Una película nace de un deseo de ver, aunque a veces ese deseo se disfrace de necesidad.

A fin de cuentas, el elemento que más determina la mirada de quien filma, es la actitud con que trata a sus personajes. Toda su ética se desprende de ese aspecto crucial, cada plano es una mirada de amor o de reproche. Se trata de imaginar (y producir la existencia de un ser humano), y ya que la imaginación está siempre movida por el deseo, toda estética remite a una crueldad o una ternura fundamentales. Por eso es posible imaginar una oposición o una lejanía entre cineastas como Mia Hansen-Løve y Bergman.

La penúltima película de Mia Hansen-Løve transcurre en la isla en que vivió Ingmar Bergman. Trata sobre un matrimonio de cineastas que viajan a habitar la casa de Bergman durante unos días en busca de inspiración. Chris, la cineasta interpretada por Vicky Krieps tiene una actitud ambivalente hacia el sueco: aunque admira sus películas, se cuestiona la angustia y la tristeza que atraviesa su obra. En una escena, el matrimonio va a ver Gritos y susurros a la sala privada de Bergman y, por la noche antes de dormir, la comentan del siguiente modo:

Chris:

Las películas pueden ser terriblemente tristes, duras, violentas.

Pero en última instancia te hacen bien.

Tony:

¿Las suyas no?

Chris:

No. Solo me hacen daño.

Tony:

¿Entonces por qué las ves?

Chris:

Porque las amo.

Solo que no sé por qué.

Eso es todo.

Lo que más opone a Bergman y Hansen-Løve es su forma de tratar los mundos que exploran. No solo se embarcan en búsquedas distintas, sino que, ante todo, tienen distintas maneras de buscar. Llega un momento en que quien crea un mundo ficticio tiene que decidir hasta qué punto está dispuesto a ver sufrir a sus personajes. Esto en cine implica una relación que ocurre en la vida real y que, por lo tanto, se vuelve ética: la relación entre quien dirige, quien actúa y quien ve la película. Bergman encarna muy bien la idea que se tenía sobre los directores en el siglo XX. La idea de que eran seres controladores, perfeccionistas y déspotas, y de que estas eran cualidades propias de la genialidad. El crítico André Bazin acuñó un término: cine de la crueldad.

El cine del siglo XX está marcado por la violencia. En un comienzo los operadores de Lumiere son enviados a filmar el cotidiano de la ciudad, pero, cuando la impresión producida por la mera imagen en movimiento comienza a perder potencia, deben ir cada vez más lejos para encontrar la imagen que produzca seducción e impacto. Ese viaje que comienza en las puertas de la fábrica de los Lumiere, recorre los canales de Venecia, los campos de hielo de Alaska, los jardines de las hadas, la Luna, y luego aún más lejos. Una cuchilla atravesando un ojo, cuerpos de animales colgando en el matadero, cuerpos en las cámaras de gas. Más lejos. Las masacres del lejano oeste, las guerras de los romanos, una invasión extraterrestre. Fantasmas, asesinos en serie, apasionadas historias de amor y de sexo. El cine del siglo XX se planteaba en términos de distancia, hasta dónde podía llegar, cuál era su límite.

Las películas de Bergman también parecen preguntarse cuál es el límite de lo que un ser humano puede aguantar. Y de ese modo abren también otra pregunta más terrible: cuánto es capaz de aguantar el espectador. Esa era la actitud de Bergman hacia el mundo, infringir el sufrimiento necesario para descubrir hasta dónde se dejaba de ser uno, donde se rompe esa única cosa que no se tiene que romper, aquello que nos sostiene y nos hace resistir. En el proceso descubría una profundidad aún mayor, por un lado, una fortaleza patética que sencillamente nos impide morir, por dolorosa que sea la existencia, y por otro, una fragilidad que a veces se desmorona con un grito y a veces con un susurro.

En la película de Mia Hansen-Løve, la pareja que se va a vivir a la isla de Bergman tiene acceso a la sala de proyección privada del cineasta sueco, y ven una película sentados a una fila de distancia del asiento en el que él se sentaba y que ahora debe permanecer vacío. Debaten sobre qué película escoger para la proyección y se deciden por Gritos y susurros. Hansen-Løve nos muestra un fragmento que representa una de las imágenes más inquietantes de la película, una mujer que, desde su cama en la oscuridad, grita de dolor por la enfermedad que la afecta. Bergman filma ese sufrimiento en un primer plano que sostiene durante un largo rato. Luego de unos segundos observando el rostro descompuesto, el cuello que se retuerce, la imagen se despersonaliza, se vuelve puro índice de dolor. La pareja de cineastas ven la película inmóviles; mientras les observamos en la sala no sabemos si lo que ven les perturba o les aburre. Hansen-Løve se reserva esa información hasta la escena siguiente.

Muchos cineastas siguieron allanando el camino de la crueldad a lo largo del siglo pasado. Hay toda una tradición que se desprende de Bergman y hace de él cineasta fundamental, aunque antes de él descubrimos que esa tradición es más antigua y nos lleva probablemente hasta Dreyer y los primeros planos de la pasión de Juana de Arco (luego aún más fuertemente en la hoguera de Dies Irae). La crueldad de estos cineastas no es vacía ni solo estética, sino que es una herramienta de exploración de la realidad. La ética que permite el uso de esa herramienta es parecida a la de un médico. Es una frialdad médica. Se infringe dolor, algunas veces incluso se hace daño, pero se busca preservar la vida. Una vida que es a veces como un estado de coma, un grado mínimo de potencia.

Por eso quizás lxs cineastas que se oponen a esa tradición podrían ser denominadxs vitalistas. Pero son también en otro sentido cineastas de la ternura, cuyo profundo amor hacia sus personajes les impide observarlos sufrir a menos de que sea estrictamente inevitable. Probablemente el antecesor del que se desprende esa tradición es Jean Renoir. No es que sus personajes no vivan penurias ni sean arrastrados a la tragedia; no hablamos de un asunto de contenidos sino de mirada, de qué modo se observa ese dolor, qué parece decirnos la inclinación de esa mirada. Al mismo tiempo, las películas de Renoir están marcadas por una cierta imperfección: no está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de obtener la toma perfecta, quiere pasar un buen rato haciendo su película y capturar a los seres que aparecen en la pantalla sin juzgarlos. Es en ese sentido el primer gran cineasta amateur.

Se trata en el fondo de la creencia de que es posible explorar las zonas cotidianas de la existencia y encontrar las tristezas y las alegrías que se esconden en ellas sin tener que utilizar el sufrimiento para invocarlas. La frialdad y la distancia no vuelven necesariamente más objetivas las películas y, por el contrario, se tiende a ignorar las limitaciones de una mirada intencionalmente cruel. Hay toda una cara de la realidad, quizás la más frágil y esquiva, que se hace inaccesible. Un lugar al que hay que entrar de puntillas y sin hacer ruido, y que alberga una belleza volátil, sobre la que hay que posar la mirada con cuidado. Por más que la crueldad no sea sino otra técnica para capturar la belleza, y que en muchos casos logre experiencias extáticas insospechadas, sólo es posible por medio de una deshumanización de quien observa, que por comodidad llamamos autor, pero que implica también al espectador. Si Chris no puede evitar amar las películas de Bergman es porque logra dar con la belleza del desgarro y de la muerte. Y si ese amor la conflictúa es porque la confronta momentáneamente con su propia deshumanización. Por el contrario, cines de la ternura como el de Mia Hansen-Løve nos piden poner atención a la voz cotidiana, cuando no se está gritando ni susurrando, sino conversando a la hora del desayuno. Tanto ahí como en el lecho de muerte, de algún modo inevitable y lento, el mundo no deja de desmoronarse.

Al menos en el cine, el siglo de la crueldad está quedando atrás. Tal vez como causa o como efecto de esto, la antigua figura del director ha sido repensada. Su tarea ya no es controlar, instigar o provocar a sus personajes/actores para verlos desmoronarse. Lxs cineastas de la ternura nutren, cautelan, crean las condiciones para la aparición y la supervivencia de una vida frágil y valiosa. En este sentido hacer una película se parece menos a la frialdad y el control de la medicina, y más al precario equilibrio sobre el que trabaja la jardinería. También queda atrás la fascinación con la catástrofe, tal vez porque esta dejó de ser el evento extraordinario y se fundió con nuestra cotidianidad, impregnando todas las imágenes posibles. Ahora que la obsesión moderna con el futuro que caracterizó al siglo pasado nos parece impensable, ahora que el mundo se apaga y se consume a una velocidad que somos incapaces de medir, pero que de algún modo percibimos, nuestras miradas se vuelcan con melancolía hacia aquello que hay de valioso entre nosotrxs, aquello que es una pena que también vaya a morir junto con nuestro mundo, y que al menos el cine puede capturar y suspender en el tiempo. Sin que nos diéramos cuenta, cada imagen del cine era ante todo una forma de despedida.

 

Por Diego Soto