A continuación, una breve reflexión extraviada sobre una de las posibles “grandes películas del 2023”, el año que acaba de sucumbir. Lo último de Radu Jude, el audaz cineasta rumano, son casi tres horas de hermoso caos sostenido por la espléndida Ilinca Manolache y sus desventuras al volante en una ciudad de furia y descontrol.

Interesante es que Do not expect too much… inicie advirtiendo que durante el metraje habrá reenvíos dialógicos y metatextuales con otra película rumana del siglo pasado: Angela merge mai departe (Lucian Bratu, 1981). Más temprano que tarde será evidente la remisión a tal film, que significa algo más que una mera analogía entre personajes: la Angela agobiada de los 80 es una taxista que debe lidiar con los micro(macro)machismos urbanos, mientras que su tocaya contemporánea sobrevive manejando en su auto las mismas calles salvajes (Bucarest) pero con una misión laboral menos mundana: entrevistar a gente accidentada en sus ámbitos de trabajo para un documental sobre seguridad laboral financiado desde Austria.

La velocidad, la precarización laboral, la violencia simbólica cotidiana, la auto-explotación como consecuencia de una previa explotación sistémica y jerárquicamente impuesta, son algunos ejes conceptuales que gravitan como lecturas referenciales y explícitas a lo largo de la película. Pero en relatos cinematográficos tan singulares, desprejuiciados e irreverentes como este no se puede desestimar el orden formal: el blanco y negro que compone la imagen en la línea narrativa del presente, contrasta con los colores apastelados del film de Bratu, al igual que con las arrebatadas stories que Angela sube a sus redes en donde encarna a un obsceno y grotesco personaje, valiéndose de un filtro que la muestra sin pelo y con barba candado. 

Todos esos insultos e improperios que Angela recibe mientras conduce por las rabiosas calles de la deslucida capital y sus barrios bajos, ella los transforma en una suerte de catarsis descarnada en su Instagram, en donde el tono ostensiblemente satírico y burlón de su álter-ego hace evidente la metáfora: la naturalización de la violencia en las hondas aguas de la marea virtual de las redes, la indiferencia generalizada ante las diversas formas de manifestación de la violencia (desde la indirecta sobreexplotación laboral hasta las tiranías macropolíticas de los gobernantes -hay referencias a la guerra Rusia-Ucrania, al presidente húngaro Viktor Orbán, etc-). Es que la violencia ya no conmueve porque la llevamos fuertemente internalizada. 

Tensando los límites de la expresión estética cinematográfica, Radu Jude parece pretender jugar con la paradoja: cómo es que en determinado punto la insensibilidad ante el mundo (nos) atraviesa cierta zona inevitablemente sensible. En otras palabras: si sentimos cada vez menos, es porque sentimos tanto todo el tiempo, presas de la hiperestimulación constante, que no somos capaces de procesarlo: ni el dolor, ni el afecto, ni la bondad, ni la pena, la memoria o el olvido.

Una última observación. Tal vez haya otra escena crucial que refleja con mayor transparencia la insoportable insensibilidad de las cosas en tiempos de post-capitalismo y simulacro: la apresurada escena de sexo de la protagonista con su amante, mayor que ella, que por supuesto también transcurre en el auto. Es que Angela debe retomar pronto la carretera a toda velocidad para continuar con su impostergable misión: seguir trabajando.

Por Juan M. Velis