Al principio, apenas llegamos, somos recibidos por los rostros de quienes nos rodean con su deseo de leernos. Así comienza nuestra llegada al mundo: con una historia de lectura. Nuestro rostro es un texto desde un principio y atravesamos la experiencia de ser un texto viviente que las demás miradas descifran e, infatigablemente, atraen a sí para leer. 

Al principio, la madre da la leche, el niño el grito. El niño llora, grita y la madre se precipita a traducirlo. Ella solo traduce un grito entre miles de respuestas, miles de gestos, miles de movimientos de los que brotan miles de palabras que forman juntas el sonido de la leche.

Al principio, somos leídos y traducidos por la lengua de la leche. Un relato atento de la llamada, un relato detallado de la respuesta, un relato perpetuo, un relato reiniciado infinitamente, donde lo peor queda a un lado y se preserva lo mejor, un relato donde todo es descrito y donde todo se reúne en el espacio de la leche. La madre descifra, decodifica, interpreta la menor corriente de aire, que proviene de adentro o afuera, de la superficie o de la profundidad. Su voz entrelaza el mundo entero; el mundo entero queda unido por su voz. Lo peor se deja a un lado, la muerte; resta lo mejor, la vida.    

Antes de nacer, estamos muertos. Y justo después de nuestro nacimiento, todas las miradas que nos han visto, nos han traducido, dejan de estar muertas. Ya somos un texto viviente. Segundo a segundo, las miradas verificaban una sola cosa: que estábamos a salvo de la muerte. El sonido de la leche era también el de alejar esta muerte todavía demasiado cercana, el de cuidarnos siempre de su sombra, el de espantarla con el relato de la leche, con ese murmullo sin principio ni final de las fuentes de leche.  

La leche llega siempre por el relato que hace de nuestro texto-rostro y nuestro grito la madre que nos lee. Pronto descubrimos el poder del grito para apresurar el rostro de la lectora que, a su vez, hemos empezado a leer. Nuestro grito nos lanza al espacio, cruza el negro de la noche, alumbra las lámparas, abre las puertas, acerca los rostros al nuestro. Intentamos, en tanto, modular el grito para entrar en el relato nutricio, para responder a la lectura que da la leche. Cada sonido lucha contra el soplo, estalla en la boca, se desliza por el espacio donde la mirada que nos lee nos parece llena de sed, deseando beber cada fragmento sonoro, cada balbuceo, cada palabra formada al fin. Las miradas se asombran alrededor nuestro, se iluminan, no creen lo que ven. Las miradas brillan sumergidas en el éxtasis de cada palabra que se forma. La gratitud de las miradas, de la voz, del tacto, del abrazo: “¿Qué dijo?”. Y enseguida: “¡De nuevo, dígalo de nuevo!”. Poco a poco, nos vamos volviendo un texto-rostro sonoro que hace sonreír a las miradas, como si fueran precisamente las miradas lo que toca nuestra voz, todas estas miradas dedicadas a escucharnos. Al principio, una sola mirada son todas las miradas del mundo. Ninguna mirada: la muerte fresca todavía, que nos acecha y que oímos acecharnos. Ya sabemos lo que es ella: ya estamos acá. 

Ahora que la muerte está lejos, ahora que entraste en el relato de donde surge la leche, ahora que todas las modulaciones de tu grito te han abierto otras miradas, te reencuentras con una que no habías leído. Puedes sentir miedo. Este es un rostro que pasa sobre el tuyo como si no fueras un texto, como si los fragmentos sonoros que has logrado formar con la boca fueran cortados súbitamente del relato global. Cuando este rostro se inclina sobre el tuyo, ya no hay leche. Este es un rostro sin leche. Este es un rostro que no pertenece al relato de la leche. Que no lee en ti el hecho de que la leche no ha llegado. 

Y te acuerdas bien del resto. La muerte se alejó. Has entrado en el relato que mantiene su sombra a la distancia. Y ella está cada vez menos inclinada sobre nosotros para leernos, como si el texto encantado hubiera desaparecido, como si lo hubieran borrado de tu rostro. Cada vez más a menudo, te encuentras con rostros que no nos leen, aunque nosotros tratemos de leerlos. Lo sabemos ahora, era por el relato que parecíamos estar unidos, era por él que los rostros se abrían o cerraban. El relato reluce cuando los rostros penetran los unos en los otros. 

Siempre leer, sentir, tantear en seguida con el dedo, mostrar con el dedo y llevar todo a nuestra boca, descifrar, ordenar los sonidos, aislarlos, confundirlos en uno solo que será el primer mundo cuyo relato englobe todo, cuyo relato, donde todo está entremezclado, se enriquece por la lectura de nuestro rostro, que es la historia de nuestro nacimiento, que es la historia del alejamiento de la muerte en que estábamos antes de nacer. Ahora que formamos parte del mundo, por la lectura, nos volvemos poco a poco este relato, esta incesante recitación. Lo relatamos sin cesar y al recitarlo nos hacemos parte de él, nos hacemos parte de nosotros mismos al relatarlo. Es comparando nuestra historia con la del resto que cada uno ajusta su relato, lo mejora, lo cambia, lo nivela, lo juzga, lo confirma, lo absuelve, lo consuela, lo calma, lo inquieta, lo defiende, lo arma y fortalece, lo cubre y lo denuncia, orientando así el despliegue propio. La lectura no comienza con los libros, salvo que uno diga esto: el mundo es un libro que, con cada nacimiento, añade una página a su propia historia.

 

Por Suzanne Jacob

Traducción de Simón López Trujillo

De La mancha de tinta (2001)