Los dientes han sido siempre un tema en las sociedades. En origen, no es una preocupación occidentalizada, ni mucho menos reciente. En muchos pueblos antecesores también han ocupado un espacio dentro del ámbito sociocultural tanto en la esfera individual como comunitaria, sea en vida o post mortem: advertir jerarquías sociales, estado civil, adornar el cuerpo o para fines rituales, espirituales o religiosos. Estos antecedentes no están muy alejados de las culturas contemporáneas, quienes practicamos la modificación dental con propósitos similares: siendo la estética y la salud las más comunes, por supuesto, supeditada a políticas públicas, brechas sociales y problemáticas actuales.

El ejercicio de abrir este libro –de anverso blanco y reverso rosado, casi como una boca– es muy similar a descarnar la cutícula de un dedo: se escudriña entre sus pliegues, obsesivamente, hasta que se arranca un pedazo de piel, obteniendo una paradójica reacción de placer y disgusto. Desde sus páginas brota algo orgánico –no sangre como cuando ya no sólo se desgarra dermis, sino también epidermis, llegando al vaso sanguíneo–, formas desprendidas de varios orígenes pero que, en su conjunto, se nos presentan anatómicamente. En este sentido, es un desafío conceptual, puesto que a ratos obliga a acercarse a un código del habla específico.

El primer capítulo se presenta como “Oclusión parafuncional”, el cual nos vaticina, desde una jerga médica, el contacto entre superficies dentales, pero no sólo eso, sino esa parte del sistema masticatorio que describe actividades no funcionales y, en algunos casos, dañinas para el propio cuerpo, como el bruxismo, mordisqueo de uñas, labio o lengua, etc. Imágenes develan una serie de objetos, de origen natural (como los cuescos) o manipulación industrial (como las tapas de lápiz). Todos tienen algo en común: han pasado por la boca, por los dientes: cuescos, tapas, uñas, vasos, lápices, tenedores, bombillas, palos de helado, huesos, gomas, todos roídos por oclusiones parafuncionales en una serie de fotos que perturban y modelan artefactos o escenas estridentes, imágenes sinestésicas que pasman los dientes de frío. En este ejercicio escultórico de trasfondo poético -y también social, si se quiere- tenemos seguridad de la manipulación de los objetos a nivel artístico, pero sobre todo mediante la huella humana de la mordedura maníaca. Objetos que, en su composición, declaran algo estético en dos niveles: el visible, el artístico de los objetos pensados de cierta manera y dentro del circuito del arte; y el invisible, el de sus indicios, el que tiene que ver con lo estético del cuerpo, quizás de uñas mordidas, de dientes picados y todo lo que eso podría significar socialmente hablando. No deja de parecerme curiosa la paleta cromática de este primer apartado que exhibe una serie de objetos, de origen natural o industrial, pero bajo un velo de colores más bien orgánicos: plasticina rosada que sujeta una estructura ósea, lo que se arma automáticamente, en nuestro imaginario, como una emulación de alguna parte del cuerpo.

Luego, diez poemas de objetos roídos pesados por gramos, los que comestibles o no, nos dan relato de situaciones cotidianas: un tenedor mordido que antes llevó helado de mango a la boca, una bombilla masticada que antes drenó 200 cc. de leche, el cuesco de un durazno o unos huesos de pollo que sirvieron como alimento, unos cuescos de aceitunas que acompañaron un viernes de snacks y cervezas. Todas descritas de manera clínica: su utilidad, su contexto, su peso, casi como una ficha contextual. Tras esto, en el mismo capítulo, hay un apartado de poemas bajo el título de “Hábitos parafuncionales”, aquellos movimientos que realizamos de forma inconsciente al hablar y comer, dos elementos vitales para la subsistencia: comunicarse y alimentarse. Entre caries, traumatismos, dientes que ya no están, fonologías y cavidades aparecen memorias de un cuerpo que ha encontrado, en estas profundidades, testimonios de su propia existencia y que, como también se expresa, atestiguará su paso por el mundo tras la muerte.

Lo oral, como recurrente preocupación del hablante lírico, se verá nuevamente expuesto en los relatos en primera persona del tercer capítulo, en el que diferentes voces dan testimonio de su relación con dentaduras propias o ajenas en periodos o momentos específicos: todos relatos astringentes, dolorosos, que nos dan cuenta de un trauma, de algo que se rompe y no volverá a crecer de manera natural. Todos bajo una mirada de accidente. Luego, dibujos de dentaduras que nos mapean algo, anotaciones que guardan relación con experiencias y memorias: con la relación familiar, laboral, personal como si todo, absolutamente todo, pasara por el cuerpo, por los dientes.

Estas cápsulas de estudios relativos a los dientes se ve muy bien concluida con “Wisdom Teeth Performances”: en el que una pieza dental es cepillada; otra percutida con una resonancia muy distinta a la reverberación bucal, un sonido casi desconocido asemejable a dados o castañuelas; y otra pieza molida, desaparecida bajo su misma materia mineral de calcio, magnesio y fósforo. En los tres casos podemos entender la pieza dental en su esplendor anatómico desprendido del cuerpo, desde la corona a la raíz, entre las manos de alguien que las manipula: ¿quién no ha visto un diente fuera de su lugar? Probablemente todas las personas cuando fuimos infantes, o cuando nos sacaron algún diente de más grande. “Wisdom Teeth Performances” provoca algo parecido a la obra Estrella negra del artista local Arturo Duclós, una estrella compuesta por diez fémures humanos, en la que advertimos dos cosas: la particularidad de cada pieza en contraposición a la regularidad anatómica enseñada en libros afines, y la sensación de estar presenciando algo que parece perdido dentro de la familiaridad de cómo entendemos las cosas, un poco acercándonos al concepto de lo ominoso. En el caso de Poemas dentales, el diente fuera de lugar, torcido de la vivencia estética emocional casi en dos planos incompatibles. Poemas dentales de Javier Mansilla es, a todas luces, reflejo de una sociedad del malestar.

Al incinerar un cuerpo, se necesitan entre 700 y 1100°C para convertir carne y huesos en cenizas. Salvándose sólo las prótesis de titanio y las piezas dentales, las que se calcinan, recién, a los 1700°C, o sea, 600 grados más. La persistencia de los dientes, tras la muerte y la calcinación de un cuerpo, me parece un antecedente tautológico en su existencia. Sabemos que la mordedura, al igual que la huella dactilar y el iris, es única en cada cuerpo humano. En este libro de mordeduras y dientes, nos invita a reflexionar sobre la propia existencia de nuestros dientes, de nuestra historia, de nuestra identidad, no a modo de sobrevivencia, sino desde la huella humana individual, la dimensión de los dientes en la vida social y la persistencia de éstos incluso tras el propio deceso. 

Este libro tiene elementos que no alcanzo a ilustrarles, puesto que transita en una dimensión sistémica, psicológica y emocional muy profunda, la cual se entiende de manera muy personal. Por eso pienso que contiene tantas lecturas como lectores.

 

 

 

Por Catalina Duhalde

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Poemas dentales
Javier Mansilla
Lecturas ediciones
2023