La vuelta al perro, uno de los últimos libros de Cynthia Rimsky, fue publicado por Tenemos las máquinas en Argentina (2022) y por Overol en Chile (2023). Es un conjunto de relatos/crónicas bastante extraño, difuso en casi todas sus dimensiones, lleno de grietas y fisuras, al igual que las diferentes carreteras y caminos perdidos que atraviesa la escritora a lo largo de su narración. Con la ayuda de una motoneta blanca, la protagonista recorre una serie de lugares que circundan su casa de campo, sitio en el cual Rismky resiste los avances de la pandemia por medio de pequeños incidentes cotidianos, o que al menos lo siguen siendo en los territorios rurales argentinos: la preparación de un huerto, las historias tenebrosas de algunos vecinos, la construcción casi artesanal de diferentes casas, la naturalidad de las relaciones articuladas en torno a objetos.
El título, como bien podrán sospechar los lectores, alude al gracioso ejercicio de algunos perros de perseguirse la cola. Más allá de la ternura o la crueldad que atraviesa la imagen, la alegoría perruna nos dirige a una especie de principio moral que se encuentra en disputa a lo largo de todo el texto: si existe alguna ventaja en la vida bajo pandemia, es que la producción permanente que acecha todas nuestras actividades comienza a carecer de sentido. Acaso, esto se celebra apenas en las primeras páginas, cuando la autora nos relata el encuentro de unos obreros con una bomba de agua tapada, o más bien, un pozo oculto que establece una relación de ayuda mutua con los pobladores. La propia Rimsky acepta la naturaleza animada de la máquina, cuando esta nos advierte que los trabajadores interactúan con la bomba como si fuera un otro. Quizá, lo que nos ha hecho el aparato metodológico de la técnica, además de transformar nuestra percepción del tiempo, es el olvidar que los objetos poseen cierta potencia erótica, como si nos provocaran cada vez que los utilizamos. De aquí, entonces, que todo el mundo pareciera detenerse cuando el agua al fin brota desde una boquilla tubular: “saciada la sed y el calor, nos quedamos escuchando”.
Luego de este milagro, el libro nos sorprende con una de sus primeras fotografías: un pastizal, o bien, una superficie rugosa, similar a la piel, se revela a oscuras, quizá en un paisaje nocturno, o tal vez, presa de una dimensión alterna, casi microbiana, donde la luz apenas se asoma como un fulgor fosforescente. Describir la composición de la fotografía es difícil, no solo por las magnitudes que posee, sino también porque está desenfocada -adrede, por supuesto-. La relación, entonces, entre escritura y visualidad se hace patente: en lo difuso, en lo aparentemente desnudo de estructuras, también desaparecen los objetivos, los proyectos y el propio sentido de las cosas. Así, el hecho de que cueste describir la imagen es también un asunto de la poética. Tal como el perro persigue su cola, nosotr-s lector-s insistimos en perseguir las huellas que la escritura nos deja.
En otro texto que aprecio mucho, La performatividad de las imágenes (2020, Metales Pesados), Andrea Soto Calderón asevera que uno de los problemas de occidente es el de asociar todo fenómeno a la síntesis, a lo compacto, no solo en términos estructurales, sino también de contenido. Todo indicio textual, una marca, una letra o un dibujo, no hace más que aludir al aparente fin de cierta progresión de elementos. Puntos apartes, puntos seguidos, una señalética, una imagen icónica, en cada una de estas formas se asoma el rostro tajante de una tumba o de un monolito. El camino llega hasta aquí, diría un letrero irónico al comienzo de una calle cerrada. Dicho esto, me atrevo a decir que La vuelta al perro está escrita como una antinomia a este principio. Al final de toda calle, existe siempre un sendero que nos conduce a otro sitio de la escritura. Siempre hay otra experiencia vital que recorrer.
Así también lo sospecha una pareja de caminantes -un misionero alemán y el lonko Pascual Coña- en Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX. La mención del libro no es advenediza, ya que la propia autora nos plantea una reflexión a partir del susodicho texto, así como también en torno a Guadalupe Santa Cruz, quien percibe que los viajes, más que trayectos localizables, son ejercicios que rozan en lo absurdo: los territorios, fracturados por medio de fronteras y otros cortafuegos, no hacen más que extenderse luego de cada paso, o bien, de cada anotación, de cada pensamiento terrestre. Por esto, para que el libro sea escrito, Rimsky debe aventurarse a caminar por los senderos del pueblo que la rodean. Solo así las palabras, persiguiéndose las unas a las otras, son capaces de establecer una línea legible, donde las experiencias quedan atrapadas como mosquitos en una rejilla eléctrica.
Dicho esto, me parece llamativo que, a pesar de la promesa de la indeterminación, el índice del texto se asemeje más a un catálogo de lugares que a una lista programática de capítulos. Naturalmente, la formula guarda relación con la crónica, el género que ocasionalmente atrapa la experiencia de lectura, pero, aun así, me parece que en esta periferia textual existe otra provocación: la ausencia de lógicas productivas no significa, necesariamente, el descalabro de las actividades humanas. La defensa de la improductividad tiene que ver mucho más con el respeto de las demás formas de existencia. Dada la hegemonía del lenguaje, todo aquello que nos rodea termina siendo atrapado por la vorágine de las palabras. La técnica, por ejemplo, no es otra cosa que una variante de dicha concentración del poder. Por tanto, el imaginar un mundo en construcción, no sintético, y habitarlo en plena libertad, debería conducirnos al desarrollo de sentidos espontáneos: una casa-taller se transforma, de pronto, en un salón literario, donde Cozio, un poblador de la zona, relata diferentes historias a sus clientes, tal como si fuera un narrador mítico al costado de una fogata.
Los mapas, los libros, los huertos, la construcción de una ciudad, no debe obedecer, necesariamente a principios pragmáticos. La obra de Rimsky nos deja claro que es posible pensar en la creación como un acto que está más allá de la utilidad. La dimensión sensible y/o afectiva de los objetos no tiene porque ser un obstáculo para el progreso, o bien, para las relaciones que comparten personas y territorios. Al contrario, pueden ser lazos de primer orden que permitan una vida más sincera, donde incluso las catástrofes, como una casa mal construida o una tormenta destructora, pueden ser el indicio de un nuevo camino por recorrer. La vuelta al perro de Cynthia Rimsky es un texto simple, escueto, que pareciera hablarnos en voz baja, amorosamente, tal como lo haría un caminante que regresa a casa luego de un largo andar, o quizá, como lo hacen aquellos animales cansados que buscan un sitio para dormir, y en ese soñar tranquilo, lleno de siluetas felices, de visiones brillantes, mueven sus pies, como si acaso fuera otra forma de seguir corriendo. La naturaleza disímil entre cada uno de los relatos hace que cada crónica sea una experiencia particular, pero no separada de todo lo demás. Para que las cosas existan en red, no es necesario que estas se sujeten a la continuidad que prometen las palabras. Más bien, los recuerdos pueden coexistir amigablemente, tal como lo hacen las plantas bondadosas con aquellas que despiden peligrosos venenos mortales.
Por Víctor González Astudillo
Sobre La vuelta al perro de Cynthia Rimsky, publicado por Tenemos las máquinas en Argentina, el año 2022; y por Overol en Chile, el 2023.