(Sobre Puan, de María Alché y Benjamín Naishta. Argentina-Italia-Alemania-Francia-Brasil, 2023, 109 minutos).

Con sus dificultades locales, sus codazos, su mayor o menor grado de Estadodependencia y sus grafitis contra el capitalismo asesino, el principal factor común entre las facultades de filosofía latinoamericanas es la precariedad, lo cual hace de Puan una película de interés continental. 

Luego del intento, academicista y autorreferente, de la serie Paradojas del nihilismo, hacía falta hablar con algo más de soltura sobre las miserias de la universidad; el guion de Puan lo hace gracias a un humor que no está ahí solamente para aligerar un film, sino para entrever, arrastrando caricatura y estereotipo, el trasfondo tragicómico y los serios problemas de la enseñanza de la filosofía hoy. Encarnados en el profesor universitario Marcelo Pena (una de cuyas virtudes consiste en leer, literalmente, de cabeza), estos problemas van desde la insolvencia monetaria, propios de una práctica que siempre está agarrándose de las mechas con su obsolescencia, hasta el peligro de convertirse en un show de entretención para quienes pueden pagarlo (con regateos), a lo cual se añade cierto desajuste de la “vieja escuela” frente al lenguaje inclusivo y el asedio de los parámetros de eficiencia empresarial contra una práctica “inútil”; por tales motivos, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, ubicada en calle Puan, nos sentiremos como en casa. 

Marcelo, sin habilidades sociales, tímido, de buen diente, sin comprender muy bien eso de ser no-binario y que carga con un celular que suena en los momentos más inoportunos, se ve amenazado por el retorno a la Facultad de su reverso exacto, el presuntuoso profesor Rafael Sujarchuk, acreditado con un par de galardones ante los cuales no queda sino rendirse: ha hecho clases en Alemania y se codea con uno de los discípulos de Martin Heidegger. Así, emperrado en su Hobbes y en su Rousseau, el de Marcelo aparecerá como un currículum casi reaccionario frente al de su rival, quien, por supuesto, cautiva a su auditorio soltando el recetario de las pasiones alegres basado en Spinoza. 

Hasta ahí, los tópicos más o menos claros para un film que sugiere soluciones predecibles; pero hábilmente éstas se eluden gracias a breves cuadros (puntuados entre sí mediante el clásico recurso al iris) que nos recuerdan que el cine, como cualquier narración, es una cuestión de cortes, de decisiones, caminos abiertos y expectativas frustradas. Una de tales escenas se aprovecha en un sentido, podríamos decir, pedagógico: Marcelo debe hacer clases en un barrio periférico de Buenos Aires y para ello es custodiado por un gendarme, lo que lo lleva a plantearse en voz alta la pregunta acerca de la función del Estado en el ámbito de la educación; la escena es de algún modo ilustrativa: tal pregunta filosófica surte mucho más efecto en un lugar por completo ajeno a los devenires de la universidad.    

Pero Marcelo, pese a su obligado estoicismo, entre picoteos de canapés, pizzas y empanadas, poco a poco irá quedando atrapado dentro de la red de la competitividad laboral, descuidando, entre otras cosas, sus deberes filiales. Ha muerto su maestro y él se perfila como su natural sucesor, pero en su camino a la ansiada cátedra no sólo se encuentra al deslumbrante Rafael, sino con algo quizá mucho más irremontable: el recuerdo de la amistad, de esa amistad sin palabras que no puede pactar con el homenaje sentido ni con el festín de la palabra fúnebre, y eso a cualquiera, en donde sea, le juega en contra. Si no eres capaz de soltar al menos una lágrima, algo debes decir ante la ausencia del otro, ¿no? Pero Marcelo calla, es esquivo, comete la imprudencia de citar directamente a Heráclito, Parménides y Platón (¡no a Deleuze!) y se presta, disfrazado, a un “show filosófico” en casa de una ricachona malhumorada, aunque desde luego (estamos en el cine) se le otorgará la posibilidad de redimirse, junto a Rafael, contra la embestida neoliberal. 

Puan, rondando el borde peligroso de la farsa, tiene un montón de chistes en los cuales detenerse, algunos dramáticos, otros circenses, aprovechando con sorna las ambigüedades de ese animal extravagante, un poco bufón, siempre con una pata en el poder y otra en la crítica: el profe de filosofía. Por eso es una película, podría decirse, de una pesada liviandad y, por qué no, filosófica: sobre la amistad, el Estado y la muerte. 

Por Martín Cinzano