«Que el alma falte a la lengua o la lengua al espíritu, y que esa ruptura trace en las llanuras sentidos como un vasto surco de desesperación y de sangre, he aquí la gran pena que socava no la corteza o el armazón sino la TELA de los cuerpos.» Antonin Artaud, 1926.

 

 

¿Es todo poema testimonial?

A veces no se sabe de qué se da testimonio. Y se insiste, a pesar de ello. Aunque se sepa que dar testimonio es improbable, imposible, en cierta medida impotente.

A veces el poema no sabe que es testimonio. Ni de qué lo es.

¿Es todo poema testimonial?

Esta pregunta parece suponer que Testimonial es un poema.

¿Lo es?

Creo que es irrelevante decidirlo, a no ser que queramos pensar qué es el poema. Esto no es irrelevante, pero sí creo que no me compete contestarlo, decidirlo.

Pienso afirmar, a pesar de la enormidad de la pregunta, que un poema sí es aquello que da testimonio de algo, no en lo que dice, o más bien en lo que escribe, sino en cómo lo escribe. Da testimonio, en su escritura, de lo indecible. Se afana, insistente, en cercar lo indecible. Un poema es cerco e insistencia. Insistencia de la escritura sobre el desierto. Insistencia de la escritura sobre lo irrespirable. Cerco de la escritura en torno a un pozo.

Como señala Henri Meschonnic (Para salir de lo postmoderno p. 163), el sujeto del poema es un sujeto ético: abierto, potencial. Un sujeto que inventa, frente al pozo, el desierto y lo irrespirable, posibilidades de vida. El poema es, en ese sentido, la diagramación de un nuevo campo vital. El poema es sobrevida. Como escribe Nadia Prado: «Escribir es continuar, extenderse más allá de sí. No se trata de seguir en pie ante la muerte sino de seguir en pie ante la vida» (El poema acecha en los intervalos, p. 25). Como escribe Antonin Artaud en «El teatro y la crueldad»: «creemos que en la llamada poesía hay fuerzas vivientes» (p. 88). En ese sentido, el sujeto del poema, por ser ético, es político. Comprometido con la vida, con el devenir, inventa posibles.

Sí, entonces, todo poema es testimonial.

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A ESTA TIERRA» –

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A ESTE TIEMPO»

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A ESTE OLVIDO»

 

Luego cambia de énfasis:

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A MIS HERMANOS»

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A MI PUDRIDERO»

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A MI PATRIA»

 

A pesar del cambio de énfasis, el lugar de la enunciación no varía: si el testimonio apunta a otro, a otra, si busca alcanzar a otro, a otra, lo hace siempre desde el estar solo, sola. Pero estando afuera, fuera-de-sí.

Podemos dar testimonio, pero el testimonio que se da nunca es de lo propio, sino de lo que a todos y todas nos es ajeno porque es lo que nos quiebra, lo que nos abre, lo que nos derrama. Se da testimonio de lo que se vive o se experimenta solo, sola, pero que no por ello es propio. Nunca lo es. Se da testimonio de lo que, desde afuera, nos ha herido adentro, volcándonos hacia afuera. Al dar testimonio, se da testimonio de que no soy, sino se -impersonal, neutro. No «Yo doy testimonio», sino «Se da testimonio». «Se da testimonio en mí».

Leo una cita de Guadalupe Santa Cruz, en Ojo líquido:

«Comuneros, condominios, comités, concentración, consorcios, convenios, condonación, concesión, comodato. Las palabras se diluyen en un tiempo sin tregua, no se explican a sí mismas, se dejan caer.

Yo es se.

Un hombre del Pasaje comenta al podar la parra que así, así como la liana de la flor de la pluma se ha trenzado en torno a la guía de la parra, ciñéndola (o agarrotándola), suprimían lentamente a sus enemigos los indigenas. La palabra no llevaba tilde, ahogaba el sentido de indígenas bajo el vocablo indigentes.

Se me trenzan las letras como titulares nunca vistos en periódicos y quioscos, son letras quedadas en patios traseros, las letras de la queda, de los sucesivos toques de queda. (Aguas hervidas, aguas servidas). Lengua enmarañada que lo lee todo, a ras de los tiempos desplegados, en su irregularidad. Por las páginas en sesgo.

Ese silabario amo, yo es se.» (p. 41)

Testimonio neutro.

Se da testimonio de la pérdida que se ha sufrido, de la miseria, del fracaso, de la ruina a la que se nos ha inducido. Se da testimonio ahora que lo que pensábamos que estaba adentro, por la fuerza del afuera, se ha dejado expuesto, a la vista. Piel rasgada, herida, surco abierto por la fuerza, tan abierto que muestra ahora el adentro.

 

«(…) ¿cómo llenarán ese sitio vacío?

-pregunté-

que alguien me lo explique

-pedí-

o tal vez el hueco que dejo sea la materia prima

que compone el sinsentido

¿dónde fueron a botar mi interior?

-balbuceé-»

El dolor es tal que se impone la ilusión de que eso que se experimenta solo, sola, es propio. Pero el testimonio, en tanto es algo que se da, nos pone en contacto con el otro, con la otra, hace de ese estar solo algo que se sitúa frente a algo y que se da. No porque ese dar vaya a re-componer, a suturar lo rajado, sino porque una vez el tajo hecho, no hay otra posibilidad más que volver y repetir el gesto.

 

«ESTOY SOLO

FRENTE A ESTE MUNDO

(…) no quisiera volver a juntar

los bordes de mi herida

ni tampoco volver al lugar

donde me tragué

unos ojos llenos de terror»

Todo en Testimonial es cuerpo echado afuera, una especie de «cuerpo sin órganos» artausiano que se relaciona, dolorosa pero atrayentemente, con el horror.

 

«¿dónde fueron a botar mi interior?

-balbuceé-

& fui dejando de reconocerme

durante el trayecto

que va desde el silencio

hasta la degradación»

 

«un golpeteo constante en el pecho

abre todas mis cavidades

no es mi corazón

no queda nada en su sitio

me lo han quitado y escondido»

 

Artaud escribía así, saliendo-se de sí (114 líneas de fuego, p. 45):

 

«Artaud

que sabía que no hay espíritu

sino un cuerpo

que se rehace como el engranaje de un cadáver mordido

en la gangrena

del fémur

adentro».

 

Desconocimiento de sí, gestos que ahuyentan el espíritu, sólo cuerpo que se rehace como una máquina dañada, herida en su centro, pero hábil y eficaz en su funcionamiento. El adentro-centro-corazón que se encuentra afuera: «Un CsO está hecho de tal forma que sólo puede ser ocupado, poblado por intensidades. Sólo las intensidades pasan y circulan», escriben Deleuze y Guattari en Mil mesetas (p. 158).

Así escribe también el cuerpo y su relación con los otros, otras, parias, compañeros, compañeras, indigenas sin tilde, como en Santa Cruz. Lo cito:

 

«(…) paredes de una habitación oscura

donde mis ojos son las ventanas

por las que arrojo cuerpos

parias que revientan

entre las grietas del suelo»

 

Las intensidades pasan, atraviesan los ojos, las ventanas. El cuerpo es un umbral por donde los «cuerpos parias» se despeñan y revientan. Cuerpo-umbral, cuerpo-frontera que ya no se reconoce ni se identifica con un Yo, ni tampoco con un Otro. No hay personas. El poema, como testimonio, no se sostiene jamás en una personología. No hay allí psicología.

Hallamos, sin embargo, como en todo testimonio, la marca de una responsabilidad, de un pesado fardo cuya carga se sostiene no en la obligación -es de esperar-, sino en el deseo, aunque se confunda con remordimiento:

«ESTOY SOLO

FRENTE A ESTE OLVIDO

 

sentía los pasos

que a alguien buscaban

como murmullos amordazados

¿a cuántos dejé que se perdieran

en mis ojos

en mi voz?»

 

Pero ¿dejamos que se perdieran? Pienso que la pérdida es la experiencia de quien da testimonio, de quien queda. Y que es precisamente por el gesto testimonial que el olvido, esa pérdida, realmente, no existe. No aquí. A pesar de la oscuridad, o junto a ella, la pregunta, que persiste, ¿DÓNDE ESTÁN?

 

«(ME OBLIGAN A TRAGARME UNA OSCURIDAD TAN GRANDE)

 

MI MIRADA

DICIÉNDOTE

NUNCA OLVIDES

MI NOMBRE»

 

Escribir «Nunca se detuvo el horror» es escribir horror-aún, es postular que el horror es siempre aún. De allí, tal vez, la posibilidad del poema o, como decía Lacan precisamente en 1973, aunque acerca de otra cosa: el horror no cesa de no escribirse.  

 

Por Silvana Vetö

Sobre:

 

 

 

 

Testimonial
Nicolás González Rodríguez
Ediciones Delakostra
2023

62 pp.