Belo Horizonte, Brasil, 25 de junio de 2023
L.,
leí tu carta ni bien me llegó. La disfruté con el entusiasmo del sanjuanino por las palabras de los demás. Mientras terminaba los párrafos, me sentía un poco como la Macabéa de La hora de la estrella de Clarice Lispector, viviendo pequeñas explosiones al leerte. Y ahora confieso que se me hace una tarea casi imposible contestar. Por la cantidad de ideas fuertes que propones a partir de las películas de Lucía, por las referencias que se me escapan, pero también por tu manejo de la lengua. Envidio tu capacidad de jugar con las palabras de tu idioma, como cuando hablás de los subtítulos (explosión). Pero ya sé que tenés abuela, así que me guardo los elogios que tenía e intento decirte algo desde la distancia, también para no aburrir a nuestros futuros posibles lectores (ya me empiezo a preguntar si habrá alguno algún día).
Anduve pensando mucho en tu interpretación del trabajo textual en las películas de Lucía. No tendría nada que agregar a un análisis tan agudo, pero quizás sí me gustaría pensar un poco más sobre esa voz que nos habla a través de los textos en la pantalla, porque me parece que aún hay tela para cortar. Me gustaría pensar ese yo lírico que se esboza ahí, y que tiene consecuencias, para nuestro lugar de espectadores y para toda la estructura de las películas. Y empiezo por una pregunta muy sencilla: ¿dónde está esta que habla? Por momentos, pareciera que está anclada en la isla de edición (siempre me gustó esa expresión, que se monte una película desde una isla, como quien mete una carta en una botella y la lanza al mar), frente a las imágenes, en el proceso mismo de montaje, como en el ejemplo que trajiste de los colectivos que tocan la piel de la mujer. En esos momentos es como si fuera la voz de alguien que estuviera componiendo la película mientras la vemos nosotros, y pudiéramos compartir con ella la alegría de encontrar un detalle en las imágenes que solo el proceso mismo del montaje pudo revelar.
Esa voz que nos habla en la pantalla (me niego a asignarla a una subjetividad bien demarcada y que exista como persona física fuera de las películas; no estoy seguro de que sea simplemente la voz de la directora todo el tiempo) me hace pensar en Vaga Carne, un monólogo de la gran Grace Passô (la más importante artista brasileña viva, diría yo para rimar con tus hipérboles), que primero fue obra de teatro, después mediometraje codirigido con Ricardo Alves Jr. En la obra, la protagonista es una voz. Una voz voraz que entra por las materias –los objetos cotidianos, el café, el azúcar, los cuerpos de las personas– y nos cuenta de sus aventuras por dentro de las cosas. La voz que nos habla en las películas de Lucía quizás sea un poco así: atrevidísima, se entromete entre las imágenes, las impregna, hasta volverse inseparable de lo que vemos. Tan inseparable que por momentos me dan ganas de arriesgar una hipótesis: ¿y si todo lo que vemos estuviera dentro de esa que nos habla? ¿Y si el complejo de tenis, los colectivos, Luján-mujer y Luján-ciudad, las avenidas de La Plata no fueran más que una proyección de ese yo lírico que nos pide que miremos por favor? Incluso cuando la voz deja de aparecer por un rato largo, cada escena le pertenece y está impregnada de ella en nuestra experiencia. Casi que solo con poner unos textos en la pantalla, las películas encuentran una solución que al expresionismo alemán le costó la invención de todo un arsenal de formas visuales para exhalar la subjetividad por la arquitectura, las calles, el mundo. Acá, pareciera que todo lo que vemos en esas películas está a la vez allá afuera en el mundo concreto, y acá adentro de la subjetividad de esta voz.
Aclaro una cosa: no estoy tratando de resucitar un autorismo absolutista que concibe al autor como demiurgo responsable de todos los elementos de un film y capaz de expresarse autónomamente por todos lados. Tampoco me interesa un análisis demasiado subjetivista, que ya sé que te molesta mucho a vos también. Para alejarnos del autorismo excesivo y del biografismo, bastaría decir que, en el caso de Lucía, esas películas no se harían sin ese conjunto extraordinario de actores-creadores, ni sin el frescor de la improvisación, ni sin estas calles y establecimientos, ni sin este camión estacionado de una manera tan rara. Pero también es verdad que su cine pone un duro desafío a nosotros, combatientes de las trincheras contra el yoísmo (me encanta esta palabra que me enseñaste, y que no hay equivalente en portugués). ¿O no? ¿Cómo hablar de este cine personal al extremo, sin caer en las armadillas del yoísmo? Te dejo esa pregunta para que me ayudes a pensarlo. Pero por el momento, lo que estoy tratando de señalar acá es la creación de un dispositivo ficcional, la voz que se expresa en los textos, que actúa como intermediaria adentro de las películas y nos instala en una relación particularísima con las imágenes y los sonidos.
Digo la voz, pero si nos acordamos bien, quizás deberían ser las voces. Volví a ver Smog y la cosa se pone más complicada. La primera película empieza con un poema firmado por selena prat (que más tarde en la tetralogía aparecerá como un personaje interpretado por Lucía Seles), y el segundo texto que aparece en pantalla es un “buenas tardes / mi nombre es sergio correas”, y quien habla es el sanjuanino. Más adelante, habrá momentos en los que quien habla es Marta: mientras la vemos sola en la pantalla, la voz nos dice “soi tenista” y nos cuenta del padre. En otros momentos, la voz actúa como una narradora omnisciente, por ejemplo, cuando da su opinión sobre el incidente entre Marta y Magu, o cuando nos cuenta algo que va a suceder más adelante. Hacia el final, asume la perspectiva concreta de la directora, cuando nos dice “mi nueva video” refiriéndose a saturdays disorders y prometiendo cosas que pasarán con los personajes en la película siguiente.Es desafiadora esa polifonía, porque si bien técnicamente serían varias voces, pertenecientes a varios personajes y varias narradoras, la manera de escribir es la misma siempre, con las expresiones en inglés, la agramaticalidad (gracias por enseñarme una palabra más), y sobre todo un mismo tono, lleno de características que continuarán hasta después de la tetralogía, en Urgency. Me hace acordar a Clarice nuevamente, en La hora de la estrella: ella crea un doble que es escritor, Rodrigo S. M., para narrar la historia de Macabea con su propia voz adentro del libro, pero nosotros que leímos otras narradoras de Clarice (no sabés el orgullo patriótico que me da saber que vos sabés de lo que estoy hablando) reconocemos al toque los rasgos de un mismo estilo. Ese estilo es una ficción más, claro, pero me interesa esa ambigüedad.
En Lucía Seles también, la escritura está impregnada de una subjetividad que se expresa en cada elección de vocabulario o de forma de escribir. Pero a la vez, esa subjetividad se esparce por los personajes, o también podríamos pensar al revés: toma prestados de los personajes algunos de sus rasgos más destacables. Del sanjuanino, el gusto por narrar todo y por parafrasear lo que dice el otro; de Manuel, las expresiones en inglés mezcladas al castellano; del contador, las metáforas misteriosas; de Luján, su visión romántica y su respeto inmenso por personas y cosas muy específicas; de Marta, su marginalidad, su autoconfianza y su altivez (cuando selena prat dice “x mi auto-disciplina / es lo best / del universo”, ¿no suena como la tenista?). Me gustaría mucho saber lo que pensás de esto, porque vos tenés una atención rara a los rasgos individuales de cada personaje en las películas. Para mí, de cierta manera, es como si la voz estuviese compuesta de pedazos de cada personaje. O al revés: como si la voz (como en Vaga Carne) entrara a los cuerpos de estos personajes y hablara por ellos. O como si cada personaje fuera un heterónimo de esta voz.
Por eso es que todo me parece tan indivisible y absolutamente orgánico. La voz impregna las imágenes y las imágenes impregnan la voz en un juego de contaminaciones que es como una puesta en abismo o como un virus incontrolable. Casi puedo escuchar a la voz cantando con Rosario Bléfari (otro de los regalos que te agradeceré por toda la vida), diciendo “[tengo] un lobo suelto dentro de mis pensamientos”. Ese lobo (¿la voz? ¿el afecto? ¿la obsesión? ¿el cine?) está por todos lados, rondando elegante –o salvaje– todas las ideas y todas las imágenes, indomable y sin collar. En un momento de Smog, Marta pregunta a Manuel: “¿vos hablás de vos o del establecimiento?” Nosotros, como espectadores, también hacemos esa misma pregunta a la voz: estimada voz, ¿hablás de vos o de los establecimientos? Pero quizás esa pregunta no quepa en esa filmografía. Sigo pensando que hay algo en la relación figura-fondo que está dado vuelta acá. Por momentos siento que el mundo entero es un heterónimo de esta voz.
Tenés toda la razón sobre lo que dijiste de la fragilidad de los personajes. Yo estaba equivocado. Pero dijiste también algo que me gustaría pelear un poco: “en los primeros planos o medios de los personajes, aquello que no es cuerpo aparece blureado, sombreado, inadmisible, fuera de foco”. Yo no estoy seguro de que sea así. No veo esa división tan marcada entre cuerpo y mundo. En Smog, hay varios momentos en los que incluso los cuerpos aparecen fuera de foco. Otros en los que la nitidez es total. Y hay un momento en el que vemos las flores en la ventana del contador, y la voz nos habla de su belleza. La atención está toda concentrada en estas flores, pero ellas están fuera de foco. En Lucía Seles, me parece necesario dinamitar la relación de equivalencia entre nitidez e importancia, o entre foco y atención. No me parece que haya un rigor separatista o una intención precisamente demarcada en el uso del foco en sus películas. Hay algo de azaroso, mutante e irregular en este trabajo de cámara, que es incluso parte de lo que mantiene tan frescas a estas películas. En Brasil, cuando un film tiene un uso variable e intermitente del foco, se dice que tiene “foco doce” (foco dulce). ¿Así también se dice en Argentina? Sea como sea, me parece hermoso que en películas en donde la dulzura tiene tanto valor, el foco sea tan irregular, borroso, blureado… dulce.
Todo está borroneado en Lucía Seles. Y por esto a tu pregunta sobre la prosa o la poesía de la voz, yo contestaría que lo bello es justamente esto: hace poemas como narradora y narra como poeta. Se interesa por los establecimientos más banales a la vez que solo se interesa por sí misma. Ese estado de indeterminación permanente es justo lo que tiene de más precioso.
Antes que me olvide, tu historia del melodrama es lo más (explosión). No podría agregar nada a este punto. Pero no te robé a vos la palabra trunco, ¿eh? La robé de Leonardo Favio, alguien que –como Lucía en sus películas, como vos en tu análisis– entendió perfectamente el valor del melodrama latinoamericano y supo que la mejor manera de rendir homenaje a un género es dándole vuelta completa. Quizás la tetralogía pudiera llamarse Este es el romance del Sergio y la Luján, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… ¿No te parece?
Estoy pensando ahora en tu párrafo sobre el uso particular de la lengua en Seles (explosión) y tu comparación con mi uso del español. Por una parte, no sabés cómo me encantaría poder escribir en tu lengua con la fluidez y el rigor de un hispanohablante nativo, y por eso me da mucha pena no lograrlo nunca. Pero por otra parte valoro muchísimo lo que dijiste sobre el valor de ser extranjero en una lengua. Cuando mencionaste a Kafka, me acordé al toque del famoso concepto de literatura menor de Deleuze y Guattari, que parte justamente del hecho de que Kafka era un judío checo escribiendo en alemán para concebir esa otra literatura, que ejerce su fuerza de minoría en la lengua dominante, y que se constituye por la “desterritorialización”. El hecho de que la voz en Lucía Seles se manifieste en inglés a veces, pero diga “cryng” y no “crying”, o “too many” en lugar de “too much”, no me parece un detalle menor. Porque está desterrada en ambas lenguas es que puede reinventar –o reventar– las dos. Este Spanglish deliciosamente roto es a la vez un ataque sutil a las dos lenguas imperialistas y la invención de una nueva.
El valor de “hablar mal” un idioma también me hace pensar en el valor de no hablar un idioma. Vos decís siempre que el portugués te suena como si fuera una lengua de niños. Te conté que el otro día un amigo de acá dijo lo mismo sobre cómo suena para él el español. Yo (quizás porque hablo más o menos los dos) no tengo esa sensación, pero sí con el gallego. Cuando estuve en Galicia no podía dejar de sonreír todo el tiempo frente a este idioma raro e infantil a mis oídos. Podríamos pensar ese fenómeno con la ayuda de un poema (“Língua”) de mi poeta contemporánea favorita, Ana Martins Marques, que es algo así como una poeta nacional (como se dice de José Hernández) para mi pequeña nación Belo Horizonte. Cometo el delito de traducirte un fragmento:
es una alegría haber lenguas
que no entiendo
de ellas han sido barridos
los recuerdos todos
en ellas el sentido pasa entre las palabras
como la luz entre las plantas
en ellas es siempre infancia:
mar madre mañana
Esa infancia de las lenguas extranjeras para nosotros es algo hermoso, y quizás sea esa capacidad macabeana de asombro frente a las cosas –que es la definición misma de la sensibilidad infantil, y por eso Brakhage se basa en la mirada de los niños para dinamitar la visión hegemónica en el cine– lo que nos conmueve tanto en Seles. Por no hablar inglés (como se hizo notar en la escena que te conté de Berlín) es que ella puede aún asombrarse frente a la lengua imperialista y darla vuelta. Por conocer demasiado las gramáticas hegemónicas del cine (o quizás por no conocerlas) es que puede reinventarlo (o reventarlo). Ana: “escribir poemas: no contentarse con las lenguas que se sabe / ni siquiera con las que hay”. Pequeño teorema salvaje sobre Lucía Seles: hacer cine: no contentarse con las gramáticas que se sabe (ni siquiera con las que hay).
Cuando Édouard Glissant (filósofo negro, caribeño) escribe un elogio sorprendente sobre William Faulkner (escritor blanco, granjero estadounidense) en Faulkner, Missisipi, está escribiendo a partir de su lectura de las versiones de Faulkner en francés. Y esto le permite prestar más atención a las estructuras, al ritmo, a la musicalidad propia de la escritura de Faulkner. Cuando no conocemos una lengua –puede decírselo también de una gramática cinematográfica– sus cualidades musicales saltan a los oídos. Por eso es que Rolf de Heer no tiene miedo de afirmar la fuerza de las películas de Lucía, aunque no entienda casi nada de ellas. Por eso es que me da tanta pena que Ulrike Ottinger y Tom McCarthy no reconozcan la autonomía fulgurante de ellas. Aún hablando sobre las lenguas extranjeras que desconoce, Ana escribe: “en ellas las palabras de amor / todavía crepitan / como madera nueva”. Y en la estrofa siguiente: “camino en las calles entre la gente / que canta (me parece que canta) / en esta lengua que no entiendo”. No es por casualidad que una estrofa nos hable de la novedad y la siguiente de la música. Lo nuevo suena siempre como música a nuestros oídos, y por eso es que las películas de Lucía nos dan ganas de bailar.
Me acordé ahora de un meme que era una foto de Kali Uchis arriba de una moto en Río, con una camiseta de Brasil y una bolsa que decía: “portuñol es la língua del futuro”. Ojalá una aprendiz brasileña de Lucía Seles un día de estos haga una película en portuñol. Esa frase aparentemente apócrifa –según Google la autoría oscila entre el poeta Douglas Diegues, un líder indígena y Hugo Chávez (!)–, quizás una utopía colectiva, me sirve muchísimo para justificar mi castellano roto. También para soñar con un momento en el que quizás podamos escribirnos cartas en una lengua intermediaria, o con un día en el que yo no necesite más cometer el crimen de traducir poemas para vos y nuestros lectores imaginarios.
Estuve pensando en este nuestro intercambio a la distancia, en ese ejercicio de correspondencia entre dos a partir de la obra de una tercera, en el que hay tantos vaivenes entre la Provincia de Buenos Aires y Minas Gerais, entre el cine y la literatura, entre lo que es de uno y lo que es de otro, entre tus referencias y las mías, entre tu lengua y la mía. Y pensé en el librito de Ana en colaboración con Eduardo Jorge, en el que ellos intercambian poemas mientras él está de viaje y ella está viviendo en el departamento de él. En la solapa del libro (acá decimos la orelha –oreja– del libro, y ya sé que esto te va a encantar), otro poeta local increíble, Ricardo Aleixo, dice: “que una casa hecha de palabras nos lance al desabrigo que es sabernos extranjeros, aunque si el lugar por donde andamos nos es vagamente familiar”. Como vos decís –y concuerdo– Lucía tiene esa capacidad rara de ser extranjera frente a lo que le es absolutamente familiar. Y por eso se puede emocionar tanto con una peluquería o una casa de impresiones.
El libro de Glissant tiene un método hermoso: él viaja hacia el condado donde vivía Faulkner en Mississipi y escribe a partir de la experiencia de este viaje, buscando proponer una relación nueva entre territorialidad y escritura. Sobre ser extranjero en una lengua, sobre familiaridad y distancia, pienso también en lo molesto que era para mí leer en ciertos análisis de académicos de São Paulo que decían que el lenguaje de Guimarães Rosa (mi escritor favorito en el mundo) estaba colmado de neologismos. Yo pensaba, acordándome de las tardes de la adolescencia leyendo sus novelas: solo escriben esto porque no son de acá (mi pueblo natal, Papagaios, queda a una hora de Cordisburgo, donde vivió y escribió él). Hay invenciones en Guimarães Rosa, claro, pero no en la proporción que esta fortuna crítica desinformada se imagina. El idioma de sus novelas no está compuesto mayoritariamente de neologismos, sino de todo un fabuloso conjunto de palabras no diccionarizadas que se usan solamente en esta región, y que son hermosas en sí mismas, pero necesitaban de un escritor para reconocer su belleza y hacerlas fulgurar como lenguaje en una novela. Cuando leí ese punto de tu carta, yo estaba en el pueblo, y me acordé de la alegría que encuentro ahora en las tardes con la gente de mi familia, que me aburrían inmenso en la adolescencia, pero que ahora, de grande, son una clase de lingüística o un recital de poesía. Te cuento un solo ejemplo: el otro día mi mamá me estaba contando de sus amigos de infancia de la Rua da Palha, un barrio mayoritariamente negro del pueblo, que históricamente fue habitado por cuatro familias. En esas familias, cada persona es conocida por el apodo del patriarca (no por su apellido). Por ejemplo: en la familia de Alvino Petrina (miren por favor la hermosura de este nombre), que es Petrina por apodo, la hija es conocida como Maria Petrina, la nieta como Bárbara Petrina, pero nadie tiene ese apellido en el documento. Las cuatro familias tienen los siguientes apodos-apellidos: Petrina, Paredão, Parada y Parrudo. ¿Es esto una coincidencia o un poema? Quizás la poesía sea una cuestión de justa distancia: porque no estamos ni demasiado lejos (como los académicos paulistas) ni demasiado cerca (como nosotros en nuestro cotidiano), es que podemos encontrar los poemas en la calle o en la boca de nuestros parientes. Quizás sea por habitar una distancia precisa frente al cine y frente a la lengua es que Lucía puede ser la poeta que es.
Ya sabés que me parece un despropósito que digas que “no sos de cine”, si has visto tantas cosas y tenés una madurez y un estilo tan personal al analizar una película, pero si te creo por un momento, quizás sea también por ser extranjera al cine que tenés una mirada tan fresca y diferente para hablar de cine. Actualmente, mi texto favorito sobre cine en portugués es el ensayo de Gilda de Mello e Souza sobre Fred Astaire, y siento que es justamente por “no ser de cine” que ella escribe tan maravillosamente de cine.
Por acá me despido, estimada L., entre palabras e infancias, entre recuerdos de tu provincia a través de Lucía, esperando una vez más tu próxima carta (que debe ser la última), pero con ganas de que esta fuera una conversación infinita. Te dejo un poemita más de Ana (de esta vez sin traducción) porque sí:
Duas pessoas dançando
a mesma música
em dias diferentes
formam um par?
V.
Buenos Aires, Argentina, 27 de junio de 2023
V.,
me siento a escribirte la respuesta a tu carta con sentimientos encontrados. Por los límites del mundo, decidimos que esta carta va a ser la última. A esta altura del partido, vos, yo y nuestros lectores (si acaso los haya) nos habremos dado cuenta que las preguntas a partir de la obra de Lucía son infinitas y que en este caso particular, no serán interlocuteadas escrituralmente, sino que ya formarán parte del más maravilloso género de discusión: la conversación de un bar. Pero en fin, mi tarea en esta carta un poco es moderarme, y al mismo tiempo darle un cierre digno a este intercambio magnánimo. Otra vez me encuentro más cerca del oficio de escribir, veremos si tengo razón y la noche me permite acercarme mejor a esos objetivos. La página en blanco, sobre todo cuando se siente amenazada por una anterioridad como la de tu escrita, es más peligrosa que nunca. Me acuerdo de una escena de Bojack Horseman (sí, seguiré militando para que te intereses por la animación), en la que el personaje de Diane Nguyen, mi preferido personal, le dice a su terapeuta “I’m not always good at using words to describe emotions”, y ella le responde con una pregunta retórica: “Aren’t you a writer?”. Con esa contradicción de Diane, que es uno de esos personajes que uno cree que fueron escritos pura y exclusivamente para una, emprendo la difícil tarea de devolverte plasmados en este formato epistolar uno o dos de mis pensamientos a partir de los tuyos.
Me divierte inmensamente (ya estamos abusando del chiste) que hayas decidido que las incógnitas sobre Lucía que eran dignas de respuesta sean las que tienen que ver con lo textual en sus películas. De manera más superficial siento alivio, porque es un campo de análisis en el que me desenvuelvo más cómoda, pero si indago rápidamente me doy cuenta que se nos presenta un desafío: ¿cómo analizar voz en las películas, cuando, como dijimos ambos, no se trata de una voz autoral posible de rastrear en aquello que es completamente del orden de lo fílmico, sino que se cifra donde imagen y texto se hacen indivisibles? En ese sentido me encantaría traer a la mesa cuál es la etimología de la palabra texto, textum (participio de texo, del verbo texere), que significa ‘tejido”. Esto es algo harto citado (ese chiste sí es más nuevo), pero es un horizonte que siempre me sirve para pensar, burdamente, nada más y nada menos que las palabras: como enlace, como conjunción, como entramado. Muy pertinente a lo que estamos haciendo acá también.
Siempre me acuerdo de la anécdota de un profesor que tuve, de esos formativos pero en serio, que decía que “de chico quería ser detective. Estudiar crítica literaria fue lo más cercano que encontré”. Y quizás resolver un misterio en un texto sea buscar las pistas en otro(s) texto(s). Aunque hayas traído La hora de la estrella, en principio, para elogiarme tan afectuosamente a través de las explosiones frente a lo desconocido, el libro todo y aún más el complejo personaje de Macabea es ideal para pensar varios aspectos del cine de Lucía. Porque la novela de Lispector es un autorretrato, un espejo que se clona y encoge como una mamushka y simultáneamente, una radiografía del proceso de creación, explicitado en la incorporación de Rodrigo SM, el narrador, que inventa, literalmente, a Macabea, su vida, su historia, y su ficción, que nace y muere con la novela. Jugando contradictoriamente a ser Dios, Rodrigo inventa a Macabea intentando alejarse lo más posible de su imagen y semejanza, eligiendo como el intelectual grandísimo que él se cree que es, inventar a un otro, nordestino, tonto e incompleto, dialogando con una tradición de la novela realista de la literatura brasileña que supongo que conocerás personalmente mejor que yo (no es mi intención hacerte brasilerosplaining). Pero a pesar de su acorazado intento, a medida que transcurra la trama se dará cuenta de que en su gesto vive esa maravillosa frase de que lo que Juan dice de Pedro habla más de Juan que de Pedro. La novela no es más (y para nada es poco) que la ilusión de la creación literaria, harta temática que novelas como Niebla de Miguel de Unamuno o el mismo Quijote han sabido demostrar.
Por eso creo que la respuesta a tu pregunta acerca de cómo liberarnos del yoísmo es, aunque sea oximorónica, más yoísmo. Y antes de que me tires con de todo por ser demasiado críptica, me explico. ¿Te acordás de la maravillosa dedicatoria que tiene la novela? Al título de “Dedicatoria del autor”, nada extraño aunque plausible de detenernos en que esté reafirmado el autor y no simplemente su condición de dedicatoria, se le agrega una firma y un estado de la cuestión, entre paréntesis: “(En verdad, Clarice Lispector)”. Glamourosa como siempre, Clarice inventa sus propias reglas. Normalmente (aunque la literatura en serio no conoce de normas, y si las conoce es para destruirlas), las dedicatorias, como los epígrafes, los títulos y los subtítulos, están bajo esa maravillosa palabra que es paratexto: aquello que rodea o acompaña el texto. Pero el texto como tal, en este caso, ya ha empezado, y la dedicatoria firmada mentirosamente flexiona en género masculino. Un lector atento sospecha rápidamente que no es Clarice, que es otro, que se trata en realidad de Rodrigo, o que el juego de la creación ficcional ya empezó. Desde el inicio, se quiebra cualquier ilusión y se nos propone un juego de identidades intercambiables entre los tres, un triángulo entre autor y escritor (Clarice), escritor y narrador (Rodrigo) y el objeto, el personaje, la materia misma (Macabea). Pero además se nos pregunta, ¿puede un autor ser invisible? Pues sí y no, afirma Clarice: se está presente, porque el juego de la creación literaria en sí misma lo incluye, pero no haremos más que intentarlo, porque esa es la única alternativa.
Hay algo de ese juego de espejos que reminiscencia mucho a lo que mencionabas en tu carta de cómo el lenguaje de Lucía puebla a los demás personajes, o en realidad todavía mejor; cómo ella como autora desperdiga los rasgos de su lenguaje en cada uno de los personajes, de manera particular y única con cada uno de ellos, pero también cómo se contagia de ellos, cómo la forman a ella como autora y construyen su estilo. No importará en absoluto si intentamos desentrañar de si se trata de Lucía en carne y hueso; la existencia misma de un autor propone que ella se encuentre presente, aún de manera invisible. La voz, en este caso, aquella narradora omnisciente, no organiza las voces, se alimenta de ellas y es incluida en la polifonía, y sale, también, a la manera de Lispector, como vos bien decías, en casos como en el que nos adelanta Saturdays disorders, su próxima video. Creo que en ese tono, en esas marcas tan propias del a caballo entre el inglés y el español, las faltas (aunque no faltan, suman) de ortografía, la agramaticalidad, está el mismo gesto de Lispector: yo soy ellos y ellos son yo. Somos indivisibles y por eso, fingimos que desvelamos un sentido inexistente. Y en la dedicatoria, Clarice o Rodrigo, nos dedica este libro a nosotros, o a yo: “Ese yo que son ustedes pues no aguanto ser solamente yo, necesito de los otros para mantenerme de pie, tan tonto que soy, yo enrevesado, en fin, qué es lo que hay que hacer si no meditar para caer en aquel vacío pleno que sólo se alcanza con la meditación”. Vacío pleno de la tarea ardua de la representación, que solo es posible con la verdadera meditación: la escritura.
Te agradezco ese elogio-insulto de que yo tengo una “atención rara” a los rasgos individuales de los personajes, y lo voy a poner a prueba. Saturday disorders, la segunda parte de la tetralogía, abandona bastante el humor de Smog y propone un tono más dramático basado en el desencuentro (muy melodramáticamente). Parte de esto es que Luján decide hacer el camino del vía crucis por las iglesias de Luján, sola, sorprendiendo a todos los demás pero sobre todo a sus dos festejantes (me encanta esa palabra), tanto Emanuel como El sanjuanino. Para la frágil Luján, el viaje es una sorpresa para quienes la conocen, pero una reafirmación a sus propias convicciones. Mientras pasea por la ciudad, mientras pregunta por otras basílicas y capillas para emular el gesto que iba a ser hecho con los otros, se reafirma a través de la ciudad que convenientemente, lleva su nombre. Los establecimientos en los que se detiene la imagen tienen carteles, donde se lee “Parque de diversiones Luján”, “EMERGENCIA LUJÁN”, que comparten el plano con el rostro de Luján, nuestra Luján. Estos espacios dan cuenta del territorio, claro, pero también hablan de ella, y de lo costosa que es esa travesía “sola sin nadie”, aunque constantemente se apoye en el intercambio de audios con sus pretendientes a la distancia. Los planos de ella caminando, buscando, se nos presentan angustiantes, podemos sentir a través del lente que quizás lo que se propuso no será fácil. ¿Encontrará alguna otra iglesia? ¿Llegará a su destino? ¿Podrá hacerlo sola? Nos preocupamos muchísimo por ella desde su espalda, de costado, desde todos los ángulos posibles, mientras pregunta, manda un audio, se desespera. Porque lo que está buscando es desconocido, “unknown” dice la voz, y nos pide por favor que detectemos la diferencia entre “un via-crucis unknown// y un via-crucis famoso”, como la Basílica de Luján, que se nos muestra imponente apenas se terminan de pronunciar estas palabras. Aunque se encuentre detrás de las mesas y sillas de plástico de un bar puestas en la calle, el edificio de la basílica es inconfundible, reconocible como los edificios famosos que supimos construir. Pero la que ella está buscando es cualquier otra, que no sabe cuál es: ahí radica su belleza y también, la dificultad de la tarea de la creación artística.
Es muy interesante que los planos de la búsqueda de Luján en Luján estén intercalados con la escena del torneo de tenis, donde uno de los dos contrincantes es Lucía Seles, interpretando un papel que responde al nombre de Selena, así sin más, sin apellido. En cámara lenta, Selena disputa el partido contra un, hasta ahora para nosotros, desconocido de los personajes que integran el complejo de tenis, un admirador del padre de Marta (que era tenista y dejó de serlo). El contexto del juego hace muy reconocible la cuestión de enfrentamiento, de competencia, pero también de desafío. Y que lo juegue Lucía no es en absoluto una casualidad, como tampoco lo es que sea contra un desconocido. ¿Podremos nosotros, espectadores, reconocer a la directora en esa actriz? ¿Qué juego se está jugando? ¿Un inocente partido de tenis entre los personajes de una película, o un duelo entre autor y espectadores, entre autor y sus personajes, entre la posibilidad de obtener el éxito, que quién sabe cuál será o qué representa, entre esos dos contrincantes especialísimos? ¿Qué tanto de ese desafío se coordina a través del montaje con el desafío de Luján, la búsqueda por lo desconocido y la creación artística?
No sé si lo notaste, pero la conexión que ancla el personaje de Selena a la trama de Saturday disorders es una muy especial: es la hijastra de Marta, la tenista. Si un autor es padre de sus personajes, si sus creaciones son sus hijos, Lucía Seles es, en este caso, la hija falsa de sus propias invenciones. La información del parentesco se nos es revelada a regañadientes; Marta la escupe, sin ganas de que los otros lo sepan, de que su ¿madrastra? esté ahí presente. Porque claro, qué personaje querría que su autor se le aparezca. Sino, preguntémosle a Augusto, el personaje de Niebla de Miguel de Unamuno. Por si no sabés cómo terminó eso, te lo cuento: cuando el autor se presenta ante su personaje, decide que debe morir, como también decidirá Rodrigo sobre Macabea. Los autores hacen eso, crueles que son. Pero en este caso, no hay razones para creer eso, porque en esa inversión Lucía acepta su invisibilidad frente a su obra: ellos me crean a mi, yo estoy sujeta a ellos, aunque sea de manera ficticia, y aunque no sea para toda la vida. Digo esto porque como bien sabrás, una hijastra no es una hija completa, por eso el sufijo que acompaña la raíz de la palabra. Suele ser la descendencia de un cónyuge, momentáneo o no, con la que se arma una nueva familia. En definitiva, un hijo otorgado por las circunstancias, por el tiempo. Un hijo no consciente, no planeado, no pensado: un hijo parcial, que se elige o se impone. Lucía es hijastra de sus propias creaciones por las circunstancias, por las imposiciones de la vida, y porque quizás mañana ya no lo sea, habrá otras, o simplemente ya no las habrá. Pero ahora, es esta. Una descendencia trunca.
Gestos como ese son lo que crean esa “auto secta de mi misma”, como afirman los textos en pantalla apenas empieza. Ese autor que es sus personajes, que es yo pero también soy ellos, y que ya no importa quién generó a quién, o qué cosas tomo de cuáles, o qué cosas ellos tomarán de mí. Tampoco es casualidad que cuando Lucía se inmiscuye en la película como actriz, cuando le preguntan el nombre a su personaje, no responde la pregunta, se escapa. Pone una excusa momentánea y deja la pregunta en el aire. Porque el nombre, con el que regimos todo, que nos otorga el padre y nos da una descendencia, una identidad, el quiénes somos, aquí no cabe. El nombre queda obsoleto, porque no es para siempre, sino momentáneo: Selena Prat, Lucía Seles, Rocío Fernández. Perdió poder y estatuto y así, se desintegra.
Sé que sos un acérrimo creyente de los milagros, y tengo que decir que me crucé con uno muy curioso y pertinente a mi disertación sobre hijos y padres, sobre obra y autor. Leyendo poemas de Ana (por suerte, como los japoneses, podemos valorar y devolver el gesto de un regalo por otro de igual importancia y medida), descubro que en portugués la palabra y verbo “criar” sirve tanto para inventar algo de cero (crear) como para la crianza (criar). Me parece demencial este dato que de ahora en más atesoraré por siempre, y no puedo más que teorizar acerca de cómo influye en la cosmovisión de los hablantes nativos que la misma palabra signifique tanto. Crear obra es, también, criar un hijo, y nunca esto fue tan literal, o al contrario, tan complejo de sentido.
Pero basta de mi andar en puntas de pie por el portugués; volvamos a las películas. Las escenas de la peregrinación de Luján por Luján me recordaron a la escena más impactante de la última de las obras de Seles, The urgency of death. Esa película es especial porque es huérfana, no entra dentro de la tetralogía, sino que es la más personal de todo el corpus que nos propusimos analizar. Es casi la última escena de la película, y creo que es directamente un tratado, un manifiesto de su obra. Estoy hablando de la escena que dura casi veinte minutos, en los que Lucía, de suéter azul cuyas mangas le cuelgan y un paquete de marcadores fabber castel bajo el brazo, camina muy apurada por los alrededores del Cementerio de La Plata, acompañada por nosotros a través de la cámara. Si miramos con atención el resto del plano, la cámara está subida a un auto y no en la vereda de enfrente. Nosotros vamos por la calle principal, mientras que Lucía es la vereda, lo que acompaña a la calle. Textualmente la escena es demasiado inmensa como para detenerme en cada uno de sus detalles, pero comienza con la voz en off del podcast de la cordobesa afirmando que a ella le gustaría que escuchen su contenido más de una vez, porque a ella le lleva mucho trabajo. Es el mismo gesto del miren por favor, escuchen bien lo que les voy a decir. Esto es para nosotros, lo es a partir del pedido dulce (quizás aquí esté presente lo del foco dulce, que me enloquece), lo es también cuando el auto avanza levemente más rápido que Lucía, y ella empieza a correr, para alcanzarnos. Constantemente parece que la vamos a perder, que en cualquier momento el auto que nos transporta puede doblar la esquina, o que Lucía dejará de correr. A pesar de que es atravesada por objetos, personas, otros autos, Lucía no deja de alcanzarnos, y nunca mira hacia donde nosotros estamos. Simplemente sabe que estamos ahí. En un momento el auto frena y la perdemos por unos segundos, ahora al revés, nosotros no podemos alcanzarla. Claro, estamos sobre el auto y si quiere, nos apaga, y la película termina para nosotros. Pero en vez de eso, se acomoda, dispara su gatillo hacia el cielo con un foco dulce (ya lo incorporé a mi vocabulario). Ahí ciframos el estilo de nuestra autora, lo que apareció en tu primera carta, lo desechable, lo que cualquier otro director descartaría, porque no sirve. Los restos, la basura. En esa escena, la voz de las inscripciones se identifica como “basurera”. ¿Sabés cómo llamó la Clarice a su última etapa de textos, entre los que se encuentra La hora de la estrella, cuando respondió a las críticas por uno de sus libros de cuentos? Uno de los críticos dijo que eso “no era literatura, era basura”. De acuerdo, le responde ella, pero “hay hora para todo. Hay también la hora de la basura”. Por eso a ese corpus se lo conoce como La hora de la basura.
Glamourosa como Clarice, que con altura rechaza el pasado oficial y afirma que el presente es la basura, en el mismo gesto Lucía cambia “películas” por “una video”, “ideas” por “ocurrencias”, y “Choppin”, música canonizada de un grande que la acompañó en su caminata frenética por el cementerio, por pasodobles anónimos y comunitarios, marchas militares. Pero abruptamente los corta y nos deja silencio. Nos cuenta que es algo nuevo que está probando, parar los pasodobles a ver si los extrañamos. Con el único equipaje de un paquete de marcadores y lo que parecen ser cuadernos bajo el brazo, sus herramientas de artista, emulando así la creación, Lucía marcha incansablemente hacia el no destino, quizás con un ritmo que parece estar siendo marcado por los pasodobles, pero a los que trastoca e inserta su propia percepción, su propio estilo, su propia forma. Solo allí la reconoceremos, en los pedazos de pasodobles, en los silencios, en los restos, en la basura. No podemos olvidarnos de las palabras que nos pidió por favor la cordobesa que escuchemos varias veces, porque le llevó mucho trabajo, en las que afirma, o casi pregunta: “El intimismo de mis labores trascenderá mi muerte, o mi muerte trascenderá el intimismo de mis labores”. Marcha Lucía hacia algún lado, hacia lo desconocido, lejos de nosotros, mientras la música deja atrás a Choppin y a los pasodobles, porque ahora es un sintetizador suave, algo que nunca oímos, música compuesta para la película. Y ya lo tiene todo, los cuatro elementos que deben tener las novias antes de subirse al altar, aunque escondidos bajo su vestido: algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo azul.
En una expresión total de la frase “eres cruel pero justo”, es más que pertinente que como a vos te tocó la titánica tarea de comenzar este intercambio, yo tenga el deber de terminarlo. Como es la última carta, siento mucha nostalgia, aunque sería muchísimo más apropiado decir saudade. Pero me reconforta lo que escribió Borges: “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”. Te agradezco por haber compartido conmigo el viaje del intento afectuoso de mandar las películas de Lucía al lenguaje o la tradición, a través de la crítica.
¿La crítica hace buenas las cosas? No lo sé. Esta carta ya tuvo demasiadas preguntas que no obtendrán respuesta. Pero voy a seguir hablando a la pared (aunque en el fondo sé que no es así) y contarte que el otro día charlé un rato con Carlos Vallina, un profesor y crítico de cine de La Plata que entre muchas cosas fascinantes que me dijo, me afirmó que él creía que la labor crítica tenía dos posibilidades concretas: la de otorgarle al espectador herramientas para que haga suyas las películas, y la posibilidad de creer en la metáfora, de inventar poesía con las películas, de descubrir aquello con lo que el autor ni siquiera podría haber soñado. Es ambicioso creer que nosotros acá hayamos hecho eso, pero podría ser un lindo horizonte a tener en cuenta cuando uno se aproxima a un objeto estético, como un ayuda memoria (una muchísimo mejor manera de decir que post-it) en el escritorio: pensar en conversación y tratar de inventar algo. Aunque hayamos arañado la posibilidad de realizar siquiera alguna de esas dos cosas, me honra inmensamente haber compartido ese horizonte con alguien que, no solo respeto muchísimo sino que, como te dije alguna vez a raíz de otro texto tuyo, nadie podría decir que no se juega la vida con esto.
Siento que el final de este intercambio merece un brindis, hacia la nada materialmente, desde mi ciudad y con mi vaso. Pero sé que si no existiera la distancia, chocarías tu vaso con el mío, así que me paro imaginariamente para hacer un brindis solo gestual: por leer con atención y escribir con descaro.
Adiós, adiós, me voy, me voy,
L.
Por Victor Guimarães y Lucía Requejo