UN HIMNO (No estoy solo en tu muerte)

 

No puedo dudar: el verdadero silencio 

está en la distancia, en la ciudad donde no camina el espectro. 

Un rostro que canta y ruge sin el resto del cuerpo ante sí. 

Un cuerpo que imita los resabios de luz, 

al cauce del día anterior. 

 

Sin nombre,

el mundo nace y muere

todos los días.

Solo quedó un intento fallido de encontrarse,

porque no puede ser de otra forma

 

Cuando tú moriste, el mundo estaba en medio de una mudez, 

y cuando me enfrenté a esa mudez 

(el silencio se hizo de mi nombre), 

tú ya no estabas para verlo.

 

Al mismo tiempo quiero entender, pero no quiero estar en la vida del que aprende. Un día soñé con la cabeza entre los brazos, como algunos santos. La muerte es esta conciencia de la posibilidad de no ser. O quizás signifique abrirse como un mundo a la tiranía del sol. Aún no lo sé. 

 

Salvaguardas toda la materia en tu ausencia. 

Tal caníbal, tu boca abierta se vuelve una profunda opacidad. 

Mandíbula y monumento. Mordemos a diario, 

crudeza de aquello que destruyes, en su repetición, hambrienta: 

la única hambre. Es religión y credo.

 

 

 

 

 

 

Me escribiste un mensaje una noche antes de tu muerte. 

No sé si quiero hablar de eso en un poema. 

No sé si quiero hablar de la muerte como 

si no existieras o 

dar cuenta de todos los nombres alrededor de tu muerte.

 

Son todas las muertes en tí, 

pero ninguna es tuya. 

A fidelidad, no me atrevo a escribir tu muerte.

 

Ni siquiera el nombre al que remite la violencia.

Quiero pensar, puede ser, en las rompientes de mis palabras

cuando en la mirada penuria de tus padres, 

veo el monolito de la oscura ciudad. 

 

Le escribí a tu mamá, 

fue difícil, 

fui torpe. 

 

Hablé con tu hermana, 

lloró conmigo. 

 

¿Cómo podría 

palpar la destrucción 

en la vida de otros?

 

 

 

 

 

 

Nadie canta más.

Mientras el campo se expanda en este blanco, 

remplazando tu nombre con el de otras personas que murieron, 

yace la guerra, en esos quiebres de la empatía donde dije por primera vez 

a la mierda el mundo.

 

Se hacen tierra negada, una tierra sin timbre de voz, 

un solo campo abierto a la larga mirada de tu familia. 

Llaman tu nombre (que no escribiré) y debes entrar 

al “otra vez”.  

 

Es la noche de todos los meses 

que van ocurriendo, 

como círculos.

 

 

 

 

 

Pero entonces, el día de los tiranos es derrocado.

Llevo a rastras todas las cadenas negras 

de los otros. Es mi verdadera visión, 

este eco de los purgados, la espesa anatomía del frío. 

 

Cuando imagino el movimiento humano, 

en una voz que nos libera de decir: 

Un 12 de marzo

dejaste de vivir. 

Por un segundo, no quedó vida.

Darse al fuego así, como la fuga a otra vida, 

lo es todo. 

 

En el resplandor de esa altura,

de nuevo aquellas poses magníficas de los ladrillos 

serán nuestro hábitat.

 

 

 

 

 

 

 

Y no quiero que tu soberanía, tu actual soberanía, tenga título de Justicia o Historia. O que alguien más diga por tí, hoy es la última de las horas. Lo veo todos los días. Es como un bloque al sur de la ciudad que desaparece contigo. 

Encontré tu nombre 

entre las piedras. 

Se erigen los cuerpos de la nación.Pienso en este verano como el corazón, 

 

centro del corpus. Mis palabras ya no son mías, 

yo no soy el tiempo. 

 

Veo el fin de un mundo

en estos esplendores crueles.

Al final del día, 

no sé de qué puedo hablar, 

no sé qué me permitiré decir. 

 

No quiero cambiar nada, 

solo quiero pensar

que no estoy solo en tu muerte.

 

 

Por Daniel Silva Ahumada

Fotografía de Jane Alden Stevens