Organizan jornadas de firma y se quedan como estacas al lado de una mesa chiquita con sus libros apilados, un acrílico recién ploteado dice sus nombres o sus referencias de redes sociales. No hay gente pero sí mucha pompa, se sacan más fotos que las palabras que intercambian. Para ellos es la gloria estar ahí en la Feria del libro de La Rural firmando ejemplares, poder contar con el flyer y afiche que llevan su nombre representan lo máximo a lo que se puede aspirar a corto plazo, el reconocimiento del medio, de la Feria, de un stand.

Sus editores fueron los que incluyeron, no sin la presión del autor, este evento dentro del trato. Todo parte porque el autor en cuestión publica extractos de su obra en las redes sociales, militan el “que todo fluya y nada influya”, y tienen otros mandatos de vida colgados en las paredes de sus casas. El editor ve una oportunidad de negocio, le ofrece pagar una edición, él pone el 50%, el autor la otra mitad. El proceso de edición es expedito, a ninguno le interesa mejorar la obra, lo que importa es ver aquel objeto y poder posar con él. Meten todo el texto en una plantilla que existe hace años y nunca cambia, salvo los nombres y los arrobas. 

Cuando el libro ya existe se realiza un lanzamiento. Van los cercanos y familiares y un par de fieles seguidores, se venden cinco libros, el editor va recuperando lentamente parte de su plata, el autor nunca la va a recuperar. 

Gradualmente el libro va quedando en el olvido, nunca tuvo distribución, nadie lo coloca en librerías y no se reseña en ningún lado salvo en las redes de otros bookfluencers que quieren devolver algún favor.

Todos los días el autor mira de reojo la caja llena de sus libros que tiene en el rincón de su pieza. El acuerdo es que aquellos libros serán el porcentaje de retorno de lo que invirtió. Busca venderlos en las librerías de usados y no puede, mientras en redes le preguntan el precio por mensaje privado y nunca se concretan las ventas. Un día decide crear algunas gráficas con la portada de su libro que incluya claves de lectura: el emprendedor de sí mismo vende la manera en que debe ser comprado. De la portada salen flechitas que apuntan “misterio”, “intrigas”, “incesto”, “asesinato”, todo lo que piden sus 4000 seguidores incapaces de agotar un tiraje de 300 ejemplares. El editor antes le había asegurado que según los cálculos iban a tener que hacer dos reimpresiones antes de fin de año, y probablemente sus proyecciones eran en un principio lógicas.

Pasa el tiempo y el autor empieza a tocar la puerta de los programas de streaming, hace algunos videos cortos donde cuenta todos los meses de esfuerzo que demandó la escritura del libro, todo para desprenderse de los casi 90 ejemplares que le devuelven la mirada todas las mañanas que consigue levantarse de su cama. Es casi lo único que le queda, eso y la chance de ver su cara en el folleto de la feria, en una nota de Infobae, en la solapa de un libro con ese horrible lacado brillante, en las redes de dos o tres personas que fueron a la feria a ver si conseguían libros gratis a cambio de una pequeña promoción, y en la pantalla negra del celular que mira de vez en cuando mientras espera pacientemente firmar algún ejemplar o que le caiga un mensajito.

Esos hombres (y personas en general) tristes, no son patrimonio exclusivo de la literatura. Basta con averiguar un poco el panorama que ofrecen los falsos festivales de cine, que cobran por inscribir las películas en eventos sin historia ni presencia física, muestras online desde cualquier parte del mundo que luego algunos cineastas incluirán orgullosos en el afiche de su película. Es, a falta de palabras menos elegantes, una estafa. Porque nadie ve aquellas películas (así como nadie lee aquellos libros) y lo que hace girar la rueda es la necesidad de validación externa de los estafados de turno, que luego orgullosos dirán, cuando una editorial o revista no los quiera publicar, o cuando un festival rechace mostrar su nueva obra: “pero si yo estuve en el Festival internacional de Cine de Tombuctú, Chiclayo y Nueva Chicago”, o “publiqué ya en la revista Talento Joven y en la editorial Autores Prominentes del Continente”, como si eso significase algo. La culpa es siempre del resto, que no reconoce su calidad (ya previamente reconocida por ¡tanta gente!), pero la culpa es de ellos, de los que inflaron ese globo, y de los que por andar de buenitos por el mundo nunca se atreverán a pincharlo. 

Por Miguel Ángel Gutiérrez
Fotografía de Kenneth Josephson

 

Este texto forma parte de los escritos odiosos, cuya primera parte fue el Inventario de espectadores insoportables