Era un amigo reciente, conocido semanas atrás en la librería Universitaria, que, como me había relatado, venía de filmar una película en Argentina basada en un guión suyo, pero que lamentablemente se interrumpiera al incendiarse durante el rodaje el auto del actor y cineasta chileno Lautaro Murúa. No sé por qué me dio la corazonada de que era un hombre de imprevistos y, en la segunda oportunidad, tras encontrarnos por azar en el café Haití, salimos a caminar sin rumbo entre el apuro de la gente del centro y, casi sin darnos cuenta, enfilamos hacia el Parque Forestal. Era una tarde otoño, iluminada por un sol enfermo, que mostraba el cambio de estación mediante la caída de las hojas secas, bajo el sonido sin cesar del Mapocho. Entretenidos por nuestras ocurrencias, de pronto Raúl Ruiz me propuso llegar hasta un pequeño bar a servirnos algo, a un paso de Plaza Italia, en Merced con Irene Morales. El diálogo prosiguió ameno como antes, dedicado a contarme un par de películas que tenía en barbecho, una de ellas inspirada en la pequeña novela El habitante y su esperanza, de Pablo Neruda, cuyo protagonista, según Ruiz, constituía el último héroe romántico heredado del siglo diecinueve. En la medida que hablaba de su futura cinta, su voz se puso más delgada, consumida por cierta emoción, hasta que, luego de una larga pausa, preocupado de mi lado sin saber a qué atenerme, me dijo, te lo confesaré, estoy quedándome ciego. Conjeturé por un instante en el silencio del bar, roto a veces por el ruido de la calle, que no había estado equivocado en pensar que la contingencia era una sombra que lo perseguía, pero como después me agregó, quizá para hacerme menos dramática la confesión, Borges ya lo es. Nunca supe de esa tarde qué lo llevó a contarme ese embuste, seguro de que estaba destinado a ser nuestro mejor director de cine, pero gracias a otros amigos, entre ellos el Yinyi, estudiante entonces de derecho, me enteré que esas salidas eran típicas de él, así como su obsesión por la comida china, la literatura y la visita a casas malas.
ADDENDA
Gracias al primer largometraje de Raúl Ruiz, Tres tristes tigres, estrenado en 1969 en el Teatro Bandera, en una sala semivacía, supe cómo la transformación de la realidad chilena podía ser una obra de arte en la pantalla. Junto a la fuerza poética de Cenizas y diamantes, del polaco Andrzej Wajda, son los mejores capítulos del cine de entonces que me interesaba.
Por Germán Marín.
Este texto es parte de Antes de que yo muera, publicado por Ediciones UDP en 2011, que recomendamos enfáticamente leer.
Fotografía de Armindo Cardoso
Transcripción y selección por M.A. Gutiérrez.