“En realidad, lo leo porque está prohibido”
The Man in the High Castle de Philip K. Dick
Cuando Philip K. Dick escribió The Man in the High Castle (1962) no tardó en posicionarse entre los mejores escritores de ciencia-ficción de su tiempo, quizá incluso de la historia de aquel ambiguo género que ha devenido presagio. La novela destaca tanto por su argumento (los alemanes ganaron la Segunda Guerra Mundial) como por su formalidad (multiplicidad rizomática de historias). En definitiva, lo que el escritor imagina es la expansión del Tercer Reich sobre la ecúmene, principalmente en Estados Unidos, quince años después de la victoria del Eje.
Un variopinto de personajes sirven de mojones a la gran estructura que desemboca en la cumbre de una montaña en la periferia citadina: Frank Frink, un judío que tras renunciar a su empleo se dedicará a la producción de joyería artesanal clandestina; Juliana (su exesposa), una chica que intentará rehacer su vida y terminará por aceptar la invitación de un extraño con acento italiano; el señor Childan, un vendedor de antigüedades de la derrotada democracia liberal que hace todo lo posible por vender sus falsificaciones; H. Abendsen, el popular y excéntrico escritor de La langosta se ha posado, parapetado en su castigo, y así. La lista es extensa y sus tangentes nómadas. El conflicto general se desata ante la noticia de la muerte del último Führer y por tanto la búsqueda de su sucesor; las opciones son escasas, los candidatos ambiciosos y el podio unívoco.
Una sociedad que rehúye hablar de política es la que se entreteje en los rítmicos párrafos de la novela, fuera de la corriente de la historia, anclados en el pasado. Por eso los personajes buscan la ficción para hacerlo, necesitan colgarse de ella ante la ausencia de toda esperanza, aunque ésta sea solo el resultado místico de un libro ancestral, el I Ching. Así y todo, encuentran puntos de fuga, caminos invisibles, ramificaciones jamás pensadas en un ejercicio de metaficción estratégica: el libro se va haciendo solo, en cada tirada, siempre móvil. Abierto a sus derrumbes, la narrativa vislumbra en la producción de artesanías de Frink un aura insospechado sobre el valor ahistórico de sus exóticos productos. A diferencia de la historicidad que comprenden las antigüedades del señor Childan, los aros y collares con diseños abstractos del judío carecen de un “plasma místico” certificado. Y lo que parece ser una crítica a la latente cotidianización del arte, trae consigo una “estetización del cotidiano” (Millet, 2018) que se abre como posibilidad expresiva dentro del mismo sistema de opresión fascista. Bajo el alero de una autonomía que se cuela en el vertedero de los usos, en este acto de creación radica la potencia política faltante en la praxis estriada. Un “espíritu” que, en las sombras de lo genuino, halla en una cultura extranjera su sentido profundo: el wu. El wu a diferencia del wabi, según el autor, es aquello que el artífice es capaz de transferir a su creación por medio de la técnica. Paul, un joven japonés, le dice a Childan (quien ofrece las creaciones de Frink): “Mirando el alfiler, tenemos más wu nosotros mismos. Alcanzamos entonces la serenidad que no se asocia comúnmente con el arte sino con lo sagrado […] Esto está vivo ahora, mientras que la reliquia viene de otro tiempo […] No tener valor histórico, ni siquiera valor artístico, estético, y sin embargo ser de algún modo expresión de un valor casi inasible” (Dick, 2018, p. 181). La conclusión a la que llega es que, esos productos experimentales y adelantados, anuncian la llegada de un nuevo mundo: el de la novedad.
Es decir, puesto que el problema de autenticidad no aplicaba a sus piezas, estas tienen la oportunidad de introducir una nueva línea en el mercado. Sin embargo, el orgullo de una pretendida inutilidad ante la oferta de convertir las nimias “obras de arte” de Frick en talismanes para el Tercer Mundo, provoca en el señor Childan la sensación de una engañosa dignidad. Su rechazo es la prueba aurática tradicional enquistada en su conciencia, la identidad conservadora de un mundo que no avanza, que se ha visto estanco entre aguas putrefactas. En este sentido, el género mismo es cuestionado por el autor dentro de la obra, su propia categoría de “ciencia-ficción”. No hay avance científico bajo el fascismo triunfante y mucho menos futuro, nos señala Dick (2018), pues “el tema de la ciencia ficción es el futuro, en particular un futuro donde la ciencia ha avanzado todavía más. El libro no tiene esas características” (p. 115). ¿Dónde meterlo entonces? En la realidad, entre las grietas del realismo desértico: el capitalismo es pura y desenfrenada ciencia-ficción.
La ilusión se rompe cuando Juliana conoce al escritor, aquel que “escribe en lo que es prácticamente una fortaleza, rodeado de armas”, como señala la contratapa del libro La langosta se ha posado. Nada más entrar a las inmediaciones de su casa, se da por enterada de la farsa publicitaria, aunque parece aferrarse hasta las últimas de su intención heroica: salvar la vida de quien la salvó a ella. En realidad, el hombre en el castillo no tenía necesidad ya de esconderse, vivía como un vencedor (o quizá un “feliz” perdedor), sin armas, sin muros ni castillo. No necesitaba, por tanto, ser advertido de nada, mucho menos de un intento de asesinato. Sabía que tarde o temprano ese día llegaría y prefería vivir sin miedo. Recluido como cuasidemiurgo, festejaba entre desconocidos su riqueza mágica, infinita. Entonces Juliana lo abordó con una pregunta: desea saber si utilizó el oráculo del I Ching para escribir el libro, pero no responde. Es la esposa del escritor la que termina por ceder: “fue armando el libro párrafo a párrafo en miles de consultas […] Llegó a preguntarle al oráculo si el libro tendría éxito, y el oráculo le respondió que sí, que sería el primero de su carrera” (Dick, 2018, p. 259). Entonces Juliana procede, ya no a preguntarle a Abendsen, sino al propio oráculo: ¿por qué escribiste el libro? La respuesta: “Sun arriba, Tui abajo, Vacío en el centro” (Chung Fu, La Verdad Interior). Vale decir: Alemania y Japón perdieron la guerra. Ellos habitaban, por tanto, un mundo que no era. Ahora bien, nos sumamos a esta ronda de preguntas y hacemos la nuestra: ¿Si el nazismo realmente perdió allí donde ganó la guerra, no querrá decir esto que, allí donde perdió, en realidad no la ganó?
En su libro La Revolución molecular, Guattari (2017) nos recuerda: “Puede que la función que desempeñó Hitler, en cuanto individuo investido en un cierto tipo de competencia, fuera insignificante y, sin embargo, esta misma función resultó ser fundamental y sigue siéndolo hoy en día, ya que se cristalizó en la forma de una nueva figura de esta máquina totalitaria. ¡Hitler sigue vivo! Se pasea por los sueños, los delirios, las películas, ¡está en las torturas policiales y en las bandas de jóvenes que veneran los íconos del nazismo sin saber nada de él!” (p.p. 65-66). En otras palabras, la sola posibilidad de existencia del nazismo produjo ya su victoria. Para Guattari, sin embargo, esta victoria remite a un nivel micropolítico en tanto que actúa directamente sobre las masas y su energía libidinal. Es por ello, nos dice el psicoanalista, que el capitalismo alemán no pudo conformarse con una “simple dictadura militar”, necesitaba de la fuerza fascista para encuadrar a las masas, afectando de forma emancipatoria la vida familiar, escolar, laboral, etc. Cuestión que desemboca en la vigencia de un “maquinismo totalitario” visible ya no solo en movimientos políticos, sino en aquellos sectores que se hacen llamar apolíticos, apelando por sobre todo a un “sentido común”. Las sociedades cuando entran en crisis buscan un padre conservador y en Chile la mediatización de un estado de catástrofe permanente, primero con la ola de delincuencia y ahora de incendios, no ofrece un panorama muy alentador respecto a una zona libre de delirios totalitarios. Hitler se esconde en cada uno de aquellos “incidentes”.
Pero la verdad es otra: no se esconde, lo han escondido. Ocultan su cadáver, irreconocible, encerrado en un clóset de madera sureña con camisas polo color pastel que menguan su pestilencia. Sin embargo, pese al deterioro inevitable de los años, su uniforme Hugo Boss y sus calzoncillos largos permanecen intactos, bien cuidados, tanto como la marcha del fascismo que prolifera con sus videos Tik Tok y Fakes News alrededor del mundo-pantalla. La necrofilia hitleriana nos engaña, se desnuda ante nosotros como si fuese una imagen pop inofensiva, la de un zombi pornográfico demasiado bien alimentado como para asediar desesperado a cualquiera que intente desenmascararlo, olvidando de paso su trágico destino: si gana, pierde. Por eso lo han escondido en un castillo de Paine y el mundo lo sabe y a nadie parece importarle. Pero no escribe novelas, una inteligencia artificial lo hace por él, tampoco duerme ni caga. Y mientras a nadie parezca importarle todo irá sobre ruedas en su lógica invertida, ucrónica. Pues, allí donde Alemania perdió la guerra, el nazismo le ganó al resto del mundo y su suerte juega hoy la misma que la de los talismanes de Frank Frink en el mercado de las creencias.
Por Ignacio Barrales
Libros consultados:
Dick, P. K. (2018). El hombre en el castillo. Barcelona, España: Editorial Planeta.
Millet, C. (2018). El arte contemporáneo. Buenos Aires, Argentina: La Marca editora.
Guattari, F. (2017). La revolución molecular. Madrid, España: Errata naturae editores.