ABALORIOS 

1.- Por discreción, y para sortear la superstición generalizada de que la vida de una persona es objetivable, voy a recurrir a nombres falsos. Una memoria es también una invención, un artificio articulado con la emoción: las cosas tal como las siento. Sospecho que una buena biografía es menos una colección de acontecimientos documentados que la transmisión (coincidencia preferentemente misteriosa, no ligada al procedimiento probado) de una experiencia de lxs otrxs.

2.- Sin querer, ejerzo la poesía como actividad clandestina. Por eso me sé pudorosa. Una clandestinidad abonada por la superchería que engrapa el género al yo, y el yo a un documento de identidad, como si entre la cara, el espejo y el reflejo, no mediara un mejunje de supuestos móviles. Una superchería que somete a la literatura a una medición de distancias: en un extremo la ficción en bruto, en el otro, la realidad brutal. Insisto en que la discusión a menudo empobrece la lectura, en que lo que hay de propio en la literatura, es menos el objeto que un romance con la lengua, que busca excusas donde puede y quiere. Estas biografías son literatura…

3.- La poeta de pueblo es una institución local. Es como los bomberos, el cura o la reina del corso. Se la convoca para las fiestas patrias, se pasea por escenarios escolares, y adorna la leyenda popular. La poeta local es una entidad de la mente y no debería morirse nunca, su puesto no quedar vacante. Existe, siempre que nadie se le acerque demasiado, que no se indague entre los yuyos de su cotidianeidad. Se la querría flotante, aunque se le soporten con sorna compasiva sus extravagancias mortales. Lo que pocos admiten es que es por el atado de extrañezas que la poeta sobrevive, porque, ¿quién recuerda sus versos? La poeta es ante todo, un cuerpo que habla, es lo que desentona y se adopta, se asume como propio. La poeta abre un boquete a la monotonía de siestas, comidas familiares y horarios de comercio, y permanece en la memoria colectiva como la posibilidad de lo otro, que nadie sino ella asume.  

TRES POETAS 

  1. Alegría 

Es un nombre real. Y a diferencia de lo que sucede con los gatos que se llaman Buda y son un demonio, o Napoleón y son una ameba, el nombre ni le sobraba ni la ponía en tensión. No se sabe si el nombre la tenía capturada a ella, o ella al nombre, tampoco si le costaría algunos dolores llevarlo, puertas adentro (esa costumbre de llamarse “Angustias”, “Soledad” o “Victoria”!). Irrumpía con su bicicleta blanca, sus vestidos coloridos y sus sombreros con flores, toda sonriente. Una no habría podido bautizarla con otra originalidad que la del subrayado. Era una señora mayor, muy de cantar y de saludar a todxs. Nos causaba gracia, porque la risa al comienzo es el resultado de una desproporción. Eso era lo que hacía con nuestras tardes ensimismadas, montadas al aburrimiento como a un potro mecánico: les inauguraba perspectivas delirantes, y una quedaba como drogada, con las dimensiones de la vida ondulando. No sé si escribía versos, pero decido por ósmosis que sí, que era una poeta que escribía en el aire, con el bamboleo de su canturreo entusiasta. Digo que era como un loro verde atravesando la mesa familiar de los domingos, aventando con su vuelo rasante los manteles, activando el mecanismo de los sifones para que los vasos se colmaran de espuma, reventando las cremas pomposas de los postres. Sé que suena un poco exagerado, pero para la curiosidad infantil que siempre busca otros motivos, la poesía debía irrumpir como una exageración, y triste o feliz, esa exageración debía alterar la vida para siempre. Alegría avanzaba por las calles en su bicicleta, y decido que el pedaleo era una métrica y el surco que dejaba sobre la tierra una escritura furtiva. Alegría no era fácil, trazaba una poesía exigente que reclamaba antes

que atención, imaginación y paciencia. Prometía esa risa suya, que al final era como la sortija de la calesita en las que nos dejaba girando, para observar el mundo. Y todavía otro detalle: la mujer vivía en una casa pequeña y prolija, como de cuento, con su nombre en letras manuscritas de hierro, en posición diagonal, entre la puerta y la ventana de calle. Entre la vereda y ese frente de cuaderno escolar, el jardín delantero más bonito que vi. Rosales, petunias, begonias, margaritas, caléndulas y malvones, todas en sus macetas y canteros, entre enanos y cisnes de cemento. La reja mediana nos separaba de ese paraíso a escala, que hacía más linda la cuadra y nos hacía olvidar las visitas al médico, que tenía su consultorio en el chalet regularmente imponente de al lado. Alegría quería ser una metáfora simple, de revista del corazón, y al final era menos que eso, una encarnación sin reveses, y por lo mismo necesaria. 

  1. Clelia 

Era de apellido Derca, pero se hacía llamar “de Conesa”, el lugar del que dijo venir, cuando desensilló en la ciudad, según cuentan, en 1981. Esa fue toda su filiación civil, el origen imaginario de otro pueblo cucarda para los generales unitarios en la provincia de Buenos Aires. Clelia podría ser el personaje de un tango de Enrique Maciel, o de una canción francesa de los años ‘20; de haber sido alguna vez joven, de una película de Chaplin. Leo en un panegírico fúnebre la palabra “clocharde”, y pienso que podrían colgarle una fotografía con su cara. Clelia era una clocharde, un personaje romántico; si no la mató la tuberculosis, fue porque en el pueblo la querían. Fue reconocida con premios municipales y dicen que recibió un premio bonaerense a “Mujer del Año”. Era poeta, florista, payadora, naturista, directora de teatro y entusiasta en general. No es difícil adivinarla peronista. Al margen de su conocida admiración por Evita, tenía algo de una Tula refinada, arrabalera pero de trazos delicados. Cantaba tangos y chacareras, y en las fechas patrias subía a los escenarios vestida con poncho y chambergo, como una Azucena Maizani de fin de siglo, a recitar sus versos rimados al pueblo argentino. Tenía una voz gruesa y carrasposa, con una dicción acentuada y musical, un poco rea y teatral. La recuerdo en su bicicleta, vestida con un conjunto de siré, de colores combinados, con el peinado alto a lo Coca Sarli, colorete en los cachetes y un lunar pintado. En el canasto se bamboleaban las flores que vendía y un desparpajo de fotocopias borroneadas con sus poemas mecanografiados que iba regando por ahí. Hay un tango que se llama “La Florista”, que dice: “Señoritas y señores, / vengo aquí para ofrecer, / flores, flores, muchas flores, / con perfumes y colores, / como iguales no ha de haber, / con mis manos he tronchado, / la azucena y el jazmín, / el clavel ensangrentado, / y sin rosas ha quedado, / el rosal de mi jardín”. Así hablaba Clelia ante la mesa de un bar o un restaurante, ofreciendo sus flores: “señoritas y señores…”. Podía recitarte un verso, si quería, y una vez que le comprabas, reconocerte por tu nombre de pila, despidiéndose con una sonrisa cómplice: “gracias, Pedrito”. Dicen que esa voz y el berretín del gesto adusto para los versos le venía de la impostación radiofónica que había aprendido en el ISER. Recuerdo verla recitar en algún evento cultural de la ciudad, en el teatro de la Biblioteca Municipal, pararse frente al micrófono y acomodar la pose como si fuera un prócer al que iban a retratar: piernas levemente arqueadas, un pie adelante, una mano en la cintura, un brazo en alto, la palma hacia el cielo, ceño fruncido y mirada a la distancia. Mi memoria perdió el poema, pero guardó su acentuación, que Clelia acompañaba dando golpes de tambor con el pie delantero en el entarimado que retumbaba y sacudía las cortinas pesadas del escenario. Dicen que era fanática de Gardel y que entre amigos guitarreros y soñadores de tertulia, interpretaba sus tangos con idéntica sonrisa y frente despejada. Clelia murió en 2006, pero el viento no se la llevó.  

  1. Azucena 

Azucena es Nina, y sabe ser mi tía abuela. Casi centenaria y cada vez más pequeña, una Benjamin Button persistente. Alguna vez me dijeron que no siempre fue artista, pero de lo que me contaron hice el esfuerzo de olvidar, y olvidé. Cuando llegué al mundo, ya era artista, y durante años, tuve ante mis ojos un inmenso retrato en lápiz pastel, de colores, de mi madre sosteniendo un bebé entre

los brazos. El bebé era yo, y ese cuadro, su regalo por mi nacimiento. De la familia de Nina sé, porque es mi familia. Que eran muchxs hermanxs, que la madre era la persona más buena que nadie conoció y que el padre era socialista de los años ‘30, payador y de oficio colchonero. Que recalaron en el pueblo a pie y con un carro, después de que los conservadores le prendieran fuego la casa por andar arengando obreros en las fábricas con discursos revolucionarios. Que eran pobres y que los hijos trabajaron desde pibes, vendiendo números de lotería, repartiendo diarios y ayudando con los colchones. Que las dotes poéticas del padre que escribía versos rimados a lo José Hernández fueron heredadas por dos hijxs: uno escritor, bibliotecario y ufólogo, la otra, poeta y pintora. Nina tenía un marido que era recio y a quien desdibujé. Quedó viuda hace décadas, aunque el hombre siguió visitándola, porfiado en no morir. Un día, cansada de sustos, decidió echarlo amablemente, explicándole que el mundo ya no era su lugar. Nina pintaba cuadros inmensos que regalaba a las instituciones locales, firmando con el seudónimo Azu y su apellido de soltera. El enigma de ese nombre desperdigado en paredes sin número, era un motivo de envanecimiento infantil. “Es mi tía”, decía yo, como si descubriera ante amigas atónitas un secreto tesoro. Entre sus pinturas había naturalezas muertas y paisajes de pueblo, un poco aburridos, también retratos. Había ensayado, sin embargo, en algún momento, una estética cubista y un arte abstracto, que armó otro desparrame de donaciones, regalos y muestras esporádicas. No se sabe qué fue primero, pero a la multiplicación de los cuadros la acompañó la multiplicación de los poemas, recopilados en libros con fajas de honor y otros milagros de la congregación de la SADE. Fue sumando años en una casa pulcra y de diseño, de esas en las que una nena teme moverse a riesgo de romper jarrones. La última vez que la visité me mostró un libro de Picasso. En la hoja guarda del libro había un garabato. Me dijo que lo había hecho yo, con explicaciones que no entendí o no compartí, y la memoria extravió. En algún momento tomé clases de pintura con ella. Su énfasis pedagógico, la persistencia de un par de manzanas como único modelo y mi creciente desapego de esa cosa realista que practicábamos entre conversaciones sobre ovnis y fantasmas, podrían resumir mi experiencia. Nina cree en un mundo espiritual, y desde que accedió a internet, el otro mundo se le hizo tan grande que empezó a tramar con este toda clase de conspiraciones en las que el bien y el mal se debaten en guerra permanente e invisible la vida toda. Como ella sabe, se comunica con quienes también saben, y entre té y masitas nos ilumina. Ninguna de estas historias le impiden llevar una vida ordenada, de tía, de madre, de abuela, y de vecina ejemplar. Me cuentan que en el último tiempo recibió un llamado que la sorprendió: era Clelia, poeta y amiga, trayéndole noticias del futuro, en comunicación directa del más allá. Ahora Parravicini local, nos lo va a contar en un próximo libro.  

BRILLANTINA 

Ya no coqueteamos con eternidades, vivimos en el pasado. Las obras importan para la vida, la de todos los días; ni para el panteón del Arte, ni para sus vericuetos imaginarios. No podemos legar las obras a un futuro que no vislumbramos, que ya no existe. Hablo de disposiciones subjetivas. Somos sobrinxs del extrañamiento del que mamaron las vanguardias, del cross a la mandíbula, en su versión nacional, urbana y física, y pos cacheteos irresponsables del monstruo mediático y la criatura virtual, preferimos el sacudón al roce. Hablo de la risa, del bailoteo infantil, del amor, de la calentura, de la ansiedad, del ir por algo, de lo que provoca un movimiento, por pequeño que sea. Hace poco conocí a una poeta muy entreverada con lo mundano, el rayo desacralizador y otras minucias que ya crían gusanos. Maridada con la rectificación, goteaban de su boca unos “no” muy regulares contra toda bandera, especialmente las que romantizaban el trabajo del artista. La escritura ablandada de pronto por su propio aburrimiento. Salimos todxs de ese encuentro como entramos, sino peor: abúlicxs. Las torres de marfil se desplomaron, las aristocracias espirituales se hicieron de otras argucias. Ya lo sabemos, señora, pero no hagamos del poema el equivalente a una operación matemática, al lavarropas o a comer una banana, del poeta un oficinista amigable; escribamos poemas sobre lo que se nos cante, pero no le quitemos el nervio, el movimiento, la tensión, a lo que hacemos. Queremos magia, queremos el entusiasmo en las cosas. Queremos que nos compartan una actitud, una forma de estar que no adivinábamos. Queremos la brillantina, la fantasía, los trajes de colores, el despiole y el despilfarro, lo gratuito de las luces y de las cruces, los chiches de cotillón, la bijouterie barata, porque es a lo que llegamos, aunque aspiremos a unas camas imposibles. Queremos el signo de esa aspiración, todo lo que hace un reinito, que escenifica una juguetería palaciega, sin importar de qué estén compuestos sus juguetes. Si nos provoca lo mismo leer un poema que la posología de un jarabe para la tos, ¿qué hacemos? ¿No les parece que el mundo ya está demasiado mundanizado, idiotizado en lo corriente, repetido hasta el infinito, obligatorio y caro? Que vuelvan las poetas locales, su rareza legítima. 

 

 

Por Tamara Rutinelli

Foto de John Bulmer