Algo se nos escapa siempre, a pesar de todos nuestros esfuerzos por impedir el sistema de fuga que involucra conocer. Pienso inmediatamente en la formulación kantiana de que la razón humana se ve agobiada por preguntas que no puede dejar de hacerse y que, sin embargo, por la naturaleza de la razón misma, no puede responder. Cuando leí por primera vez ese enunciado, experimenté lo ínfimo de lo humano, su incapacidad e incluso su atrofia. Pero es posible dar vuelta esa moneda y verla desde la otra cara. Por ejemplo, el principio de incerteza, que le da título al libro de cuentos de María Mazzocchi, no apunta a la incapacidad de lo humano, sino a una indeterminación que está en la naturaleza misma. Por ello, desde el mundo de la física se intenta corregir el nombre de este principio llamándolo «relación de indeterminación» y así aliviarlo de la sensación de insuficiencia que involucra la palabra «incerteza» o «incertidumbre». En el reino cuántico, este principio indica la imposibilidad de medir con exactitud la relación entre la posición y la velocidad de una partícula. Mientras más conocemos la posición, menos podemos medir su velocidad. Y viceversa: mientras más conocemos su velocidad, menos podemos determinar su posición. En otras palabras, mientras más nos aproximamos a la precisión de un valor, el otro se nos vuelve oscuro. Opacidad que no indica una incompetencia en nuestro modo de conocer, sino que sugiere la indeterminación de la naturaleza. Quizá exóticamente, este binomio me conduce a otro binomio en la literatura: el de la forma y el fondo.

Nuestros idealismos —y probablemente también nuestros deseos como escritores— proponen que la relación entre forma y fondo podría ser orgánica; que para un contenido X, una forma Y es del todo necesaria, que X contenido exige tal forma como condición de posibilidad, etcétera, etcétera. Pero si incluso la ciencia asume su vacío o su desajuste, debido a la naturaleza misma de los problemas que enfrenta, por qué la literatura no. Me parece que si algo anuda el conjunto de cuentos que leemos hoy, es dejar ver ese desajuste, negociar con él, tironear de sus extremos, y además hacerlo en presencia de los lectores. Y tiendo a pensar que transparentar ese sistema de negociación conforma una cierta hospitalidad, porque, a fin de cuentas, lo que nos devela son las complejidades del acto de narrar y, al mostrarnos ese andamio, quien narra se saca el calcetín para mostrar el talón.

Voy a entrar al problema por algo que parece anecdótico, pero que no lo es. Hasta la fecha, María ha publicado dos novelas. Ambas salieron al mundo firmadas por Victoria Valenzuela, que corresponden al segundo nombre y el primer apellido de la autora. Este libro de cuentos, no obstante, está firmado por María Mazzocchi, el primer nombre y el segundo apellido de la autora. Tenemos, entonces, otros binomios que se enfrentan a lo largo de una obra (o de la vida) de quien escribe —un binomio más: vida y obra—. Esta bisagra entre una firma y otra, bajo mi lectura de la obra (aunque también de la vida) de María Victoria, signa algo muy concreto y complejo a la vez: el momento en que la autora tuerce su relación con la lengua. Por supuesto que no se trata de un giro radical ocurrido a partir de la nada, sino de un lento y elaborado proceso de formación, pero que termina conduciendo a la autora a usar otra firma y, en ese gesto, a sintetizar el giro. ¿Cuál giro? El que implica moverse y ver al lenguaje a la cara. Una consciencia acerca de los materiales —las palabras, la sintaxis, la puntuación, el ritmo, la infinidad de estructuras que permite la lengua— que determina un salto en su relación con la escritura. Podríamos pensar, así, que Victoria Valenzuela experimentó un vínculo con los materiales que requería una menor negociación, o que incluso experimentó una organicidad fluida, donde forma y fondo ocurrían entrelazados, y que el nacimiento de María Mazzocchi anuncia una híperlucidez respecto de ese vínculo: un llevar a la luz el hecho, que a estas alturas y en este punto de la historia de la literatura me parece inobjetable, de que forma y fondo se relacionan mediante una disputa (la batalla entre idea y forma, diría Hegel). Algunas escritoras viven esa disputa desde un estoico silencio y no dejan registro de ella en sus textos, otras se obsesionan con esa disputa y sus textos adoptan el problema como columna vertebral. Diría que María es de las segundas y que quizá Victoria era de las primeras o incluso (no podemos descartar esta posibilidad) que a Victoria aún no le aparecía el conflicto de frente. Experimentaba una suerte de ceguera en cómo la literatura negocia con el lenguaje. El nacimiento de María quizá nos hable de la salida de esa ceguera y este libro, según mi estrecha lectura, es el primer testimonio —¿el embrión, el principio?— de su lucidez.

Como segunda entrada al problema, ya no desde el asunto de la firma, sino desde mi experiencia de lectura, diría que los cuentos de este libro viven esa batalla entre forma y fondo de dos maneras. Por un lado, están los cuentos que enfatizan en la forma, que evidencian claramente una primacía estructural, pero que, en su esclarecimiento de la forma —y de sus técnicas de experimentación—, nos esconden u oscurecen el contenido. Por otro, los que despliegan el contenido más claramente y en los que la forma no toma un papel protagónico. Lo pienso así porque, al leer los cuentos, había unos que presentía entender en términos de idea y la forma no me parecía prioritaria (y, con ello, tendía a pensar que mi mente dejaba de fijarse en la arquitectura del cuento y por eso ¿se me oscurecía?) versus otros en los cuales presentía estar totalmente despierta respecto de la estructura y en absoluto consciente del contenido. ¿Les recuerda a algo esta experiencia? A mí me recuerda al principio de incerteza, que indica que mientras más sé de la velocidad, menos sé de la posición, y viceversa. Primero pensé que el asunto se me aparecía por la naturaleza de mi mente, que lee sobre todo poesía y que no está habituada a tratar de descifrar mensajes sino a quedarse en la incomprensión que a veces implica la lectura y que, sobre todo en poesía, revela que no hay un mensaje por desentrañar. Pero a ratos pienso que, como en el principio de incerteza, el asunto tiene que ver con la naturaleza de los cuentos: cómo una estructura preeminentemente experimental oscurece el significado y cómo cuando la mano afloja la arquitectura el contenido refulge. Lo cierto es que, independiente de nuestras aproximaciones a estos cuentos, nos dejan claro desde los epígrafes que algo se nos escapa siempre, a pesar de todos nuestros esfuerzos por impedir el sistema de fuga que involucra conocer.

Voy al libro para explicarme. En el cuento «Cuerpo celestial» se nos transparenta el asunto. Allí se narra un concilio secreto entre comunidades y religiones de la humanidad que deben definir la ocupación de un nuevo planeta llevada a cabo por un grupo de elegidos para darle continuidad a la especie. Presenciamos el enorme despliegue de los líderes de la humanidad por el desierto para encontrarse y tomar las decisiones que determinarán la sobrevivencia de la humanidad. Pero desde la primera página aparecen notas al pie que, en resumidas cuentas, evidencian el proceso de escritura y que nos muestran una discusión entre quien escribe, quien narra y quien edita, y las dificultades a las cuales se enfrentan. Hasta entonces el binomio se muestra en un equilibrio perfecto o, al menos, podemos identificar sus dos elementos: el cuento ocurre en el cuerpo del texto (el contenido), los asuntos relativos a cómo narrar (la forma) ocurren en las notas al pie. Sin embargo, a medida que avanzamos, los problemas sobre cómo narrar se van entrometiendo en el cuerpo del texto a tal punto que la narración en sí deja de importarnos, se vuelve irrelevante quiénes van a habitar el planeta extranjero para asegurar la continuación de la especie. El mismo cuento lo sugiere aquí: «Se encuentra atrapado en un estado mental que no tiene lugar, ni en la realidad, ni en la ficción: un fallo creativo, una idea que se debilitó y que ahora no es más que un eco residual». Y ese enunciado parece describir nuestra sensación: partimos pensando en qué pasará con el concilio secreto y terminamos pensando en cómo vérnosla con el lenguaje. Se aclara un problema, mientras se oscurece otro y, tal como en el principio de incerteza, debemos quedarnos con una parte del binomio o, como me dijo un físico, «hay que casarse con uno o con otro» si queremos conocer algo. ¿Y con quién nos casamos o, bien, con quién se casa este cuento? Con la disputa entre quien cree ser el autor y quien solía ser una mera copista de hechos y que empieza a consumir el relato. La batalla ocurre entre quien se comporta como un dios (que pretende que los personajes lleguen a un acuerdo sin porosidad alguna: llevar a un grupo que hable una sola lengua y predique una sola religión), que desea encontrar el final del relato a partir de una revelación divina y que, en tanto dios, funciona como omnisciente, y una mujer que «no está de acuerdo con la concepción de una divinidad, mucho menos masculina y mucho menos monoteísta» y que empuja el relato a una manera de narrar vanguardista, más personal y contraoracular. En otras palabras, la disputa acontece entre un relato conservador, propio de una tradición masculina, y uno que titubee y que rompa la ley, representado aquí por una mujer. Independiente de la decisión que tome el concilio en un multiverso en el que el cuento continúa hacia un final definitivo, lo que nos dona es la pregunta por cómo narrar: ¿Seguiremos aferrados a una narrativa afincada en los grandes relatos de la mano de escritores visionarios? Al menos en este libro, esa mera posibilidad se obtura e implosiona en la cara de quien lee.

Desde otra perspectiva, el conflicto aparece en el cuento que le da título al libro, «Principio de incerteza». Allí, Rodrigo, el protagonista, que se dedica a certificar ascensores y que está en medio de sus vacaciones tratando de comprender qué es un autor y de determinar si él lo es o no, nos sumerge en sus exquisitas derivas mentales. Por un lado, está escribiendo una novelita sobre una mujer que vuelve a su país después de décadas de exilio para encontrarse con su madre ad portas de la muerte debido a un cáncer. Por otro, se embarca en el proyecto de expresar el principio de incerteza por medio de citas que encontró en una página de internet y que, cuando se le acaban, decide extender a citas de Dostoievski. Esto último lo hace empujado por un frenesí después de haber leído, como le confiesa a su psicoanalista, el capítulo «Cíclopes» del Ulises de Joyce. Tal como el protagonista, María Victoria sintió cómo Joyce la inoculó de coraje —el coraje que exige escribir mirando al lenguaje a la cara—, cosa que sé porque leímos el Ulises juntas durante meses y la oí decir esa misma palabra: coraje, me da coraje. Y este cuento no puedo sino pensarlo como una manera de introducirnos a una cabeza tan compleja como la de la autora: colmada de obsesiones, vehemente en no dejar pasar lo que está recordando o imaginando y registrarlo con urgencia, ávida de lecturas e incluso depositaria del hambre de las niñas y de la capacidad de asombro que vamos perdiendo con la adultez. La cualidad de Rodrigo es que es un principiante: se pregunta si con autodenominarse autor bastará para ser uno, se aflige porque quiere darle pistas al lector de cuándo reírse o cuándo tomarse a la ligera el relato, pero se desespera porque sabe que «no se puede»: eso sería escribir un relato predigerido, erigir un narrador pedagógico y desconfiar de la inteligencia del lector. Igual que el escritor del cuento «Cuerpo celestial», este se nos presenta como un novato. Inexperta también parece la escritora del cuento «Cuenta regresiva» que, después de un relato cifrado del que nos cuesta comprender los acontecimientos, despliega una guía de lectura que parte con una pequeña introducción: «Voy a mejorar los baches de este cuento por medio de una guía de lectura que elaboré (…) para que puedas resolver por (ojo) cuenta propia lo que yo me encuentro imposibilitada de escribir (…) porque no tengo idea cómo hacerlo de manera apropiada». Y a continuación nos enfrentamos a una guía tipo escolar con una serie de preguntas que, al menos yo, como lectora principiante de cuentos, me encuentro imposibilitada de responder. Explícitamente nos dice la escritora que hay cosas que no supo cómo narrar y que le dejará ese trabajo de reconstrucción a quien lee.

Podríamos pensar que Principio de incerteza se inscribe en una larga tradición de libros sobre escritores o asuntos literarios. Tiendo a creer que esos volúmenes nos atestan de clichés sobre cómo somos quienes escribimos y que, en el fondo, caen estrepitosamente en la reafirmación de los escritores como pequeños dioses en bares onderos y con grupos de amigos que se creen elegidos. Aquí, en cambio, vemos a alguien aquejada por los problemas que presenta no ser escritora, sino cómo escribir, el cuesco del oficio. El coraje no se compone solo por el giro y ver el lenguaje a la cara, sino por contarnos lo doloroso y lo gozoso del salto. Y exhibe que el tú y el yo se ven en aprietos semejantes: ¿Es posible entender?, ¿qué sistema de comprensión despliega un cuento?, soy una lectora suficiente si no comprendo versus soy una escritora suficiente si no sé cómo continuar la trama? ¿Se deja de ser un principiante alguna vez? Hace unos meses, leyendo a uno de mis maestros, el filósofo Sergio Rojas, comprendí que no. Y que no dejar de ser un principiante es una fiesta. Meses después, María se lo topó en las calles de Buenos Aires y corrió tras él como una principiante. Le sacó una foto en una esquina y me la mandó. No me cabe duda de que Rodrigo, de existir, también le sacaría una foto a un filósofo en plena North Beach, Florida, para que no se le olvide, para guardarlo como registro de un principio de incerteza. En ese momento se nos cruzaron las presentaciones: yo presenté un libro de Sergio Rojas, luego María presentó mi libro de ensayo y ahí citó una conversación que tuve con Sergio y ahora yo presento a María y recuerdo con ternura ese momento en que pensé: mi maestro es, como yo, un principiante. No sabía, no tenía cómo saber, que yo cerraría este círculo de coincidencias pensando que ella también es, como nosotros, una principiante y que el ímpetu, el coraje de su escritura se afirma en la certeza de la incerteza: algo se nos escapa siempre, a pesar de todos nuestros esfuerzos por impedir el sistema de fuga que involucra conocer. A pesar de todos nuestros esfuerzos por impedir el sistema de fuga que involucra escribir.

Por Julieta Marchant

Sobre:

Principio de incerteza
María Mazzocchi
Libros del Pez Espiral
2023