blanca de cruzar los dedos, de tocar madera, de guardar un cuarzo junto a la baraja. Volviendo a la costumbre de enterrar un plato en el campo, pienso si el granjero que lo entierra acaso siente una comunicación con las potencias y las grandes energías, o si lo entierra como un estudiante elige su lápiz de la suerte para el examen. Creo que está abierta la posibilidad de contradecir esa prudente sentencia que dice no consultar el I Ching para ir a comprar el pan. Porque el libro de Drago recuerda también esa magia amable que existe en la atmósfera de la vida. Las tensiones de El Esplendor Oculto son esas: entre la dureza de la sentencia a la elasticidad de la casuística, de una fe en la vida, luminosa y entrañable; entre la proyección de un símbolo para la vida, y la ejecución de un símbolo para lo propio, para cambiar y volver, para no definirse. Finalmente, es dinámico, ni mayor ni menor, el gesto de enterrar un plato en el campo, así como los gestos en este primer libro de Drago Yurac. Una hibernación simbólica: guardar un símbolo, un significado de emergencia.
Por Manuel Boher
Fotografía de Edward Weston
Sobre:
El Esplendor Oculto
Drago Yurac
Pez Espiral
2024.