Recuerdo que cuando recién llegué a Buenos Aires se me hacía difícil caminar por la calle, plagada de baldosas flojas o rotas, de desniveles varios. No pasó mucho tiempo y me doblé el tobillo, una torcedura menor pero molesta. En ese entonces, el año 2021, me estaba también reacostumbrando a caminar evitando a la gente luego de estar encerrado por razones obvias.
Pronto empecé a tener terapia con una psicoanalista argentina. Una vez hablamos de la fragilidad de mis tobillos, de mi “pata de lana”, que en Argentina significa una cosa muy distinta a Chile: acá pata de lana es el patas negras, el infiel que escapa escondido del lecho marital, las patas son de lana porque no se escuchan, en cambio el pata de lana en Chile es por cómo la lana se dobla. Mi fragilidad de tobillos es una de las poquísimas cosas de las que puedo culpar a mi madre, fanática de torcerse los tobillos y esguinzarse los dedos. Me decía mi psicóloga, entre otras cosas, que había algo a trabajar en el “pisar bien”, en el aprender a desplazarse sin temor en una ciudad nueva, en no tener miedo del paso en falso o del giro repentino.
Fue quizás ese mismo periodo cuando, inocente, compré una novela de Jorge Consiglio, Sodio, pensando en que iba a estar buena. Era mala, boba y chapucera. La leí en parte porque pensaba escribir sobre literatura y natación hasta que ví que aparecieron dos o tres textos sobre el tema y desistí, como hago siempre cuando me siento poco original. Aun así la leí entera –no es larga– y saqué solo una cita en limpio: “Un lunes me repuse del esguince y sentí, completamente eufórico, que entraba de lleno a la vida. Salí a la calle desbordado como un caballo”.
Creo que la cita anterior es de las primeras páginas, y digo creo porque ya me deshice del libro, como hago con todos los libros que leo y no me gustan. Este año 2024 puede decirse que me desbordé como un caballo, exigí mi cuerpo hasta su aparente límite. Pero estaba preparado para eso, me cuidé, elongué siempre, y generalmente planifiqué bien los días de descanso. A pesar de todo eso un par de domingos atrás me esguincé por cuarta o quinta vez el tobillo derecho, tan fea fue la lesión que me devolví inmediatamente a mi casa y en el camino que separaba a la parada del bondi y la puerta, lloré como hace rato no podía.
Había empezado el año con un simple objetivo, alcanzar a estar entre los ocho mejores del ranking del circuito amateur de tenis en el que juego. Estar entre esos ocho me daba derecho a jugar el Másters, torneo de fin de año, el torneo definitivo que cierra la temporada. Esto es así en este circuito amateur y en el circuito profesional, porque el primero imita al segundo, entonces hubo veces este año que dije cosas delirantes como “perdón, no puedo ir a tal cosa porque juego los cuartos de Wimbledon”, lo que le daba a mi excusa ínfulas importantes. Ahora que estoy lesionado no voy a poder jugar ese torneo a pesar de que sí estoy entre los ocho mejores –más bien, estoy octavo– y eso me pone bastante triste. Además no fue culpa del tenis, me lesioné jugando al fútbol, y recordé que alguna vez, cuando era chico y jugaba a ambos deportes, mi entrenador de tenis me prohibió jugar fútbol porque venían torneos importantes en el calendario.
Apenas volví a casa me puse hielo, tomé un antiinflamatorio y comencé a migrar todas las cosas del estudio al cuarto: computador, tele, playstation, etc. Debía reordenar el reino. Mi libro favorito de Cristina Peri Rossi es justamente Playstation, que es un diario de convalecencia, una temporada de estar encamada:
“Cuando dejaba de jugar a la playstation
y encendía la televisión
todas las cosas que veía eran horribles
asaltos asesinatos violaciones
guerras chismes pornografía
de modo que volvía a la playstation”
Encuentra ahí, en el ocio bobo de la consola, un escape a su condición, de la misma forma en la que Phil Solomon encontró en el GTA una nueva forma de grabar exteriores cuando era incapaz de salir, o cuando en medio de la pandemia en ese mismo juego yo me ponía a manejar –cosa que no sé hacer en la vida– sin rumbo para distraerme con el paisaje.
Es curioso, volví a jugar torneos de tenis porque extrañaba la competencia, pero que no se mal entienda, extrañaba justamente sentirme competente, necesitaba presión y rigor. El tenis te obliga a tomar decisiones complicadas todo el tiempo, es el deporte más solitario que existe y por lo tanto, durante el partido, se vive en un soliloquio eterno, muchas veces insoportable, en el que uno se putea siempre y raramente se celebra. En los otros aspectos de mi vida estaba completamente bloqueado, me habían echado recién del trabajo y ni tenía ganas de escribir, que es lo que intento hacer para ganarme la vida. Necesitaba un volantazo y acudí al tenis, la mayor fuente de disciplina que he tenido en la vida.
Perdí, recuerdo, los primeros cuatro partidos que jugué. Estuve cerca de decidir dejar los torneos o bajar de categoría, pero no me habían ganado de una forma inapelable, yo había perdido por falta de ritmo y de competencia: malas decisiones en momentos clave, poca agresividad, cero estrategia. En la vida estaba igual, y entonces, cuando empecé a ganar partidos empecé también a estar mejor, a sentirme bien. Por eso es que ahora no puedo jugar pero sí puedo escribir, y si bien me bajonea un montón no poder jugar en un par de meses –todavía tengo el pie morado–, he vuelto a estar, de alguna forma, competente, presente. Aprendí, siguiendo lo que me dijo la psicóloga hace tres años, a caminar bien, a pisar sin tanto temor, a no echarle la culpa a las baldosas rotas de lo que me pasa o deja de pasar. Ayer escribía en mi libreta: “Cómo extraño correr, sudar, hacer algo lindo con el cuerpo, un tiro calculado, un enganche inesperado, desafiar la agilidad de las cosas, que sea mi cuerpo el que hable por mí”.
Fue error mío lesionarme, ya la semana anterior me había exigido bastante, si hasta le dije a la psicóloga “lo que más contento me pone es que a pesar de todo lo que jugué estos días, no me lesioné”. Intercalé dos partidos de fútbol con dos de tenis en cinco días, y el día de descanso estuve con amigos hasta las cinco de la mañana, incluso ese mismo domingo de la lesión bajé las escaleras cuidadosamente, intentando no hacer ningún movimiento brusco, temía, por ejemplo, la clásica pubalgia o una sobrecarga de aductores, porque los tobillos, a pesar de que tienen una colección de esguinces cada uno, los protejo con tobilleras que uso sagradamente y por primera vez fallaron, la cancha estaba muy blanda y pisé mal, grité y caí al suelo, me ví el tobillo y ya era una pelota de tenis.
Ahí está el aprendizaje, ese partido no debería haberlo jugado, al otro día tenía, además, otro partido de tenis, es decir, estaba completamente desbocado, “viviendo por encima de mis posibilidades” como dijo un ex presidente argentino para justificar el ajuste. Si miro hacia atrás, las señales estaban todas. Había escrito un texto sobre Nadal y su retiro, sobre lo mucho que exigió su cuerpo. También había escrito sobre La práctica de Rejtman, en la que el protagonista está todo el tiempo con algún achaque. Porfiado como soy, incluso tenía escrito en mis pendientes “ponerme hielo” porque notaba cierta inflamación, y no lo hice, y me acordé de estos versos de Malú Urriola: “Para vivir hay que tener huesos/ que no teman hacerse polvo.” ¡Lo tonto que me sentí cuando borré ese pendiente! El hielo ya no era preventivo, era urgentemente necesario para poder ponerme un calcetín y salir a comprar algo de comer.
En el excel donde anoto cada partido de fútbol y tenis que juego marqué toda una fila con rojo, la temporada terminó, fueron 22 partidos de fútbol y 46 de tenis, ahora no sé qué hacer con el excedente de energía que me acecha, escribir no cansa, jugar playstation tampoco, aunque a veces me pongo a cabalgar sin rumbo en el Red Dead Redemption II y pareciera que mientras el caballo se agota a mi me da un poco de sueño, lo apago y remato con mi melatonina personal, un ensayo o dos de Montaigne, de los cortitos, un somnífero inapelable. El próximo año espero poder jugar el másters, mientras tanto, queda escribir, como dijo Montaigne: “No temamos, en esta soledad, pudrirnos en el tedio del ocio”.
Por Miguel Ángel Gutiérrez
Fotografía de Henry Wessel