Dos manos se dibujan mutuamente generando un bucle sin principio ni final. Eso es lo que a simple vista vemos en la reconocida litografía de M. C. Escher. La mano empuña el lápiz y crea, traza, forma. Manos. Sin nuestro pulgar oponible otra sería la historia. No habría historia posiblemente. Volviendo a la litografía, esa imagen circular nos remite inmediatamente al uróboro, la serpiente que muerde su cola cuyo simbolismo suele estar asociado a la naturaleza cíclica de las cosas. ¿Acaso quien escribe atento a sus fuentes no es algo así? Siempre se retorna, no como gesto conservador sino como un gesto de reconocimiento a los predecesores y para ir en contra de la concepción del tiempo/progreso como una secuencia ordenada de eventos que ocurren en una dirección única. Ir en contra. Estar en contra.

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Las manos trazan líneas invisibles en la ciudad. En la ciudad las manos entregan libros. Los libros contienen los trazos de diversas manos. Manos que escriben, manos que diseñan, manos que imprimen, manos que reparten libros. Libros que contienen en su portada una mano a contraluz congelada en un gesto, sostenida en el aire. 

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«Los libros ajenos» (Carbón, 2024) de Jaime Pinos indica la portada. En su interior una serie de textos reunidos que habían sido –casi todos– publicados en otros libros o medios. Esta serie de textos trazan una suma de comentarios. Un mapa de lecturas. La mano traza un camino entre los múltiples senderos posibles de ese bosque llamado literatura. Terminando el texto que abre el libro, Pinos apunta: «[h]e leído y escrito sobre mis contemporáneos para intentar comprender la época en que vivo». «[P]orque escribí porque escribí estoy vivo» remata Lihn en cierto poema. Por las páginas de «Los libros ajenos» desfilan una serie de autores comunes a Pinos, sean citados ocasionalmente o que ellos sean en sí el tema de los textos: Nicanor Parra, Ricardo Piglia, Ed Sanders, Charles Olson, Muriel Rukeyser, Charles Reznikoff, Enrique Lihn, Gonzalo Rojas, Cristina Rivera Garza, Gonzalo Millán, entre muchos más. «Prestar atención al trabajo del otro es una forma del respeto y la cordialidad» sostiene Pinos y así va estableciendo una familia de interconexiones.

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En el prólogo al «Libro de los muertos» de Muriel Rukeyser (USACH, 2021), Pinos relata que buscando materiales con los que trabajar el texto, encuentra una imagen. Una mano extendida. Ciertamente, podría haber sido una mano cualquiera si no hubiera sido descrita por los metadatos como la mano de Rukeyser. Pinos anota: «[t]ocar la vida, ver la realidad. Con los propios ojos, con las propias manos. “Quiero escribir los poemas de mi tacto”, escribe Rukeyser». Luego remata: «Escribir en esa intersección entre lenguaje y experiencia que es la poesía. Leer la realidad, la multiplicidad de sus líneas, con la inteligencia de una nueva quiromancia». Buscar ciertos momentos en las huellas más nimias del mundo y rescatarlos del mundanal ruido.

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Transcribo desde «La palabra quebrada» (Tajamar, 2005) de Martín Cerda: «[i]ntento –escribía Walter Benjamin a un amigo– capturar el retrato de la historia en las representaciones más insignificantes de la realidad, por así decirlo, en sus migajas». Este gesto, es ciertamente el realizado por la inmensa mayoría de los autores que Pinos cita, samplea, analiza. Es el mismo gesto que él ejercita cuando escribe poemas. Observar con el microscopio las huellas dejadas por el transcurrir del tiempo: los perdedores, los pisoteados por la historia con mayúscula, los borrados. Excavar y volver a sacar a la luz. Transcribir y montar junto a otros fragmentos del mundo. Es posible que este rescate no obtenga nada. Es muy posible. Sin embargo no es ese el sentido. No hay un resultado en esa ecuación. Todo se remite a la política. Al gesto político. Revivir a los muertos es una cuestión política. 

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En una nota a pie de página de «El mal de archivo» (Trotta, 1997), Jacques Derrida apunta: «[l]a democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación». Podríamos tergiversar un poco y ahí donde dice archivo colocar libro o poema, después de todo, hoy en día no son grandes los desafíos técnicos/materiales para realizar ninguno de los dos. Podríamos ir un poco más allá y establecer que el libro y el poema en sí son cierto tipo de archivo. Harían bien los poetas en incuir una bibliografía al final de sus libros, indicaba alguien en un artículo. Hacia el final de «Los libros ajenos», Pinos anota: «[c]ualquiera puede llegar a hacer un buen poema. Es cuestión de practicar la escritura y de leer. Esto último hay que hacerlo mucho. Para hacer poemas hay que leer poemas. Y no solo poemas, sino todo lo que pueda servir como material para hacerlos». El lenguaje como ente común, como la argamasa de la comunidad. La práctica del lenguaje o de las letras como ejercicio de la democracia, como establecimiento de una poética civil, como la posibilidad de estrechar las manos.

Por Pablo Molina Guerrero

Sobre:

Los libros ajenos
Jaime Pinos
Carbón
2024