“Me pregunto si es volcánica la calma en el rostro humano, cuando sobre pesar titánicos sus rasgos siguen en su sitio

“Nunca he visto ningún volcán.

Pero relatan los viajeros

que esas flemáticas montañas,

de ordinario tan sosegadas,

llevan en sí atroz munición,

llamaradas y humo y pólvora,

desayunando ciudades

y aterrorizando a los hombres.

Me pregunto si es volcánica

la calma en el rostro humano,

cuando sobre pesar titánico

sus rasgos siguen en su sitio.

Si al final la angustia latente

no terminará imponiéndose,

hasta que el vibrante viñedo

en polvo quede sepultado.

Si algún arqueólogo devoto,

la mañana de ascensión,

no proclamará jubiloso:

¡Pompeya, vuelve a las colinas!”

Emily Dickinson, I have never seen “Volcanoes”

 

Siglos después del primer crimen, la pistola sigue humeante. La boca abierta de un ángel que solo podrá gritar y vaciar sus entrañas cuando Dios lance la orden. En las comisuras de ésta boca, trepan dos hormigas devotas de un sueño delicioso. Raul Ruiz escribió: “Son ángeles que cumplen tareas infernales bajo el mandato directo de Dios” y yo quiero imaginar que él imaginaba a los volcanes.

Katia y Maurice Krafft, movidos violenta y tumultuosamente en el corazón por el amor y devoción dedicaron su vida a instalarse en relación de vecindad con volcanes flemáticos que sudaban ríos de lava centelleantes y sangrantes. En aquellas montañas con figuras deformes y monstruosas, sin pies ni cabeza, a fuerza de tener demasiados pies y demasiadas cabezas que prometen soltarse y arrasar, los vulcanólogos franceses observan con intensidad pero en sigilo el espejo silencioso que encarna El Volcán. “Porque no hay nada que el amor no engulla” Escribiría Hadewijch de Amberes sobre la figura de Dios y la devoción hacia él. La devoción y curiosidad mística de Katia y Maurice por los insulares volcanes tenía sellado como movimiento imposible la deseada convivencia y entendimiento con ellos, pero esto nunca detuvo la inflamación de deseo de ver a Dios cara a cara, escondido en la quietud, en la soledad volcánica.

La pareja francesa franquea la naturaleza insular del volcán en busca del dragón. Aún con pleno conocimiento de la artillería que lleva dentro, poco a poco los vemos trepar piedras como evadiendo a los guardianes de un castillo; en algunas imágenes primeras parece no ocurrir nada, como consecuencia del velo de las imágenes caseras registrando su estudio detenido, observación y meditación en los volcanes los consideramos engañados pero para ellos no es ajena la sombra mortífera que se desprende de aquel resplandor. Ellos conocen en El volcán un revés de lo desértico, de la pura superficie; tras la máscara reina el desorden, el apeiron. Aunque allí todo emane vida, en las figuras y sustancias iluminadas reside una erótica de las tinieblas, un oscuro vaticinio y enredo con lo tanático.

Sara Dosa, levanta Fire of Love (2022) desde el material que Katia y Maurice filmaron de su trabajo cuerpo a cuerpo con los volcanes. El mismo material del que Herzog echa mano el mismo año para construir The Fire Within (2022). En una oportunidad semántica, los nombres de cada documental se arriesgan a dar cuenta del espíritu que los moviliza. Mientras que Dosa inaugura el poder ilusionante de un sueño, una renovación del abrazo al mundo; Herzog interpreta en esta escapatoria a un sueño, una buena puerta hacia la pesadilla. Ursula Le Guin escribiría: “Cada utopía contiene una distopía, cada distopía contiene una utopía”. Mientras Fire of love enlaza el potencial creativo de esta historia de amor y pasión permitiendo que el resplandor de las imágenes, el recreo visual y la alegría musical, la latencia sea comprimida para expulsar la conmoción y milagro que los Krafft encarnaban. The Fire Within se mueve en una sustancia opaca y viscosa, dónde la escucha y la mirada están bajo estado de contemplación y de duelo prematuro.

En La Soufrière, 46 años atrás Herzog y dos de sus camarógrafos arribaron a Base-Terre, extremo sur de la isla de Guadalupe en Francia. En un paisaje fantasmagórico y espectral, se encuentran con una roca gigante inflamada que afortunadamente aún permanece inmóvil, multitud de animales errantes; burros, gatos y perros merodean incomprensiva y arbitrariamente las calles y casas. No vemos hombres, mujeres o niños; sin embargo, al séquito animal se ha unido un humano. Allí, abandonados al orden de lo inesperado van en búsqueda de un campesino que según testimonios en una especie de estado animal se entrega a la deslealtad a cualquier miedo humano ante el inminente desastre de un volcán a punto de hacer erupción y engullir todo a su paso. Acostado en el parque del pueblo lo encuentran haciendo la siesta y observando a la gente abandonar sus casas en frenético miedo. En él hay algo húmedo y vivo, un núcleo que lo niega a moverse, sin embargo, el hombre es oscuro para nosotros. En el instante de la desesperación que es instante divino, el hombre no niega haberse visto en su imaginación perecer y caer al estómago de la muerte, sin embargo, canta en estado de gracia y emprende una huida hacia adentro, hacia una armadura en el interior.

Herzog nos habla mientras sobrevuela la isla de Guadalupe: “Tengo la impresión de que estas son las últimas imágenes tomadas de este pueblo.” Con un pesar precoz, Herzog predice y reconoce en el volcán una violencia sin crueldad ni saña. Mientras tanto, el campesino se deja envolver de la parálisis y decide adelantarse al misterio. El campesino mudo va adentrándose en el territorio imaginario de la muerte en un estado de levedad. El instante de la inminencia lo ha dejado en quietud y en tranquila espera.

Dosa y Herzog invierten la mirada decididamente sobre dos superficies distintas de la cuerda tensa en la que Katia y Maurice caminan: el resplandor y la quemadura. Para Dosa la decisión estética y erótica es ir hasta el límite del gran sueño en un movimiento vivo, la muerte como trampa a traspasar. Herzog decide quedarse un poco más en el horror del grito de violenta belleza de cada episodio volcánico. Dosa ha logrado apasionar con el movimiento vivo; Herzog se ha quedado a ver el colapso de dicho movimiento; se guarda en silencio, en letargo y latencia ante la herida que ha dejado el volcán.

Ambos hallan la presencia de Eros inflamando de movimiento el interior a los vulcanólogos enamorados hacia la punta de las montañas. La misma autoridad los supo mantener meditativos y sosegada su mirada al esperar que el volcán hiciera el siguiente movimiento. La misma autoridad inflamó la garganta del campesino de músicas y canciones mientras esperaba acostado su revuelta muerte. También reconocen en ello la autoridad tanática con la que el interior de la tierra escupido apaga y cubre territorios enteros, sorprende despiadadamente y deja solamente la masa deforme de todo lo que existe. Quietud y movimiento, ambos, síntomas y flechazos hacia la vida. La contradicción entre una y otra no es una falla en el sentido, al contrario, abre el sentido mismo. La activación de toda vida de manera irrefrenable se tornará en movimiento que busca la muerte, como cualquier conmoción que avanza en el tiempo sin freno hacia la desaparición; toda fuerza erótica es síntoma de un abrigo tanático que espera inamovible.

Al filmarse, quizá sin darse cuenta complicaron los límites entre lo humano y lo no humano, cineasta y sujeto. Tejieron preguntas que permanecen esquivas sobre el éxtasis y la resaca de lo que contenía el resplandor de un volcán y su inevitable quemadura. Ambos documentales han llenado sin quererlo o saberlo, todos los espacios del éxtasis volcánico. Se han entrelazado en lo más interior y oscuro de su sentido. Sara Dosa ha ido al fondo y material primario del amor, la creación y la diversión. Herzog ha tocado la espalda de Doso: la imagen de la ruina y el estrago. El puente entre ellas es indefinible y caprichoso, el tránsito entre una y otra podría asemejarse a la imagen siniestra del flujo piroclástico, aquella que se viene encima como un ladrón que entra a hurtadillas o como la fibra de poliéster dentro de un muñeco de peluche siendo rasgada y escupida.

 

Por Natalia Peralta