A pesar del protocolo apagó los focos. Una leve estática acurrucó la noche. No sentía frío en su desnudez. Quedó de pie frente a decenas de televisores. Imágenes de casi intolerable fulgor. Todas en silencio. No está mirando ninguna pantalla. 

Solo recibe la luz absorto en su piel.

Nunca antes había apagado las luces. Hace tiempo buscaba cómo escapar de los recuerdos. Lamentos, electricidad, gritos de sótano, mordazas. Voces de los que pasaron por su mano. El tedio del trabajo jugaba con su mente. Mucho tiempo libre en el turno de noche. Hundirse en el celular era su escapatoria. Pero la ruleta de imágenes diluía el cuerpo. El riesgo de escapar al peso de la noche.

No quería jubilarse. Antes muerto que inútil. Era regalón de la agencia de seguridad privada. Le dieron ese trabajo por anciano. Pero él quería estar en el instante. Como en sus últimas protestas. Nostálgicos días de lacrimógena. Equipo antimotín y escudo de policarbonato. Muralla humana en universidad privada. Golpes de adrenalina. Cara contra cara, peso contra peso, carne contra carne. Solo con la sangre hirviendo se puede encajar el presente. Pensaba.

Trabajar de noche era lo contrario. Las ideas destejían sus nervios. Castañeos de dientes, alaridos, súplicas. Pesadillas lúcidas aplacadas por internet. Torrentes de videos y propaganda. Así era su cuerpo hasta que una publicidad abrió camino: “cursos de meditación express en 3 minutos”. Mientras nadie supiera no importaba intentar. 

Se dijo al iniciar su camino de iluminado.

Desde el principio se le hizo fácil. No era tan diferente al servicio militar. Suprimir el ego, vaciar la mente, meditar. Las palabras, la muerte, el otro: una ilusión. 

Hizo de La Práctica su rutina nocturna. Después de un tiempo sintió resultados. El contacto de la piel con el espacio aplacó sus ideas intrusivas. No más sonidos de corvos y espantos. Hasta la familia lo vió menos grosero. Sus nudos fluyeron como carreteras. 

Brotó como un hermoso jardín de plástico.

El día que apagó las luces de la tienda contra todo protocolo. 

Decidió explorar aún más los límites de su cuerpo.

Inició como siempre la meditación. Primero sintió los dedos del pie, la planta y el talón. Luego sus rodillas, muslos, cadera. 

Así hasta sentir todo el cuerpo al mismo tiempo.

Llegado a este punto decidió jugar. 

Se concentró en la boca y la espalda. La boca y la espalda. La boca y la espalda. 

Hasta sentir con las papilas gustativas el dorso. Su piel como una gran lengua. La primera reacción fue sacarse el uniforme. Porque al saborearlo se dio cuenta que tenía mal gusto.

Quizás la espalda no era buena idea. 

Mejor decidió hacer lengua sus manos. Las palmas se convirtieron en besos. Impregnó de calor su propio cuello con caricias. Pecho, brazos, muslos. Fue poseído por involuntarios movimientos pélvicos. No lo podía creer. Hace muchos años que no se excitaba. Todo su cuerpo era beso y gemido. El éxtasis lo empujó frenéticamente al clímax. Años que no sentía el cálido espeso en su piel. Pero la eyaculación no detuvo nada. El orgasmo seguía. Parecía radiación el hormigueo de la piel. 

Mantenía la respiración para retener e incrementar el sabor.

Apagó los focos de la tienda contra todo protocolo.
Ahora quería sentir la totalidad de afuera. Televisores como decenas de ventanas silenciadas. La luz azul vistió su cuerpo desnudo. Al principio inhalaba y exhalaba como bestia. Pero frente a las pantallas se fue silenciando.
Cada programa mostraba imágenes sin conexión.
Con vista al frente.
Sus ojos absortos no veían significado.
Atención.
El brillo azul se hizo cuerpo
Mar.
Su respiración silenciándose.
Uno.
Hasta que sólo se escuchó.
Dos.
La estática del enchufe.

Por Maximiliano Díaz